Mucho antes que la corrupción, o aunque fuera al mismo tiempo, las uvas llegaron a los altares de las iglesias cristianas. Mientras que la corrupción y la arbitrariedad egoísta pringa y descalifica la moral de los bienpensantes del orbe católico, las uvas dignifican los escenarios de sus cultos. Conceden a la decoración de las columnas salomónicas un toque material, de apariencia frágil, pero esencialmente humano. No se trata de la abstracción de los valores mitológicos, encarnada en trinidades, vírgenes, santos y bellezas infantiles celestiales (cuánta pedofilia oculta tras los rostros guapos de los angelitos, sospecho) La vid -uvas y hojas- incorporada en todo su esplendor a la iconografía de los templos nos vincula al humus. A lo básico. A la capa fructífera de la tierra donde toda encarnación y todo crecimiento son posibles. Nos remite al subsuelo, donde raíces, agua y composición de la propia tierra habla de cada uno de nosotros, de lo que vamos a llegar a ser. Nos entrega al aire, esa atmósfera cuya influencia sobre los humanos está en función de los accidentes del terreno, de las estaciones del año, del diálogo que establecemos con él. Nos ubica en la cotidianidad de la lucha por la vida. Ese empeño que es honesto, muy a pesar de la larga tradición clerical de tirios y troyanos (clérigos ad hoc y clérigos civiles) por vivir del cuento y por mediar en la vida de los demás. No oculto mi fascinación por esta inmersión de los elementos paganos, cotidianos y exultantes de la Naturaleza en los retablos recargados del barroquismo español. Santas Uvas, os invoco incluso en el momento de la ira.
Aprobado
Hace 3 minutos
¿Imágenes familiares? Beso.
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