Una mujer mira a través de la ventanilla del tren. Envuelta en su apariencia se abstrae de las miradas y de las conversaciones de los otros viajeros. Viaja sola. Tiene el gesto duro y las facciones sombrías. Su traje de chaqueta negro ratifica su aspecto. Probablemente nadie sepa quién es, pero da la impresión de que quisiera pasar más desapercibida. Aunque no tiene motivos. Es ella la que no quiere reconocerse a sí misma. Sus grandes gafas oscuras la distancian del entorno. Acaso es una excusa para que nada la distraiga ni nadie se aproxime a ella. O prefiere que el reflejo de su imagen le hable de otra mujer. Eso es, necesita identificarse con otra mujer que porta secretamente. Y que se manifiesta cuando se desplaza sin acompañantes. Otra mujer que le libere de la que está cansada. Que le haga romper el tedio. Que le permita tocar posibilidades que hasta el presente no se ha atrevido a desafiar. Mira al paisaje sin verlo. A veces sale de su ensimismamiento y la sucesión de los campos roturados le relaja. Contempla las hileras de abedules que jalonan ciertos desniveles. Pero enseguida se reconcentra, ignorando cuanto le rodea. Ha colocado ajorcas en sus brazos, ha anillado sus dedos, ha adornado los lóbulos de sus orejas. De su cuello pende una cadena fría pero amable, sin colgante alguno. Se sabe protegida por esos fetiches. Le estimulan y cree que le sirven para tratar de ahuyentar sus inquietudes. Su pose parece una representación, pero está cómoda en ella. No fuma apenas, pero necesita mantener un cigarrillo entre los dedos y juguetear con él. Cuando el tren avanza por una trinchera la luz del compartimiento se hace opaca y su figura se proyecta más sobre el cristal. Se mira por inercia, sin interés. Es la mirada hacia adentro la que le llama. Y cuanto más desciende a la profundidad de sus pensamientos ensimismados más regresa hacia atrás. Es un juego. Y si esas visiones se vuelven agudas, se perturba. Pero no quiere volver al pasado. Sospecha que muchas de las claves de su desasosiego permanecen en la trastienda de sus recuerdos. Pero allí ya no le resultan útiles. Porque los recuerdos están poblados de acontecimientos que pudieron ser pero no fueron, de seres cuyos significados quedaron abortados por su indecisión y destrozados por sus miedos. De pronto el tren penetra en un túnel. La luz eléctrica merma, los colores se vuelven amarillentos. Sobre la pantalla donde crece la nitidez de su retrato va llegando la figura de un hombre que ella conoce. Se confirma, se asienta. Mira instintiva y temerosamente a su espalda, pero está sola. Sigue viendo al individuo, le mira a los ojos, se empapa de su efigie, le nombra. El túnel no es largo, y el tren saldrá pronto a la superficie. Ella no. Ha entrado en un túnel más peligroso. Tras el nombre pronunciado ha emergido en ella un deseo reprimido y oculto. Un anhelo que percibe como posibilidad. No todo el pasado está marchito. A partir de ese momento ya no sabe si va o viene. La mujer de negro se desprende por un instante de sí misma, se levanta y se pega al ventanal. Acaricia con las manos la frialdad del vidrio. Lo besa. Acaso sueña. Tal vez ya es otra.
(Fotografía de Nan Goldin)
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