En lugar de huir de la tormenta, tú te refugias en ella. Eso es lo que más me gusta de ti. Que no la temes. Que, aun sabiéndote en riesgo mientras se manifiesta, a su vez te identificas con ella. Y la desafías. Eres cómplice. En tu presuntuosidad te consideras fuerte. O se trata de una huída hacia delante, práctica habitual en tu existencia. Tal vez es un esquema mental a través del cual buscas lazos con la naturaleza. ¿Cuántas veces has soñado que el relámpago te absorbía? Hasta ahora, todas las tormentas te han respetado. Unas veces te pillaban a pleno campo y el aparato no te rozaba; solamente llegabas calado. Otras veces te refugiabas del aguacero bajo tu árbol favorito, sin imaginar que las leyes de la electricidad podrían haberte fulminado allí fácilmente. No eran las tormentas que sobrevenían en plena tarde cálida las que te sobrecogían. Era la alteración de la vida cotidiana lo que te quebraba. El cielo adelantaba la noche; la casa se quedaba sin luz; el transformador absorbía los rayos de forma atronadora. Y el temor elaborado en la familia, transmitiéndote su inquietud, paralizada parte de ella por el oscurantismo de sus mentes. Aprendiste a sobreponerte al miedo saliendo cara a cara a la lluvia torrencial, subiendo a la terraza cuando más tronaba, corriendo hacia los chopos de la orilla del arroyo. Haciendo de tu mirada un observatorio sobre aquellos grandes ofidios de fuego y de velocidad deslumbradora que surcaban el cielo. Te dejabas deslumbrar. Los tuyos te gritaban que te pusieras a cubierto. En ocasiones nadie daba contigo. Algo latía en tu interior que te hacía dialogar con la furia liberada en el espacio. Fue hace mucho. Te queda algo de aquello. Aún hoy, cuando resuena el firmamento y las luces espontáneas se reflejan dentro de tu habitación, te alzas y abres de par en par la ventana. Te descamisas, exhibes tu pecho. Como si quisieras ser tomado por toda la energía flotante. Un pulso ambicioso. Una temeridad. Acaso te niegas a la pérdida de la última inocencia.
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