Apenas surge un haz de luz tenue y sus ojos se hieren. Su caída transversal le obliga a mirar para otra parte. El habitante de lo oscuro se ha desprovisto de su máscara. Va hacia el espejo y acomoda su perfil, buscando ratificarse en su acostumbrado asentimiento. Sí, ese soy yo, debes demostrarlo, se dice en tono apagado, escéptico. Se estira la piel, atusa sus cejas, enarca la mirada vagamente perdida aún en uno de sus sueños insensatos de la noche. Se ha abrigado y se coloca un doble arco ciliar. A modo de sombrilla le protege de los destellos que provocan el juego entre dos luces. Pero él mira siempre hacia otro espacio, al único que considera propio. El que se convierte desde el contorno de su piel y de su apariencia en una concavidad oculta a otras miradas. Aquél que es demasiado profundo para que los demás sepan de su existencia. Aquél en el que ha vivido sumergido toda su vida, ajeno a los ruidos y los desaires de fuera. La intimidad abrupta que le ha inmunizado es sagrada. Es cierto que ha trasladado refinamientos a lo más hondo. Allí él piensa. Allí medita. Allí imagina. Allí desea. Cuando se pone la máscara de hombre se siente menos protegido, pero se adecua con facilidad. Ver el mundo desde la oscuridad permite aprender más de lo que los urbanitas creen. Lo primero, a aparentar. A conciliar sonrisas, mostrar gestos afanosos y ofertar actitudes amables. Se estira el pellejo de los pómulos, para que se manifiesten menos rígidos. No puede evitar la curvatura de su nariz, pero al distender sus labios logrará un efecto más aceptable. Es trabajoso este ejercicio de higiene de par de mañana, se dice. Ha untado sus mejillas con una sustancia que disimula sus bolsas, que las hace menos ojerizas. Salir de ti mismo conlleva un esfuerzo agotador, clama con desdén. Gira su cuerpo por partes ante un espejo de proporciones menores. Da unos pasos por la habitación para comprobar que no ha olvidado en las últimas horas la manera de andar. Incluso le sale bien un estilo de exhibición que camelará a las miradas curiosas. Cualquier día de estos prescindiré del ritual, piensa aburrido y laso.
Es muy difícil prescindir de los rituales personales e íntimos. Se incrustan en la personalidad y se convierten en una segunda piel, como las máscaras.
ResponderEliminarPero quién es el guapo que aguanta a pelo, desnudo, sin defensas ni refugios, todo lo que nos depara la vida?
Besos
A veces son una primera piel. Muchos prefieren mostrarse con la mascarada de la apariencia. Se sienten protegidos por ella. En su interior viven un aislamiento. Ellos pueden concebirlo como su manera de vivir.Nadie está desnudo o desarmado ante lo que va llegando anuestras vidas. Quien más o menos renueva su impedimenta y adapta la estrategia. Hay quien no. Hay quien no sabe vivir en compañçia de la luz, y cuando sale al exterior se disfraza de hombre.
ResponderEliminarBeso.
Nos empeñamos en colocarnos tantas máscaras para poder vivir, que olvidamos lo que es VIVIR.
ResponderEliminarSaludos
Sin pesimismos, Aquí. Disfrazarse ante uno mismo y antes los demás es parte de ese vivir, me parece.
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