El mosaico exhibe sus teselas uniformes. La silueta las desborda, las recorre, las traspasa. La figura se muestra inacabada. Inmersa en una danza donde la vida se define -inquieta e insegura- desde un único trazo. La raya aparece una vez más como una curvatura continua. Todo está abierto, la representación se comba. No se sabe bien si todo este manierismo nace o si se acrecienta o si se aboca al final.¿Se revuelca en alegría o se retuerce entre alaridos? ¿Huye del horror o persigue la calma? ¿Aleja los fantasmas o se parapeta ante la incertidumbre? Los puntos de entrada y salida del contorno lo convierten en la encarnación propia de un laberinto. El sujeto ocupante y el territorio ocupado se incrustan sobre sí mismos. Dos polos paralelos definen su sentido. No están lejos, no se ignoran, no se desdeñan. Pero se precisan dilatados para que el laberinto sea un escenario y a la vez se desplieguen todas las vivencias posibles. El movimiento, la orientación, los cambios harán de la figura una acepción vital. Un laberinto móvil.
(Foto: Graffiti en la bajada a la estación de Metro de San Bento, en Oporto)
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