Fue en aquel concierto en el que se escucharon varias composiciones de Lully. No sé en qué momento la mujer puso una mano sobre la que tenía más próxima del hombre. Tal vez al sonar los potentes instrumentos de viento. ¿O fue cuando el organista se lanzó a un solo en espiral que sobrecogía los sentidos de los asistentes? Él no se alteró. Como una jugada sobre un tablero de ajedrez. Una pieza se había movido y daba la impresión de que todo permanecía inamovible. Sólo quietud aparente. Los jugadores permanecían en la sombra. El tablero no revelaba las jugadas. Tampoco se percibía con claridad qué piezas quedaban. La imagen reconocida sería: juego abierto.
La mente de ambos se debatía entre dos tiempos. Cuando la música prende como una llamarada todo pensamiento vuela en esos momentos álgidos a algún espacio de felicidad perdida o de deseo inalcanzado. Pueden tratarse de recuerdos lejanos, de significados que nunca emergieron del todo o de extrañas persecuciones sobre habilidades malogradas. Pero aparte de las imágenes, o por encima de las situaciones y personajes que cada individuo traiga al instante, se recrea una imagen superior. Se llama goce. Y es abstracta. La música retoma los espacios mentales de cada ser, se desliza vertiginosa entre los sentidos y los ocupa. A la vez ciega cualquier otro plan. Aborta todo tipo de idea fugaz y obsesiva. Traslada. La frase al uso podría ser: todos se sienten henchidos.
Ella no lo estaba. O no de la misma manera que el público. Los sonidos que arrebataban a los demás no eran suficientes para enajenarla. Por esa razón pudo tener el impulso de rozar la mano del hombre. Abusó del tiempo. Cuanto la última parte del himno estremecía a los aficionados, ella se atrevió a tamborilear con sus dedos sobre el reverso de la mano invadida. No fue algo calculado ni buscado. La expresión se diría de este modo: la mujer fue presa de un frenesí repentino pero templado. O bien: la privó el instinto que la música no saciaba en ella. Al relatarse acontecimientos, incluso los menores o insignificantes, aquellos que nos llegan por terceros, por ejemplo, corren en tropel la estructura de los estereotipos. Pueden ser más cómodos pero no suelen interpretar las sensaciones. El último acorde, sublime, cercenó la intención del hombre de girar la mano buscando la de la mujer. Vibración de un aplauso. Dispersión.
Muchas veces las intenciones son fallidas si no se actúa a tiempo. Y precisamente, ese tiempo es el que vuela en contra nuestra. La falta de sincronía les jugó una mala pasada.
ResponderEliminarA veces llegamos con medio segundo de retraso y ya es irremediablemente tarde.
ResponderEliminar¡Es un goce leerle, señor Fackel!
Todo gesto o movimiento, por muy leve que sea o parezca, está impregnado de frecuencias, de música o al menos nuestra inquietante sensibilidad debería ser capaz de sentir alguna melodía que provenga de la más breve de las caricias. Pero como en toda interrelación, en el choque de ondas siempre de se descartan o incluso desdeñan unas frente a otras con independencia de la potencia con la que nos arrastren pues la atracción más bien depende de las emociones de cada uno.
ResponderEliminarEn este exquisito relato has conseguido que una viva, tímida y delicada melodía se abra como pétalos sobre un fondo de forja. Me recordó a esas florecillas que se asisten a sí mismas para crecer en un rincón del asfalto... me maravilló esta imagen desde siempre y tal vez a partir de ahora cuando las observe también escuche el rumor de unos dedos tintineantes que se desvanecen entre el sonido del tráfico.
Así son las evocaciones que un texto, en este caso el tuyo, pueden llegar a crear.
Gracias por esto.
Un abrazo.
CMG. Las sincronías en un concierto son más difíciles todavía...
ResponderEliminarFreia. Siempre hay segundas posibilidades (o más) Me sacas los colores, Freia.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo, Gabriela, en que son las emociones particulares del individuo las que señalan un camino u otro. La música reúne todas las mañanas y los mediodías y los atardeceres del mundo. En ella y a su través contemplamos rostros, paisajes, placeres, tempestades, mitos, civilizaciones y ruinas. Tal cúmulo de elementos en sí ya emocionantes que cuando estallan en un concierto es como si todo lo hiciera dentro de nosotros. Es en ese momento cuando percibimos el senitdo más profundo, el de la sublimidad. Algo nos embarga y nos posee. Algo nos introduce en lo más íntimo de nosotros y nos expulsa con parejo talante. Nos aproxima al todo y nos reduce a la impotencia placentera. Nos entregamos, se diría. Bendita paradoja para tantos temas de la vida enlos que lo último que debemos hacer es permanecer distantes y ajenos.
ResponderEliminarEstimulan tus palabras también.