Mientras le oyes irse, piensas atropelladamente. Qué silencio tan lóbrego asalta tu entorno. Una sensación extraña te confunde. ¿Era esto lo que querías? Te has librado de una sombra en tu vida, pero tienes miedo. La soledad era hasta ahora algo que les sucedía a otras. Una palabra, un concepto, pero siempre algo ajeno. Parece romántico, se te ocurre; pero te desgarras. Hace un momento te invadía la rabia. Te creías fuerte en tu cólera, en tu osadía. Ahora te desazonas. Has apostado y no sabes si lo que has obtenido te conviene. Por eso no lloras. Porque las contradicciones te ahogan y contienen la emoción. No sabes cómo interpretarlo. ¿Era ésa la lección que pretendías dar? Te parece hasta chusco. Recuerdas que los chistes sin palabras de los tebeos siempre te resultaban sosos. Y sin embargo te cautivaban. Exigían de ti una interpretación más abierta. Cabían posibilidades, se podía elegir el sentido, concluir la insinuación. Situaciones demasiado obvias o demasiado indefinidas, según. Esto ha sido también un chiste sin palabras y probablemente sin viñeta siquiera. Demasiado cerrado. Estás agitada, pero no vas a llorar ahora. Eso llegará después. El bochorno de la tarde casi se escucha. Demasiado oneroso. No te has movido del baño. Toda la numerosa colección de cremas, los exfoliantes, las mascarillas, los hidratantes, las lacas, los champús, el agua termal, el aloe, el agua de rosas, el tónico revitalizante, el corrector de ojos, los geles, los bronceadores, el maquillaje corrector, el contorno de ojos, el dentífrico, el esmalte de uñas, los desodorantes, las barras de labios, los depilatorios, toda esa caterva amorosa de tus cuidados te contempla desde los estantes, bajo el espejo. Los recorres con la mirada, y por un momento los odias. Y sin embargo, si los has necesitado antes, sabes que ahora con mayor razón. De pronto te sientes castigadora contigo misma: no me voy a cuidar lo más mínimo, piensas. Y te imaginas deambulando por la calle, entrando en el café habitual, quedando con tus amigos, apareciendo por el trabajo, te imaginas desaliñada, descompuesta, abandonada. Tres términos radicales. Tres calificativos que te rompen. Que los demás se enteren de lo que vale una crisis, piensas. Te deleitas perversamente en tales ensoñaciones despectivas. ¿Eso es lo que pretendes? ¿Qué todo el mundo te vea vencida? Y en el fondo sabes que estás vencida, sí. Pero no puedes conceder ni una pista. La procesión por dentro, el espectáculo, es sólo algo entre tú y el clown irritante que te devora. Así que sonríes al espejo, en un guiño al tropel de productos que son tus cómplices de la apariencia. En un acceso de euforia ya estás eligiendo mentalmente el conjunto que te vas a poner luego, y repasas a quién puedes telefonear, qué recorrido vas a hacer, dónde acabarás y con quién tomando unas copas esta noche. Tal vez hasta elijas a alguien al azar y te desquites. Ya lo hiciste una vez, te ofreciste espontánea y descarada, te aceptaron la apuesta y probaste. No te disgustó de momento, pero más tarde te sentiste traicionada por ti misma. El desenlace de esta tarde te ha desbordado. La duda te inmoviliza. No sabes muy bien qué cambia y qué permanece en tu vida, más allá de lo formalmente concluido. Siempre te había parecido despreciable esa opinión tan extendida como desgastada que recomienda, benévola y caritativamente, comenzar una nueva vida. Y luego hay otra más desapacible: la que invita gratuitamente a rehacer la vida. ¿Se trata de lo mismo comenzar y rehacer? Tú no sabes. Empezar, decidir, recomponer, continuar, arrastrar, encerrar, soportar, liberar, resolver, concluir. Infinitivos opuestos pero complementarios. ¿En qué orden se conjugarán sus tiempos?, piensas. Has abierto la ventana del cuarto de aseo, pero una bocanada tórrida te obliga a cerrarla precipitadamente. Has abierto el grifo de la ducha. El agua fría se precipita sobre tu cabeza, sobre tus hombros, sobre tus pechos, y se desliza por todos los contornos del cuerpo. Elevas la cara para recibir la catarata. Cuando te golpea percibes alivio. Inadvertidamente sientes una grieta abriéndose en tu garganta. Te has puesto a llorar con desenfreno, te has agachado, te has sentado encogiendo las piernas en el plato de la ducha, abajo, en el fondo, donde los quejidos se estrangulan, las esperanzas son burladas y la piel se despoja del todo de la memoria.
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