Desde hace bastantes años, las autoridades de turno nos tienen acostumbrados al extraño ejercicio funambulista del cambio de hora. Acontece dos veces al año, en una de ellas se adelanta, en la otra se atrasa. Nunca hemos tenido claro el fin. Que si ahorro energético, que si razones de salud, que si motivos de economía turística, que si garantías de seguridad en las ciudades. A mi me ha pillado siempre de farra, por lo que nunca he comprendido muy bien si aportaba o restaba algo a mi desenfrenado ritmo de vida. Tampoco lo he objetado, por lo tanto. Bien, me he dicho siempre, se puede cambiar la hora. Es cosa de decisión de los poderes públicos y de girar las agujas del reloj al unísono. Ya sé que no hay una orden que obligue, hasta ahí podríamos llegar, pero tampoco resultaría muy cómodo, al menos durante seis meses, vivir sin modificar la norma horaria de la muñeca. Y además, al fin y al cabo, todo se reduce a simple técnica. El problema surge cuando uno se pregunta, pero ¿es lo mismo modificar la hora que cambiar el tiempo? A mi me hizo pensar en ello mi ama de llaves, que siempre me espetaba al llegar el día D, cuando yo acostumbraba como un día cualquiera más a salir de cacería nocturna: Señorito, señorito, acuérdese de cambiar el tiempo. Yo, por más que la corregía, no lograba hacerla comprender que no se trataba del tiempo en general. Que no, Ramona, que es sólo cuestión de cifra, que es aritmética simple: o sumas o restas. Pero ella proseguía tenaz: Que esta noche le cambian el tiempo. Y qué lo mismo me daría a mi, si por eso ni iba a madrugar -hacerlo implicaría algo desconocido en mi particular condición: descansar por la noche- ni iba a correr a ver la marcha de mis acciones ni a firmar adquisición de fincas -para vigilar eso ya tenía a mis secretarios-. Entonces, ¿se referiría Ramona a que las condiciones meteorológicas iban a ser adversas? Que no, señorito, que el parte del tiempo lo dan de noche estrellada y con un clima primaveral. Que no me entiende usted. Es que cambian el tiempo. Empezó tanto a preocuparme la insistencia en expresarlo de esta forma que sospeché si no se estaría fraguando algún proceso revolucionario en el país. ¿Iría a producirse, por lo tanto, un cambio de tiempo histórico? Acaso fuera ésa su manera de ponerme sobre aviso -desde su condición de mujer de clase inferior informada de las conspiraciones del populacho- pero agradecida por el trato bondadoso que yo he tenido con ella a lo largo de estos años a mi servicio. Mire usted, señorito, que desde luego que todo está hecho un desastre en el país, que los monos azules acosan y los revanchistas vengadores acechan, pero usted bien sabe que todo está atado y bien atado, y no debe temer nada y, en último caso, yo daría la cara y el pecho por usted, que tan bueno ha sido con esta pobre viuda. Pero no se olvide de cambiar el tiempo. Ah, ya lo captaba. Se trataba de un mensaje subliminal, tal vez. Trataba de darme consejos morales y correctivos como una madre protectora sobre un hijo desamparado. Ella veía cómo yo descendía vertiginosamente por la cuesta de la degradación física y moral, cómo cada vez me granjeaba más enemistades entre maridos y novios despechados, cómo experimentaba con los estimulantes y los onirizantes, cómo traicionaba los sólidos valores religiosos y postergaba las normas de conducta recibidas en el colegio eclesiástico privado donde me motivaron para la vida ordenada y llegar a ser hombre de provecho y ciudadano de bien. No se preocupe, Ramona. Mis convicciones creyentes y políticas están firmemente arraigadas. No hago ostentación de mi práctica religiosa, por aquello de que tu mano izquierda no debe saber lo que la mano derecha procede. Pero contribuyo generosamente a las obras pontificias. Y tampoco por nada del mundo vendería mi primogenitura propietaria, rentista y accionarial a la turba maléfica que pregona el progreso y esa fantasía de que todos somos iguales. Sabe perfectamente que sigo cotizando y votando al partido del orden y de la tradición. Pero Ramona me miraba con aire de dejarme por imposible. Mire, señorito, haga usted lo que le plazca, pero no podrá evitar que le pille el cambio de tiempo. No diga luego que no se lo advertí. No pude entender a tiempo su premonición. Aquella noche, mejor dicho, aquella madrugada avanzada, justo en ese límite en que los ojos de gato de uno ya no ven la oscuridad sino de una manera turbia y en que las primeras luces del alba apenas permiten todavía distinguir paisajes y paisanajes, me despeñé con mi Maseratti, y por culpa de los doscientos treinta por hora, en la curva que llaman del Diablo. Supongo que en ese preciso y puntual instante, ya se habría modificado el cambio horario. Pero, ¿cuál sería el secreto del cambio del tiempo, tal como me anunciaba mi entrañable y sabia ama de llaves?
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