Se ha quedado absorto ante el clavel. Ajado ya, con una lenta agonía, dentro de unos días será solamente un fósil. Lo toma delicadamente, para que no se desmiembren los pétalos. Lo mira con detenimiento. Nunca se le había ocurrido observar con parsimonia un clavel. El tallo, rígido y retorcido, pero esbelto. El cáliz, erguido y bien formado, aupado por unos sépalos que se le antojan cúpulas de una estupa india. La corola, reseca, encogida, se desborda y los pétalos granates se van convirtiendo en carmín y poco a poco en ceniza. Se sorprende por estar pensando con tantas esdrújulas. Lo huele y como si oliera un papel. Le dan ganas de apretar con el puño esa estructura de color, lo único que queda de la flor viva que fue. Se reprime, una flor muerta sigue siendo un objeto con significado. Tiene que destruirse por sí misma. O tal vez ya no es sólo un objeto, sino una memoria encarnada. Ahora, una reliquia. Lo que queda del último ramo que colocó sobre la mesa de trabajo de ella. Una huella. Se la ha llevado al azar al salir precipitadamente de la casa. La flor les vinculaba; demasiados años unidos, los claveles representaban una regeneración continua. Hoy no está tan seguro. Acaso sólo era un símbolo aparente, un lenguaje de contención, una manera de posponer lo irremediable. Se ha parado junto a una pared encalada, antes de buscar la sombra de los árboles frondosos de la plaza que le despejen del asfixiante temple del atardecer. Hace girar este vestigio apagado entre el índice y el pulgar. Juguetea tratando de hacerle cobrar dimensiones. Le gustaba a ella tocar la textura fresca de los claveles recién cortados. Le agradaba flotarse los labios con aquella amalgama tierna y casi húmeda. Corría a por el jarrón de Bohemia, lo llenaba de agua, introducía el ramo, diversificaba la posición da cada flor, se quedaba con la mirada ida admirando la agrupación de fractales, tratando de adivinar su organización, su crecimiento, sus formas. A veces, cuando los amigos o los colaboradores de trabajo habían hecho tertulia en la casa, ella repartía a la salida un clavel. Ponía un beso en el cogollo de cada uno y lo entregaba. Algunos amigos lo besaban a su vez al recibirlo. Esto le encolerizaba a él en ocasiones. Les daba algo de ella, por partida doble. Cómo le viene a la mente el latigazo de los recuerdos. Y qué paradojas. Donde ella veía textura, sensorialidad, deslumbramiento, él ve ahora sólo unos residuos. Como su vida decapitada. Se mira los dedos, las arrugas crecientes del envés de sus manos, las líneas misteriosas que se supone que traducen destinos, que hablan de límites, que avisan de extravíos. Se frota la piel, y le parece ajena. Esas yemas resecas de sus dedos que tanto escribieron con caricias sobre la piel de ella. Advierte la herida en canal. Se queda laso, desasistido. No sabe dónde irá. Se ha sentado en un banco, preso de indolencia. Se le pega la camisa empapada y, como si fuera a darle nueva vida, introduce el clavel marchito en el bolsillo. Los restos del naufragio.
Creo que ya voy cogiendo tu relato por entregas. Bueno, es una forma de escribir como otra cualquiera, propiciada por internet y los desahogos nocturnos. Tengo otros amigos con blog, pero tienden a ser menos sustanciosos. El tuyo tiene más de diario de lo que aparenta. Mantente y persigue la narración, a tu aire. No tienes que presentarlo ni para examen ni para publicar. Un abrazo.
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