Pero la oración no es ya desde hace mucho tiempo su objetivo. Ni siquiera su medio. Ni siquiera su tendencia refleja, aquélla que en su infancia funcionaba como el reloj que respondía a su inseguridad y llegaba en forma de consuelo supersticioso. Hoy a veces es su ira, a veces su enervamiento, a veces su grito, a veces su lágrima que según cae se congela. Se encuentra perplejo por la dimensión de los territorios que sabe que hay dentro de sí mismo y que aún no ha explorado. Se siente admirado y receptivo a las extensiones que desde dentro de él circunvalan su perímetro de fuego. Se siente cansado por la dificultad de comprender a los viajeros que comparten su suelo, por la incapacidad de estos por conocerle a él. Sus raíces le envuelven, pero no acaban de desgastar su efigie risueña. Tal vez la oculten, pero en este encubrimiento su sonrisa no se perderá del todo. ¿Permanecerá sin resignarse, sin ceder, sin rendirse? ¿De qué mineral está labrada su materia aparentemente indisoluble? Tanta liana, tanta cautividad, tanto cerco estrecho, ¿pueden con la talla que lejos de decrecer acaso obligará al medio avasallador a respetarla? Él se descubre así cada amanecer, envuelto en la maraña que los días y los hombres y él mismo tejen en su entorno. Como un Jonás en medio del acontecer se sabe en curso de ser devorado por la selva. Pero puede que el símbolo quiebre. Que tal vez no haya resurrección, que acaso la jungla no le vomite a la playa jamás, que acaso la prueba no le conceda una segunda oportunidad salvífica. Su elemento está destinado a transmutarse en otros elementos. Le acecha la transustanciación definitiva. Se deshará entre la ingratitud, el alejamiento y la defección. La nueva materia de la que forme parte no sabrá ni de memorias ni de olvidos.
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