Me dicen que hoy es una noche tradicional. Que en algunos lugares hay hogueras, pólvora, quema de trastos viejos y música. Que hay también símbolos ocultos tras esos gestos abiertos a los que la gente se deja conducir. Y en los que se envuelve con entusiasmo. Donde yo estoy no llega ruido alguno. El calor del día se ha evaporado y el relente toma los espacios interiores incluso. Las estancias vacías se ofrecen mucho más frescas que en las horas de labor. Una puerta golpea por efecto de alguna corriente, pero no me apetece levantarme para cerrarla. Diría mejor que no puedo moverme. Cierta memoria deambula por un breve instante entre mis sesos y me llegan imágenes de una infancia lejana que hablan de hogueras. Mi niñez era insegura pero muy intensa. Absorbía con curiosidad y pasión cuanto se la otorgaba por azar. Aunque sin la publicidad ni la sucesión de hábitos que existen hoy día, bastante recurrentes y menores, ya tenían lugar entonces determinados acontecimientos. La celebración congregaba y agitaba modestamente a las gentes. Se la esperaba con impaciencia y jalonaba los ciclos de los días con mayor solidez. Ha sido un devaneo fugaz. Las imágenes se extravían de nuevo. Donde me encuentro ahora la noche se extiende como otra noche cualquiera. Es un placer, también simbólico, divisar las estrellas, pero yo permanezco aturdido y calmo ante el hogar tradicional, lógicamente hueco. El hogar y yo estamos mudos. Sin embargo, hay una representación del fuego que intenta abrirse paso, tratando de ocupar el vacío de mi pensamiento. Pero no imagino el fuego. Tengo unas rosas delante y las miro. Veo en ellas más que una conformación floreal. No puedo apartar los ojos. La luz es menuda y favorece la mirada. El espacio que nos rodea a las rosas y a mi se borra. Emerge una luz incendiaria, cegadora. Los pétalos se despliegan, giran y brotan incesantes. Es una espiral que crece sobre sí misma. Pero yo no veo pétalos ni veo rosas ni me llega aroma. Oigo, sí, una crepitación. Veo una oscilación de colores. Los matices de una combustión silenciosa. Siento una proximidad. No puedo desviar la atención. Una bocanada de calor lame mi rostro. Adquiere forma física. Una rosa ya no es una rosa. Es una mano que toma posesión de mi nuca y me sujeta firme. Sólo contemplo llamas. Las llamas se extienden y me rodean. Rozan mi pecho, lo sacuden, lo comprimen. El fuego es ya una hoguera. Acaso la que me está designada. Donde debo purificarme o perecer. El aire pega un portazo.
Nuevas publicaciones didácticas
Hace 23 minutos
A mí me gustaban de pequeña (de hecho seguirían gustándome si no se hubieran convertido en esa sucesión de hábitos publicitados despojados de su sentido) esos ritos de paso y en especial el de esta noche. Me ha gustado también esa divagación en torno a una rosa y una hoguera. Algo dijo T.S. Elliot de las rosas quemadas...
ResponderEliminarQue tengas un buen y silencioso, casi mágico, día de San Juan.
"Una rosa ya no es una rosa", no, es un mandala de fuego que te lleva a tu centro para mostrarte lo que deseas.
ResponderEliminarClarividente meditación no intencionada en una noche mágica.
Imagina si le pones una intención sin fisuras...
Un beso
Bel M. Bien por tu opinión. Los ritos siempre son armas de dos filos. Como acaso lo son las rosas. De momento me admiran las rosas vivas, crecientes, fructificantes. O llameantes, como la vívida de la fotografía. Buscaré qué dijo Elliot de las rosas quemadas (supongo que de su libro La tierrra quemada, ¿no?) El simbolismo de la rosa me apasiona.
ResponderEliminarGracias por tu deseo sobre el día.
Rat. Qué clarividente tú. Nada menos que mi centro, dices. Pues mira que lo que más me gusta de los mandalas, como de los laberintos, es lo periféricos que son. Es ese despliegue concéntrico o espiral lo que insinúa y procura la búsqueda. En efecto, das en la clave. "Una rosa no es una rosa". (Principio de Fackel) Se podría añadir: aunque lo parezca.
ResponderEliminarEl fuego, siempre el fuego... Me gusta especialmente el clima que creas: la nada, el silencio, el recuerdo, los límites borrados. Sólo el fuego.
ResponderEliminarEs el gran símbolo de transformación de la humanidad, aunque no el único, ¿verdad, Ramón?
ResponderEliminarLa verdad es que los colores de la rosa que fotografié, y eran las 11 de la mañana, me recordaban las llamas. Y en ese día de la noche...no dudé. Metapercepciones.
Un abrazo.
Si no te conociera bien diría que has vivido una experiencia mística, aunque a tu modo eres una especie de místico de la desolación, del balbuceo y del silencio. Un místico irredimible, demasiado acosado por las hogueras terrenales (y "bendito" gracias a ellas).
ResponderEliminarTe deseo lo que en el poema de Pizarnik, que observes la rosa hasta que te pulverices la mirada, que abdiques del alma y te injertes, vegetal o animal, en otra especie.
Y ya sabes: con las tripas del último papa ahorcaremos al último rey.
(fueron las últimas palabras de Garibaldi)
abrazos
Veo que Eastriver y tú os habéis hecho colegas.
ResponderEliminarMe alegra que la gente de bien vaya fluyendo por cauces paralelos...
salve
Stalker, me fulminas con tus palabaras. ¿Tienes una bola de cristal o conoces lo que corre por mis venas? ¿Es que se nota tanto desde fuera el ser que uno lleva dentro? Tal vez simplemente te aproximas.
ResponderEliminarLo de acosado por las hogueras terrenales, ni lo dudes. ¿Acaso existen otros fuegos? Lo que no puedo entender es que sea "bendito"; yo, ¿una bendición? Si acaso, en su momento y al principio para mi madre, aunque dio margen para verme así, le convenía.
Y la rosa, oh, la rosa, no simple contemplación. principio de vida y de renovación cual pocas. Siempre ofreciéndonos una profundidad más donde adentrarnos, cual hoguera terrenal o cual cántico espiritual.
Sí, debemos sacar las tripas del Papa que llevamos dentro para estrangular con ellas al Rey que llevamos dentro. Sólo a partir de enviar al exilio sin retorno a esas enseñas funestas (habría que añadir al banquero que llevamos dentro) podremos ser nuevos.
Un ejercicio de por vida. Salud y empuje.
Ramón, ya ves que el bueno de Stalker te incluye entre los elegidos, jaj.
ResponderEliminarAy, la gente de bien...¿Sabes, Stalker, la dirección que tenía en mi infancia, y tiene ahora para muchos, ese calificativo sintáctico? Me ponían de modelo a la gente de bien. Los que decían todos los modelos decidían también quiénes eran de bien y quiénes de mal.
Ea, acepto tu sentido, pero me trae recuerdos de tantos disgustos de aquella otra gente de bien sobre mi díscola figura. En fin, ladraron tanto que conseguimos ver que cabalgábamos.
Lo dicho.
Absolutamente kantiano, aunque también tiene ese toque purificador que me recuerda un poco a algunos poemas de Valente.
ResponderEliminarUn abrazo