El animal se diluía ante mis ojos. O acaso era yo quien se iba disolviendo, y mi mirada hacía languidecer los objetos. La configuración de la fiera fue alterándose y cuanto más se modificaba menos me parecía ella y más se metía dentro de mi. Entonces se reveló. La quimera me miró de frente a través de sus dos globos viscosos, y proyectó sus extremidades como un abanico. A cada movimiento de su dispersión me mostraba una escena de alguna de mis vidas anteriores. Pero las imágenes también aparecían corridas, de tal modo que los personajes eran imprecisos. Me levanté y, en medio de las tinieblas del cuarto, traté de comprobar sensorialmente que yo era real. Hice por encontrar los límites de la cama, acariciar el jergón, golpearme con la cómoda, incluso empujar la jofaina y verter al suelo el agua. Pero me resultaba imposible medir las distancias y tuve la sensación de estar moviéndome apenas unos centímetros de mi posición. Necesitaba localizar el espejo. No podía fallar. Dicen que los espejos guardan las imágenes de la última vez que nos vimos reflejados en ellos. Pero tenía que encontrarlo. La noche era extremadamente borradora y en ella los puntos cardinales se extraviaban. Desplazadas las referencias visibles que en otro tiempo tenía mi habitación, intenté echar mano de la memoria. Siempre había sido muy ordenado, incluso excesivamente maniático, y había inspeccionado mil veces la disposición y los márgenes de cada mueble y cada cuadro, la geometría de la alfombra, el tamaño del marco de la ventana y de las jambas de la puerta. Moví la cabeza en todas las direcciones, a ciegas, dejándome llevar por el eje de mi propia columna vertebral y efectuando movimientos inertes en cruz. Invoqué a aquel signo que fuera consecuente y me redimiera. Pero este ejercicio no me proporcionó atisbo de luz alguno. De pronto me pareció vislumbrar un brillo que se adaptaba a una forma cóncava. Me dirigí en su dirección con las manos extendidas. Fuera lo que fuese tendría que encontrar un límite. Avanzaba con precaución, pero la visión no se aproximaba a mi. Era como si no recorriera distancia alguna. Al principio temí golpearme contra la pared, y hasta la idea me resultaba agradecida. Al menos encontraría una arista, un lado de aquel perímetro absolutamente difuso. Agilicé mi cuerpo y me lancé bruscamente. Pero no hallaba nada a mi paso. De pronto temí que, aunque no me topara con objeto ni limitación alguna, el riesgo podría venir de lo que hubiera o no hubiera bajo mis pies. No hay objetos, me dije, no hay o al menos no están cerca los tabiques, me dije, pero ¿y si tampoco los límites están en el suelo? La idea de caer me estremeció más que la de golpearme con algo. Nunca he soportado la imagen de perder pie y adentrarme en el vacío. Los cuerpos se precipitan a una velocidad imparable. Lo había visto en infinidad de películas. Incluso los sueños deparan caídas vertiginosas que desplazan a nuestra mente y nos dejan abandonados a una suerte de espanto que nos atenaza. Mis pasos se volvieron entonces más prudentes. Anduve adelantando las puntas de los dedos de los pies, procurando convertirlos en garras que se sujetaran en caso de necesidad al borde de cualquier grieta imprevista. Concentré en ellos toda mi capacidad mental, tratando de dotarles del máximo de sentidos. Todo podía ser útil: el olfato que detectara un aire, los ojos que adivinaran una leve luz, el oído que atendiera un roce. Nada me daba seguridad. Intenté retroceder para acostarme nuevamente en la cama, pero con el ajetreo no di con ella. Cansancio. La mirada felina permanecía en alguna parte de la habitación, agazapada, como el animal mismo. Me llegaba su miasma cálido. Me dejé caer y mi cuerpo se adaptó absurdamente al suelo. Mis manos no tocaban el piso. Sentí arder el pecho. Fui intuitivo dirigir la mirada hacia él, aun sabiendo que desafiaba la oscuridad. Allí vi refulgir un rostro invertido. Unos ojos brillantes donde me reconocía, aunque no fuera mi imagen. Seguía dudando.
Nuevas publicaciones didácticas
Hace 1 hora
Querido Fackel, vengo a despedirme. Voy a estar callado por un tiempo.
ResponderEliminarHoy he aprendido que nada merece la pena, que hay algunos que rondan siempre para arrancar la belleza a dentelladas.
Resiste
abrazos
Me dejas de piedra. Supongo que tendrás tus motivos. Yo te invitaría a que resistieras. Me duele ese maximalismo tuyo de que "nada merece la pena". ¡A ver si el más optimista aquí voy a ser yo! Tus comentarios han sido diligentes, sabrosos y verdaderos acicates para mi; me han aportado mucho. No puedo creer que te ausentes. En fin...
ResponderEliminarQuienes pretendan arrancar la belleza a dentelladas perderán sus dientes, no lo dudes.
Salud y calma. Que nadie entre en tu interior si tú no quieres.
Un abrazo.
No puede ser verdad que cierres el blog. Nos has dado mucho. Baraja en la balanza si por la presión de unos vas a dejarnos a todos.
ResponderEliminarPero hagas lo que hagas te entenderé. No sirve de mucho decir que hay que seguir combatiendo la maldad del mundo, en sus múltiples rostros.
Cuidarse.