...y él sabe que no puede dejar de hacerlo, mal que bien; que no puede parar ahora, menos ahora, en que no le permiten elegir dentro de la masa oscura del agobio; sabe que acaso no llegue a destino alguno, ni le preocupa excesivamente; sabe que puede que no dé con las mejores manera de expresarse, y que no logre desentrañar los elementos ocultos de los sentimientos y de las aspiraciones de los hombres; porque no es fácil comprender la dinámica, ese entrelazamiento de miradas y voces y miedos y parálisis que suele embargar a los hombres; no es cómodo preguntar sabiendo que no van a obtenerse respuestas directas, porque nadie las tiene, porque las respuestas están en el mineral que hay que seguir trabajando para aprovechar su mena; no sabe estar si no es discurriendo, es decir, jugando una partida en desventaja con las sugerencias y los motivos que bullen en su mente cansada; solo espera que de vez en cuando coja al adversario por sorpresa y le arranque una ficha que le deje continuar; vivir en esa excitación nutriente en que lo que lee y lo que supone se mixtifican le vuelve desordenado; ¿para qué y sobre qué el orden?; ¿qué necesidad tienen desde fuera de exigirle un orden sobre el cual él va a simular acatamiento?; allí no; entre su cerebro y sus dedos hay un hilo de complicidad que dibuja otro territorio; en ese espacio el pulso con el caos pone en cuestión su vigor; pero no tiene que justificarse; ¿y si le pilla la muerte como al poeta en su sitio natural?; ¿hay muerte más hermosa que la de quien reta a la muerte con el ejercicio de la palabra escrita? Dice M P Shiel en La nube púrpura:
“…Era la casa del poeta Machen, cuyo nombre recordé nada más verlo; se había casado con una joven de dieciocho años, muy guapa, indudablemente española, que estaba tendida en la cama, en el dormitorio amplio y luminoso que había a la derecha del pórtico. Junto al pecho izquierdo tenía un niño pequeño, con un chupete en la boca, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente conservados, ella todavía hermosa, la frente blanca bajo dos bandas de pelo negrísimo. El poeta, sin embargo, no había muerto con ellos; estaba en el cuarto de al lado, con una chaqueta suelta, de seda gris, sentado a su mesa…escribiendo un poema. Y, por lo que pude ver, escribiendo como loco, rodeado de cuartillas, a las tres de la mañana, la hora en que, como yo sabía, la nube había cubierto esa punta de Cornualles, y lo había hecho pararse, y dejar reposar la cabeza en la mesa; y a la joven esposa le habría entrado el sueño mientras esperaba que llegara la nube, porque llevaría varias noches sin dormir, y se habría ido a la cama, y él habría prometido seguirla para morir con ella, pero empeñado en terminar su poema, habría seguido escribiendo febrilmente, en una carrera contra la nube, pensando seguramente, sólo un par de estrofas más, hasta que llegó la nube y le hizo apoyar la cabeza encima de la mesa; y no creo haber encontrado nunca algo que hiciera tanto honor a mi raza como ese Machen y su carrera contra la nube: porque ya no hay duda de que los mejores de entre esos hombres llamados poetas no escribían para complacer a las tribus inferiores y oscuras que acaso pudieran leerlos, sino para liberarse de ese fuego divino que ardía en su pecho, y aunque todos los lectores hubiesen muerto, ellos aún habrían seguido escribiendo puesto que, si lo hacían, era para que los leyese Dios.”
Esa es la esencia, amigo Fackel.
ResponderEliminarEstupendo!
ResponderEliminarTanto la reflexión inicial como la cita...
Francesca, así lo percibo yo también. Gracias.
ResponderEliminarNeo, a veces uno tiene necesidad de que otros (Shiel en este caso) hable por uno mismo. Y lo hace mejor, pero sin mi redundancia parecía no quedarme a gusto.
ResponderEliminarExcelente texto. El poeta siempre persigue un fuego. El fuego interior. El fuego de lo divino. El fuego que no se puede atrapar salvo en un poema...
ResponderEliminarAy esos fuegos perseguidos...¿iluminan o queman?
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