No, no se trata de hablar de la Guerra de los Mundos, la vieja película inolvidable de Byron Haskin, donde uno salía del cine apesadumbrado e inquieto pero al fin feliz y seguro porque aquello, decíamos, era sólo cine. Acaso se trata únicamente de la guerra de los conceptos, lo cual es peor y tal vez suficiente para que, acumulando fractalidad tras fractalidad (recordando ese otro Congreso de Matemáticos en Madrid), pueda ser causante de la otra.
Que Plutón ya no es un planeta es un hecho (?) por obra y gracia de la Autorictas Maxima, es decir del o de los correspondientes organismos de astrónomos y de estados patrocinadores que deciden lo que es y no es en la realidad exterior. Entonces va uno y se queda perplejo recordando los cates que cayeron sobre tantas víctimas de la pedagogía y de la enseñanza por no saberse los nombres de todos los planetas. Más no te preguntaban, ni te enseñaban: nunca supimos muy bien la masa, ni la distancia, ni la gravitación de los planetas, pero que no mencionáramos los nueve planetas considerados tales podía ser objeto de suspenso, de humillación o simplemente de risotada de la clase. ¿Y cuántos alumnos se decidieron por lo que no querían dedicarse en el futuro debido a un suspenso basado en semejante minucia?
Lo de minucia se ha decidido ahora, y es de suponer que como este caso habrá miles. No quiero ni pensar en los terrenos de la biología, de la medicina o de la física en general. La primera conclusión que uno saca: los humanos tienen muy arraigado que una decisión suya es un hecho objetivo. La manía persecutoria por clasificar y pontificar en función de la capacidad de visión (y por lo tanto de las herramientas de investigación disponibles) es tan antigua como las primera culturas. Y se entiende, pero repele la pretenciosidad y el tono de axioma con que siempre se ha obrado.
No sé si los científicos tendrán siempre razón o no. Ya vemos que los criterios son modificables, como la condición humana per se. Pero nadie pone en duda que, en la medida en que se se precise el carácter de lo conocido (suele llamarse a esto avance del conocimiento, ejem) la ciencia tendrá fiabilidad. Pero la fiabilidad debe llevar siempre adjunta una virtud de modestia, un sentido de lo relativo y una conciencia de los límites. Si no, volverán a caer más planetas del olimpo de las categorías. Y esto no importa tanto, porque lo ridículo acaba sirviendo para curar los propios males del envanecimiento.
Siempre será mejor una ciencia con errores (uf, lo digo con reticencia pero con esperanza) que una Iglesia con dogmas (aggggg) donde nada se corrige, sino después de muchos siglos donde lo evidente ya no es discutible. La duda es si la utilización maniquea de de la ciencia por parte de corporaciones industriales, estados y comerciantes varios no estará causando a veces inconvenientes y frenos, anteponiendo su ceguera ideológica y sus intereses de negocio al desarrollo y aplicación científicos como tal.
En fin, que la pregunta, ante este rebajamiento de nivel categórico del planeta Plutón, sigue siedo: la comprobación humana, ¿avanza o simplemente cambia de posición? El universo/espacio exterior, amplísimo y apenas descifrado, sigue siendo tal lo diga Agamenón o el porquero.
La comprobación humana se mueve a paso diverso. Nada nuevo. Unas veces con lentitud, otras con apresuramiento. El objeto de discusión son los resultados: lo supuestamente acertado de hoy puede ser lo erróneo de mañana. Y tienes razón en lo que dices sobre la verdad, digo sobre la realidad exterior (o sea, casi todo): que tal es tal más allá de la comprobación humana.
ResponderEliminarTal seguirá siendo tal hasta que el hombre tenga otros instrumentos para verificar que tal no era tan tal;-)
ResponderEliminarBromas a parte. Creo que tienes razón, las cosas son per sé y otra cosa es el nombre que se las quiera poner y eso depende más del punto de vista del que las mira y no de cómo son las cosas en sí mismas.
Equilicuá, Daniela. Y desearía que nuestros árboles maniqueístas (nomenclaturas, clasificación, ubicación, correspondencias...) no nos impidan ver el bosque (la naturaleza en su propio estado)
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