Le veo correr todas las mañanas. Cuando me levanto él está ahí. Sube y baja los prados que hay junto a la casa. Va casi desnudo. Da igual la temperatura que haga. A veces se para delante de mi ventana a esperar a que yo aparezca. Cuando descorro la persiana alza los dos brazos con energía, masculla un grito agudo, se da la vuelta y vuelve a pegar saltos. Luego se va. Al oir la campana del monje anacoreta que vive más abajo echa a correr en aquella dirección. Mamá a veces le ofrece té. En ocasiones no cesa de andar por nuestro huerto y a sortear el pozo. Pero mamá se enfada si pisa los tomates y los nabos. Entonces mamá rezonga y le espanta. Le echaría de menos si un día no apareciera. Estoy acostumbrada a verle y creo que casi todos los días quiere decirme algo. Pero siempre se mantiene a distancia. Imparable. Lo suyo es una condena a danzar perpetuamente.
(Fotografía de Eikoh Hosoe)
Gracias.
ResponderEliminarSaludos cordiales.
De nada; para transmitir (nos) estamos.
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