(Invocaciones XI)
Cuando duda, se ofusca. Una actitud, pero también un elemento defensivo que la mantiene en guardia. Entonces, lo mejor es ponerse a hacer otra cosa. Por ejemplo, asearse. Por ejemplo, mirar el cielo. Por ejemplo, deslizar lentamente el peine por los cabellos, con la excusa de alisarlos. La luz llega tamizada a su cuarto. Abre las ventanas a la mañana, pero también al paisaje. El mar deposita sal y humedad y tibieza sobre sus sábanas. Y le gusta recibir la caricia de la brisa que escribe en espiral sobre su torso. Las palabras del hombre la siguen acechando. Han obrado sobre ella como un frenazo. Ya no le ve. No le quiere escuchar. Necesita la pausa. No sólo de los gestos o de las voces o de los silencios forzados, sino del hombre todo. Si él se brinda a ausentarse, ella vacila. Suena a apuesta. Pero ella lo desea. Desea ese tiempo de alejamiento en el que disponga de espacios urdidos por las propias sugerencias. Sin interferencias, sin deberes, sin dependencias. Podría viajar. Pero hacerlo podría ser interpretado como huída, y eso la debilitaría demasiado. Debe manifestarse con la normalidad de quien controla su propia situación, como si nada hubiera ocurrido. Él es quien se retrae, quien se muestra dispuesto a admitir la deserción, quien teme la quiebra. Se para y suspira. Una respiración larga que parece no finalizar nunca. Por qué darle vueltas, se insinúa. Recibe el calor del día que se va extendiendo diagonalmente, y lo acepta y se deja tomar por la calma. Las púas del peine rasgan con suavidad pero firmemente, la caída oblicua de la cabellera. Se abandona a una ductilidad placentera. Cada movimiento de su mano libera recuerdos hacia atrás. La madre que la acicalaba en la infancia. El padre que jugaba a hacer ricitos sobre su nuca. El chico que se embarullaba con su pelo bajo las densas higueras de la finca. El amante que hundía sus palmas a la par mientras ambos se distraían con las luces crecientes de la ciudad anochecida. El extraño que la poseyó en aquel viaje de tren, mientras entresacaba sus ondas, y del que jamás volvió a saber nada sino en el recuerdo silente del deseo. Él rompió el esquema. Él no ha sabido jamás amar su pelo. Ha sabido sujetarla, la ha elevado, ha navegado entre sus entrañas, pero nunca ha arañado sus sienes. La mujer ya no echa en falta la fantasía codiciosa del hombre. Termina de mirarse en el espejo de la bahía. Se ha puesto una camisa amplia, se ha sentado sobre su pierna izquierda. Teclea sobre la Underwood una de esas historias que la hacen sentirse poderosa. Uno de esos escritos donde no cuenta tanto el afán de un relato secuencial como sus desahogos a contrapelo. En el reposo de una carencia procura expectorar otra mujer que lleva dentro.
(Foto de Vaclav Jiru, checo)
Señor de la antorcha, espero que no le importe que lo haya enlazado en mi blog. Besos ;-)
ResponderEliminarAsí es si así os parece (y a mi me parece bien) Me honras incorporando la antorcha a tu blog (que por cierto, y no quiero ser pesado, no abandones del todo, anda... y eso que entiendo y reconozco tu voluntad) Endevant!
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