He aquí una somera descripción del desierto. Cielo y tierra fundiéndose en un plano opaco y mortecino. La materia original, descompuesta por el ataque de los elementos. ¿Qué hubo antes de ella misma? ¿Agua, roca, fronda, gases, fuego? Ahora, en un intento postrero de resistencia aflora la apariencia de unos leves arbustos, como si su debilidad pudiera detener el arrasamiento. Acaso se nutren de la devastación. ¿O son lejanos e impotentes testigos residuales que han permanecido por azar? ¿Se trata de una mera caída accidental, la sombra de una especie distraída por el aire? Debería saber la mano que empuña la pluma que no se puede escribir sobre el aire, porque las letras caen al instante. Sin dar tiempo a que se fragüen. Ni sobre las cenizas, porque las letras se convierten en pavesas. Entonces, ¿de qué pretende escribir la mano que apunta con la pluma hacia la sequedad y el vacío? Los textos, si han existido, han ido desapareciendo. El sol y el viento seco y parado de la calima los han fundido, sin que queden demasiadas huellas entre los bienes de las especies supervivientes. Siempre hay especies supervivientes. Especies aprovechadas. Especies vigilantes al asalto del territorio que las haga crecer. Algunas se alzarán sobre las demás, en el largo transcurso de los silencios y de la violencia repentina de las explosiones. Las especies supervivientes están ocupadas en reconstruirse. Buscan alimento, agua y guarida. Buscan conocimiento, deseo y protección. ¿Qué puede trazar sobre un paisaje borroso la mano que simula que escribe? Busca simular. Erigir una quimera. Inventar un sueño. La representación por sí misma es lo que importa. El texto siempre es una mirada que se retrotrae. Que se justifica, aunque no siempre clarifique. A veces el texto es circular, otras lineal, otra veces extremadamente abierto. ¿No recuerda eso acaso la esencia misma del paisaje? El escribiente escribe sobre la destrucción del paisaje. Esa acumulación de detritus que yace en el fondo de él mismo. Ese muladar de experiencias rotas. Ese sumidero de desencantos. Escribe de las ventoleras que desplazan de la vida antiguas aspiraciones. De la ruina de la generosidad y de la abolición de la calma. De la negación de la carne y de los estragos del amor. De cómo las letras se agotan en recurrencias y monotonías. De cómo las miradas se vuelven turbias y los labios no pronuncian. Una simple y áspera descripción del desierto, digo.
(Fotografía de Ralph Gibson)
¿Sabías que desierto se llama eremos en griego y que de esta palabra deriva eremita?
ResponderEliminarAllí en el desierto buscaban, se buscaban, o se confrontaban con ellos mismos. Lo mismo que nosostros, aunque no nos hace falta la materialización del desierto para vivir su simbolismo.
Un beso
έρημος
ResponderEliminar(aún bullen en mi coco las olvidadas lecciones de Homero...)
buen día