Miro tu espalda. La palpo, la expando. Paso mi mano por ella y aprecio su urdimbre. De qué está hecha, me digo ingenuamente. Tacto sus espacios más cálidos y equilibro los más templados. Calculo sorteando con el giratorio oscilar de mis dedos su medida. Compruebo la dimensión de este pliego albo que se abre ante mis ojos. Pongo las puntas de mis dedos a cabalgar en sentido radial hasta sus márgenes. Aprieto mis pulgares sobre los puntos cardinales de tu lámina de seda. Aprecio sus hondonadas. Aliso con delicadeza los tendones que suben y bajan como olas. Todo tan preciso para disponer la obra. Incluso los movimientos imprevistos hay que tratar de adivinarlos. Sólo los años del artista permiten detectar los seísmos que oculta un cuerpo ajeno. Sólo la sensibilidad más receptiva puede escuchar la otra voz que se estremece desde su desnudez pasiva. Ni el papel de arroz posee la tersura de tu espalda, ni el washi tiene la maleabilidad que tú tienes. Acerco mis labios a tu piel para captar su grado de humedad. Deposito mi aliento a un palmo para sentir la capacidad de absorción de su atmósfera. Paseo por su perímetro el filo vertical de mi mano erguida como si pergeñara un esbozo invisible. Es entonces cuando deslizo los pinceles con firmeza y escribo. Y la caligrafía inicial se divide y se multiplica en letras ilustradas de la vida. Trabajo sobre tu superficie de porcelana con calma pero con seguridad. Me asombra la quietud que tu espalda pulida me brinda. Puedo llenarla de imágenes como las que tú saboreas en el recuerdo. Puedo proceder lentamente a dibujar contornos, y luego llenarlos de estampas en azul turquesa, y también verdosas, anaranjadas, níveas. Puedo rescatar los paisajes de tu infancia, revivir los amores frágiles de tu pubertad, traer rostros de desconocidos a los que reclamas cuando te instigan ferozmente los deseos y te agitan sus compulsiones. Puedo incluso desarrollar escenas del tiempo flotante que habitas. Me pides de pronto que grabe la pintura, que inmortalice el estuco del envés de tu torso. Y es entonces cuando convoco a las venas más superficiales de tu epidermis, y bajo el calor hiriente del fino punzón se convierten en cómplices. Me preguntas qué registro, y yo callo, y me enroco en la prueba. Sólo sé decir
traeré el mejor espejo para que te mires; pero ambos sabemos que la imagen sólo está destinada secretamente a aquellos a quienes tú elijas. Y mientras persisto en la tarea me pregunto ¿qué es lo que de verdad refleja belleza en la escena que represento? ¿Mi mano o lo que emerge desde lo más íntimo de tu cuerpo y se funde con mi ejercicio? Como si me hubieras escuchado te inquietas. Ninguno de los trazos se desviarán, no temas; si lo hacen serán amortiguados por los colores. Ninguna de las líneas se hendirán en tu piel más allá de un punto superficial que se abre y se cierra a la presión. No temas tampoco si algunas leves gotas de tu sangre emanan de improviso; las lameré suavemente y con mi saliva cauterizaré cada sarpullido de oro. Mas los instrumentos de mi arte no suplirán jamás la habilidad de mis dedos ni la tersura de sus yemas ni el filo cortante de sus uñas, y eso lo sabe bien la recóndita energía que preservas y que duda en contenerse.
(Escena de la película Utamaro de Kenji Mizoguchi)
Me encanta esa película. Todo Mizoguchi es un regalo, un tesoro que no merecemos.
ResponderEliminarMe alegro de que me lo confirmes. Así buscaré sobre seguro. Uno desea seguir tanteando la belleza en el cine y en la medida e lo posible cierta plenitud.
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