A ciertas horas de la noche, las carnes se abren. El rostro deja de tener el aspecto oculto del agente secreto, aunque le regatea a la oscuridad una expresión turbia. Pero la noche no sabe distinguir conformaciones musculares ni gestos. La noche no mira a los ojos. Lo cubre todo para disculpar las ausencias. Protege el no-ser de los hombres de las miradas de otros hombres. No les cuida ni les priva de las suyas propias. Ahí la noche exige un precio. Los hombres se quedan solos en algún momento. Es lo más parecido formalmente a la muerte. Estén o no estén las viviendas pobladas de otras gentes, llega una hora en que cada uno deja de estar del todo con los otros. Entonces cada individuo se sabe aislado, se degusta en su separación. Los habitantes dejan de ser. No siempre duermen. No siempre sueñan. No siempre meditan. No siempre se evaden. El silencio les retuerce los pensamientos. A veces sufren. A veces no entienden casi nada de sí mismos, por más que intenten poner orden en su cerebro en conflicto. Hay algo de agonía del hombre en cada noche. De ahí sus rostros, que no se pueden ver, pero que a buen seguro manifestarían actitudes, muecas o ademanes que causarían pavor de poder verse. Los colores de las cuitas y también los de las ficciones de la satisfacción palidecen en la negrura de la noche. Es como los materiales de una cueva. De no iluminarla, se les supondría el albor de las calizas o los almagres del hierro que se filtra o las formas que crecen sobre sí mismas. En su medio carente de luz, nada de ello parece existir. En una ocasión tuve que pasar por fuerza mayor casi dos días dentro de una cueva, sin carburo y sin el menor resquicio de luz natural. Apenas me moví por ella. Sólo reteniendo las últimas imágenes del espacio más próximo antes de que el carburo se extinguiera procuré estirarme un poco. Hasta que perdí las referencias mentales y por lo tanto las físicas. Fue el tacto lo que me salvó de la angustia. No todas las rocas tenían el mismo grado de humedad ni resultaban tan frías. Pero llegó un momento en que tocar la piedra o el suelo o mi cuerpo apenas se diferenciaba. Estaba y no estaba allí. Dormí mucho. Soñé para el resto de mis días. Hablé con la masa hercúlea que por encima de mi cabeza me guarecía. Una catedral sin tallar. Y sin embargo, nada me hacía percibir que estuviera cerca de la muerte. También había allí dentro un cielo protector. No se trataba de la noche humana, donde nos devora lo incierto del día después.
(Manuel Boix es el autor del dibujo)
Tu experiencia me recordó un artículo que leí de un espeleólogo que intentó batir un record de permanencia en una cueva, no recuerdo si lo consiguió pero el relato estremecía. Sin ningún tipo de referencia temporal ni lumínica, sólo con su tiempo elástico,sólo con su mente boicoteadora, sólo uno mismo en la oscuridad fuera del tiempo...
ResponderEliminarUf, me viene a la mente la película "Johnny cogíó su fusil" ... eso debe ser el horror.
Dame la noche.
Nada que ver el tema de la película que citas con algo suave como mi experiencia o la del espeleólogo. Los aislamientos, pero con todos los recursos corporales en funcionamiento, son llevaderos, y al final, positivos. Lo de Johnny es un desgarro total. Las guerras son la antítesis de la cultura humana, aunque sean también parte de ella. Lo que siempre me duele es que la humanidad no quiera/no sepa/no pueda detener a tiempo las espirales del horror. ¿Será que ese horror es innato y latente en las formas de vida y en la biología de los humanos?
ResponderEliminarGracias por opinar aquí.
Yo también prefiero la noche.
Una catedral sin tallar. Bella imagen, mira que ocurrirse el término catedrál en primer lugar. Beso.
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