Créanme. No suelo saltar así porque sí. Cuando salto es porque el obstáculo me lo exige. O porque el objeto que persigo me lo reclama. De por medio un abismo se muestra justo al borde de mis pies. Un vacío al que niego que deba ser ocupado con un cuerpo -mi cuerpo- cuyo efecto de caída, lo sé, sería la nada. Para el vacío la caída de un cuerpo más sería una nimiedad; el vacío está acostumbrado a engullir todos los cuerpos del mundo. En él caben más, siempre más; en su espiral sin fondo se diluyen todos los volúmenes de hombres y de animales. ¿Imaginan la cantidad de cuerpos que a lo largo de la existencia han caído en fosas, mares, lagunas, desfiladeros, concavidades, pozos, abismos, ríos, cañones, simas y quebradas? Podría aseverarse que el vacío, paradójicamente, está lleno de vacíos. Contemplar a distancia el vacío, como un paisaje atractivo y deslumbrante, es una cosa. Percibir oscuras tentaciones cuando sientes que una extraña imantación te atrae hacia el límite en que crees que no podrás detenerte es otra cosa. Cierta experiencia de infancia dinamizó en mi el resorte del instinto de superviviente. Una tarde de estío inquieto y juguetón caí por un barranco que parecía no tener fin; arrastré las piedras puntiagudas de derrubio de la ladera y aterricé entre zarzales y endrinos. En el tiempo que duró la caída sólo sentí sobre mi la levedad de la sorpresa y el desaire a eso que llaman ley de la gravedad. No percibí nada más. Mi piel fue atravesada por infinidad de pinchos y espinos, mi cuerpo se llenó de arañazos, magulladuras y contusiones varias, pero los arbustos salvajes impidieron que acabara en el río de aguas profundas. Mi constitución ósea resistió y no tuve ni conmoción ni rotura. Sólo sentí una extraña vergüenza por mi propio descuido. Me embargó un bienestar por no haberme malogrado, tal vez aquello era un signo de fortuna, y esa conciencia que emergía de lo más hondo de mi hizo que arrancara en carcajadas. El propio e íntimo sentido de supervivencia me sonreía. Y después, a lo largo de los años, cuántas veces ha estado uno de nuevo en ese filo engañoso donde la tierra parece que existe lisa y llana y sin embargo se abre a lo incierto. Vacíos sin forma, sin geología, sin espacios definidos por los montes y los llanos. Vacíos más oscuros, confusos y desconcertantes. Vacíos de los pasos y de las direcciones que uno ha ido tomando, en ocasiones con escasa claridad, a veces a ciegas. Es inevitable sentir todavía la presión que le empuja, el viento que lanza su cuerpo asténico hacia un horizonte desconocido, las desganas que se acumulan sobre su imparable y rebelde búsqueda. Y ahí se le plantea de nuevo un fervor alocado e ilusionado de desafiar esa gravedad que nos fija a este suelo de la normalidad aparente, de la costumbre cansina, de la monotonía ilusa, de la claudicación despersonalizante, de la estabilidad resignada. ¿Cómo es de ancho y profundo el espacio hueco que el hombre trata de salvar? ¿Se mide con la vista, con el cálculo matemático, con la regla del alma, con el deseo, con la ansiedad, con la moral del hábito, con las aspiraciones, con los sueños, con las fantasías? Saltar es un lance, pero también una habilidad, también una decisión, también un ejercicio todopoderoso de voluntad, también un signo de resistencia y regeneración. He ahí entonces el dilema: saltar
sobre el vacío sin que suponga un salto
al vacío. Una simple preposición puede significar la superación de la prueba o el descalabro. ¿Será el impulso la clave del éxito del salto? ¿O el poder de sugestión de lo que se espera al otro lado?
(Michal Hustaty es el fotógrafo de la imagen)
Jope, me gustado un " egg" También tuve en la infancia experiencias semejante. Me la jugaba en el Monte Urgull para conseguir la clavellina de mejor aroma, debía colgarme "del abismo", si caía sabía que me mataría. Desde entonces sentí que a pesar de todo sería afortunada....y con la clavellina en la mano . Mucho más tarde me enteraría que también en la cresta de la supervivencia.
ResponderEliminarGracias, Emejota, ya te has ido atrás, ya...
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