El sexo era de musgo. Por lo tanto, de antiguas reminiscencias. Venus paleolíticas, vestales, esclavas, prostitutas de campaña, trabajadoras industriales o esposas heredaron aquella textura. Se cubría de verdor por su naturaleza. Se revestía de frío para ahuyentar los abusos. Se alicataba de indiferencia para restringir los coitos y que no hirieran su floresta. Se embozaba para que el lingam no infiriera blasfemo. Perdía incluso su urdimbre para no acoger lo indeseado. Sabía ser salvaje si el salvaje era tierno. Sabía entregarse si el otro se disolvía. No siempre fueron, ni acaso ahora tampoco en toda circunstancia lo son, tiempos de amor los que conoció el musgo de la vida. Él permaneció a salvo en los pubis de nuevas generaciones, en las enseñanzas de madres a hijas, en el cultivo del pudor y del cuidado, sólo reservándose para los elegidos. Su fertilidad gozosa superaba con creces a la función exigida y al rol impuesto. Musgos crecientes de las mujeres libres: apacible feracidad del origen y diseño del mundo.
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