Hoy me apetece tocar el amarillo. El amarillo es un color que no siempre he valorado como se merece. Que no había llegado a proporcionarme gozo. Incluso me había producido cierto rechazo. Tal vez porque me lo pintaron siempre con una nitidez falsa y de cartón piedra. Un color excesivamente brillante, abstraído del medio, casi irreal. Aunque si lo pienso dos veces acaso ocurra lo mismo con los demás colores. Sobre todo con los colores más intensos. Los colores no se deberían enseñar en los libros, sino aprender en la naturaleza o en general en el paisaje. Los colores no existen en estado puro, diferenciados nítida y categóricamente, sino como aproximación. Existen las tinturas y la química, con objeto de que las gráficas editen sus tiradas publicitarias y que las fachadas o las habitaciones de una casa adquieran una definición canónica. Se les llama colores pero no sé si son los colores. Cuando veo los colores en los cuadros de un museo me extasío como quien lo hace ante el milagro de un redescubrimiento. Como si se tratara de una invención o ante una realidad virtual. No niego que hay cuadros que saben dar paso a la luz de tal manera que transforman los objetos y las perspectivas. Entonces no parecen cuadros. Es en la percepción de lo exterior, en los espacios en que los colores se manifiestan dinámicos, inestables y mezclados, cuando percibo su carácter. Son auténticos porque se están haciendo permanentemente. El campo, el oleaje, las luces en las diferentes horas del día, los contrastes de soles y sombras entre callejuelas, la reverberación sobre los caseríos, las auroras y los ocasos, las mieses, las frutas, la piel de los animales. Los colores son impactos. Instantes mutables y mutantes. Sólo entiendo los colores si se transforman en sentidos. Si van más allá de la mirada. Si no se quedan en simples pigmentaciones oculares. Si se huelen, se tocan, se lamen, se escuchan. Siempre me ha resultado incomprensible la rigidez con que se nos ha ofrecido los colores. Por eso no encuentro emocionantes y tampoco cálidos ni los coches ni las vestimentas de los cardenales ni los uniformes militares ni las banderas. No me hacen sentir. En los membrillos me vengo de mi propia frustración con el amarillo. Aquí delante, sin cansarme de mirarlos.
¿Cual será la magia del membrillo?
ResponderEliminarEscribes tan bien... Y me recuerdas cosas... Me recuerdas, por ejemplo, que el amarillo me encanta y me dijeron hace años que ello era debido a mi signo astrológico. O me recuerdas también una anécdota que voy a contar un día en mi blog, cuando vuelva a tratar el pesado tema lingüístico. ¿Sabes cuál es la primera palabra que tengo conciencia de haber aprendido en castellano? Amarillo. En casa hablaba catalán, pero en el cole la monja nos hablaba castellano, que era la única lengua oficial. Imagino que algo de castellano entendería, los niños lo entienden todo. Pero cierto día pinté el sol de color naranja, tenía tres o cuatro años. Me puse en la fila (qué parvularios aquellos, por Dios) y la monja, al mirar mi dibujo, me dijo: Pinta el sol de amarillo. Y yo volví a mi sitio estupefacto. ¿Amarillo? ¿Cuál sería aquel color quilométrico? (Porque en catalán es el escasísimo "groc"). Aquello me proporcionó mi primera duda y mi primer momento de sentirme incomprendido(la monja se enfadó muchísimo, porque yo no daba con el amarillo, creía que me estaba burlando de ella).
ResponderEliminar¿Conoces el poema de las vocales de Baudelaire? ¿No me dirás que la i no es violentamente amarilla?
Fackel: cada día escribes mejor. Eres como Gardel :)
ResponderEliminarA mí me gusta el amarillo, un color que siempre he asociado con mi tierra, poblada de limoneros, donde los frutos impregnan de alegría el azul luminoso del cielo.
ResponderEliminarLos colores influyen, influyen muchísimo. Cada cual tiene los suyos preferidos. Iba a decirte que me gustan el blanco, el negro y el rojo; pero medito y me doy cuenta que, según los momentos, tiendo a uno u otros (en los últimos días, agradezco la tranquilidad que me aporta el azul, por ejemplo).
Un texto magníficamebte escrito.
Un placer leerte siempre, Fackel.
Aparte de la letra, me llega el sabor y el olor del membrillo.
ResponderEliminarSaludos
Saga. No sé. La magia nunca se explicita en su totalidad. Tal vez eso, ese sabor acidillo y esa textura gruesa que desata sentidos y memorias.
ResponderEliminarRamón. Tu anécdota es tan representativa...Y ahora muy divertida, claro, pero lo pasarías mal en su momento. Por cierto, a mi no me enseñaron a llamar amarillo a todo lo que era amarillo. Para cierto símbolo se utilizaba el término gualda. Algunos, en su patetismo, lo siguen haciendo.
ResponderEliminarEl poema de Baudelaire es muy particular. No sé muy bien en qué se basó, supongo en asociaciones muy subjetivas de ideas. Muy rompedor él, sí.
Equilicuá, Isabel. Los objetos trasladan muy bien nuestras preferencias en materia de color, de sonido o de palabras. Tus limoneros te marcaron. Qué suerte. A otros nos acrisolaron más en colores grises y negros. Demasiada España Negra (a lo Gutiérrez Solana) en mi infancia, hermana. Así que algunos tuvimos que hacer un viaje iniciático a los colores de verdad, los alegres. Me ayudó mi madre en su momento y aún no he terminado de indagar en su relación con mis sentidos.
ResponderEliminarRAB, ah, ese Gardel...¿tal vez aquel francouruguayo que cantaba cierto género arrabalero y lo llevó al vinilo? Jaj, no te mosquees. En mi casa las canciones de Gardel sonaban diariamente de bocas directas. Y con un arte maravilloso. Aún me siguen conmoviendo.
ResponderEliminarAquí. He partido esta tarde uno, lo he catado. La acidez y una sensación inhabitual en mi boca me ha llevado muy lejos. Muy atrás.
ResponderEliminarEl amarillo en su mezcla y fusión con los colores ocres es el otoño. Y en medio de la montaña un espectáculo grandiosa, una orgía de sensaciones diversas.
ResponderEliminarPero el amarillo para los mediterráneos es la conjunción entre parte del cielo y el agua que rompe en la tierra.
Aunque estemos en otoño y hoy el día esté gris, me has hecho pensar en un viaje a Nápoles, con sus limoneros reflejados en el azul del mar.
Por cierto, a mí tampoco me seduce el amarillo de la bandera "papal".
Un beso
Fackel:
ResponderEliminarentiendo tan bien lo que dices. Se nos han enseñado los colores como una especie de destilación abstracta, desprendida de su materialidad, su aura y su cercanía. Forma parte de una premeditada estrategia anestesiante que algunos han denunciado pero con poco éxito aún (algo en Benjamin, en Deleuze, o en Maillard, cuando dice que "más fácilmente se conquista un pueblo convenciéndolo con abstracciones que sometiéndolo con las armas" [Adiós a la India]). Por eso urgen, como dicen ellos, invertir el platonismo, dejar de vivir en las ideas y acceder al vértigo del acontecimiento. Y un color es siempre un acontecimiento, no puede ser una abstracción: acontece porque adviene, se mueve y se con-mueve (se mueve con) una textura, una luminosidad, una declinación y traducción propias... No existe el amarillo en un realidad superior, como arquetipo o idea trascendental. Existen amarillos infinitamente vertidos en lienzos, cuerpos, seres, paisajes...
Brillante texto, como siempre.
un abrazo
(sigo esperando tu prometido comentario, je je)
Conoces muy bien los colores del otoño, Ataúlfa. No son tan definidos como los de otras estaciones. Acaso, hasta resultan más variados. En lo agónico está la voz, el perfil, el color y el anticolor.
ResponderEliminarA estas horas, ni me nombres ciertas banderas...no quiero tener pesadillas, jaj.
Espléndidos matices los que ofreces, Stalker. Creo que por ahí van las cosas. Ya es hora de combatir lo abstracto, lo difuso y el reflejo. Hay que retomar los cara a cara, hablar de Hombre a Tierra, de Hombre a Hombre (conceptualmente genérico, ojo), de Especie a Especie.
ResponderEliminarTocar lo existente, lo que acontece y evoluciona, lo que muta y reconvierte. Reconocer lo que es y donde es. Desalojar a los falsos profetas, a los de la ficción, a los que viven de la irrealidad. ¿Ves? Todo va vinculado. La Tierra y los que la poblamos tenemos la armonía alalcande la mano. La complejidad es riqueza. Sólo hay que entenderla y desarrollarla.
Abrazo.