Nuestra madre se ausentaba algunas noches. Lo hacía con cautela. Cuando se aseguraba de que nos habíamos dormido salía por la parte de atrás de la casa. Tanto mi padre como ella debían estar comprometidos en alguna causa de ideas que les exigía esfuerzos y conllevaba ciertos riesgos. Aun cuando mi padre se encontrara de trabajos arqueológicos, ella salía discretamente. Cuando mis hermanos y yo descubrimos ese extraño movimiento de nuestra madre no nos sorprendió del todo. Una de mis hermanas se despertó una noche bruscamente con dolores de tripa. Fuimos al cuarto de nuestra madre, pero no se encontraba allí. Sería ya madrugada avanzada cuando regresó y, si bien a mi hermana se le había pasado el trastorno y todas dormían, yo permanecía desvelado. Me levanté y conté a mi madre la incidencia. Le costó ocultar cierto gesto de contrariedad, pero su dulzura superaba todas las pruebas. Aunque no le pregunté por qué se había ido, ella me dijo que alguna vez entenderíamos las razones por las que tenía que realizar esas salidas.
Mis padres no eran explícitos con sus hijos respecto a lo que se traían entre manos, pero para nosotros era obvio que ellos pensaban diferente a los vecinos. Nos inculcaban otro tipo de nociones sobre la vida, el universo y la sociedad. Nos hablaban de valores que no conminaban ni prohibían, que no exigían creencias rígidas ni inoculaban intolerancia, que no hablaban tanto del hombre abstracto y de sus mitos como de la naturaleza misma que nos forma y a la que pertenecemos. Ideas que no eran como las de otros niños que acudían a escuelas coránicas, por ejemplo, ni a las clases de los cristianos asirios. No le concedimos mayor importancia a aquellos movimientos nocturnos de nuestra madre, principalmente porque nuestra mentalidad infantil no podía interpretar el mundo inquietante en que se movían los mayores. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que tras aquellas escapadas suyas había algo más.
(Fotografía de Newsha Tavacolian)
Qué inquietante y misterioso para los niños, el mundo de los adultos. Yo aún conservo esa sensación de la infancia.
ResponderEliminar"Su dulzura superaba todas las pruebas" cuánta carga amorosa encierra esa frase.
Te felicito por este texto.
Un abrazo
Túconmigo. Es que los adultos somos inquietantes, mientras que los niños son inquietos. Claro que a veces los calificativos se invierten y entonces ya no se sabe.
ResponderEliminarNo es una frase baladí la que citas, no creas. He conocido alguna persona así. Gracias por el estímulo de tu comentario. Habrá que seguir.
Un abrazo.
Nos gustaría ahora poder enfrentarnos con ellos y decirles cómo nos sentíamos cuando hacían aquello...cuando se iban y nos dejaban o cuando metían en casa a ciertas personas...los niños y sus sentimientos. Luego, de mayores, hemos sido igualmente incomprensibles para nuestros hijos.
ResponderEliminar¿O la historia se repite, Francisco? No sé, pero mi vida infantil, sobre todo en la ciudad del Norte y en verano, estaba fructífera en misterios y situaciones extrañas. Algunos testimonios he podido obtenerlos ya de mayor y con mayores. Pero estoy seguro que en aquellos tiempos todavía oscuros y plenos de tabúes había mucha vida sinuosamente oculta.
ResponderEliminarSé feliz, hermano.
creo que trataba de dejaros un mundo mejor, tarea nocturna, colectiva entre los que tenían y tienen conciencia,
ResponderEliminarsaludos
Desde luego, en el caso particular que me toca mis padres, sobre todo mi padre, vivieron muchas dificultades. Toda su obsesión cuando mejoraron las cosas fue no volver atrás. Esta historia nuestra...
ResponderEliminarUn abrazo, Omar.