(Indagaciones, VIII)
Es la primera vez que pisa esta playa. Y sin embargo, no le resulta totalmente desconocida. Las olas reparten equitativamente espuma a sus pies. Pero también luz. Los guijarros se van colocando en formación de rosarios inertes en dirección al sol. Los pasos, siempre transversales, como acostumbra la historia humana. ¿Quién dijo que el mar era de agua? El mar es de cantos rodados y de partículas y de seres cuya pequeñez les hace pasar inadvertidos y de viento y también de huellas abducidas por el oleaje. Las que Winckelman va dejando al atravesar aquel espacio húmedo no se pierden ni desaparecen. Simplemente se sumergen. En las profundidades los rastros de los hombres se convierten en almas errantes. Las huellas deambulan, se cruzan unas con otras, relatan historias antiguas, adquieren dimensiones superiores. Los océanos de todos los puntos de la Tierra han tomado el relevo de la memoria de los hombres. Si ésta se ve destinada a la cautividad, el mar la libera, la hace crecer. La mantiene en una viveza que desemboca en recreaciones, a veces en fantasías. De ahí que los océanos estén poblados de destinos irrecuperables, de olvidos, de aventuras no realizadas, no necesariamente fracasadas, porque el fracaso implica una cierta tentativa y lo no realizado apenas pergeña una leve intención. Allí moran acontecimientos no sólo de los solitarios del mar sino también de los cantores de tierra. Por eso los mares expulsan con frecuencia desde su seno muestras enigmáticas, objetos cuyas formas no son ni pecios ni herencias de ahogados, sino nuevas configuraciones horneadas sobre memorias traicionadas. Estos dones del mar desembarcan por azar para ser halladas en las orillas por los seres más puros que transiten por ellas. Sólo estos son capaces de interpretar los hallazgos y de preservar sus mensajes. Winckelman no es uno de ellos, pero es receptivo. Ha madrugado y mira. Se ha acercado hasta el borde mismo de la costa y huele la salinidad que se aposenta en el aire mismo. Observa emocionado y atento el horizonte cuyos destellos de alba, en refracción con la suave acechanza de la marejadilla, le deslumbra. Advierte que contemplar aquel paisaje es algo sinfónico. Según donde mire le sugiere o bien impaciencia o bien armonía. La línea más lejana le parece irreal, un plano incapaz de ser medido por el ojo. Un límite sin fin. Él, que es de tierra adentro, dimensiona con dificultad aquella superficie que no parece masa, pero que es densidad. A corta distancia, el encrespamiento de las olas le sugiere un ejercicio inestable, cuya única explicación radica en su dinámica imparable. Nada que ver con la aparente quietud de las laderas, con el apagamiento de las hondonadas de los valles, con la moderada carnosidad de las colinas de su lugar de origen. Le asombra principalmente la llegada atizada y espumeante del agua a la orilla. El runruneo acompasado de los gemidos roncos que desprende. La melodía del avance y el retroceso en dos pasos diferentes, uno más enérgico, otro más durmiente. Andante y moderato golpean y acarician sus pies. Si aquello es la avanzadilla, no será tan fiero lo de más allá, se le ocurre. Y no obstante, ha escuchado por boca de viajeros y ha leído los relatos de aventuras lo suficiente como para no dudar de que el corazón del mar es generoso y acogedor, pero también pertrechado de una capacidad de reacción temerosa. No sabe por qué le gusta acercarse hasta esta costa. La novedad, tal vez. Una búsqueda oculta, acaso. El ferrocarril comunica y aproxima el pueblo donde debe hacerse cargo de la finca recibida por sorpresa. Donde, de modo subrepticio, ha decidido quedarse. Ha recibido una dádiva del mar, pero ignora el largo recorrido que ésta lleva consigo. Más allá de la citación de un juez, comienza a interpretar que hay algo en su pasado que ahora retorna en forma de propiedad, pero también de rehabilitación de la memoria. Puede que por esa causa persista en él la sensación de que aquellos paisajes no son nuevos del todo. Quiere aprovechar la luz, antes de que la neblina que se desplaza desde las costa opuesta lo empañe todo. Probará acaso a llegarse nuevamente hasta el faro. Esa especie de puerto franco de los espíritus que huyen del mundo.
(Fotografió la playa Niké Moritz)
Fracaso suena una palabra terrible con una dureza extrema. Que algo se malogre no siempre implica un fracaso mientras uno lo haya intentado. Pero aceptar es tan díficil... ¿Por qué no nos enseñaran a eso desde niños?
ResponderEliminarEl fracaso es una tentativa como apunta usted Fackel,y lo no realizado soporta la eterna interrogación de lo que hubiera pasado. Quizá por eso siento cierta admiración por ese tipo de personas, que como Winckelman, deciden emprender una búsqueda valiente dentro y fuera de sí mismos.
Los océanos estén poblados de destinos irrecuperables, de olvidos, de aventuras no realizadas... Usted sí sabe mirar al mar, interpretar los signos y acunar los hallazgos que éste le promete.
Tenga un buen día, más tarde subirá la marea y cuando llegue este momento sepa que,
Huir también es suceder
V.
El mar es como una segunda piel que hemos perdido en algún momento, y a veces olvidado.He ahí el principal fracaso. Cuando volvemos a encontrarnos con ella se avivan todos nuestros recuerdos y todas las fantasías pasadas, presentes y futuras.
ResponderEliminarDí a Winckleman que a esa línea lejana e irreal se puede llegar andando sobre el reflejo de la luna llena en el agua. Un día vamos...
¿Quién dijo que el mar era de agua? Precioso Fackel.
ResponderEliminarDile a Winckelman que siga caminando. Le dejo aquí un fragmento
de Auden del libro ‘El mar y el espejo’,para que se anime;-)
“Los ruiseñores lloran en
los huertos de nuestras madres
y los corazones que hace tiempo destrozamos
hace tiempo que destrozan a otros;
las lágrimas son redondas, el mar es profundo:
échalas por la borda y a dormir”
Buenas noches;-)
Sí, V., fracaso es un término fatal, casi como el término desesperación. Pero no conviene abusar de los términos o bien hay que utilizarlos medidamente, porque las palabras son bumeráns. Es verdad que lo que se malogra hoy puede reponerse en positivo mañana, por lo tanto lo de fracaso mejor no darlo vueltas. Nunca quedará claro y siempre es relativo, es decir, depende de cómo se interpreten las aspiraciones y las posibilidades de cada uno (Por cierto, ardua tarea la de cada cual la de medir y valorar la relación entre lo que puedes y lo que pretendes, sí) Y hablar sobre lo que nos han enseñado o no de niños, en fin...harina de otro costal. Tal vez porque los mayores siempre tendían a manipular la infancia, y ahí ya se sabía el largo poder de la mano de la Santísima Trinidad (Estado + Iglesia + Familia) Por otra parte, de acuerdo con vd. en que lo no realizado siempre nos interroga. ¿Habríamos sido otros, nos hubiera ido mejor, etc. etc.?
ResponderEliminarAh, y de acuerdo: huir es siempre suceso, acontecimiento, devenir...¿incluso hallazgo? Hasta las huídas hacia adelante lo son. En la huída también somos y estamos.
Lagave, tu orientación poética es arriesgada, pero tentadora. El hombre se deja llevar por los reflejos en demasía y a veces no distingue esa línea sky y el agua bajo los pies en la que podemos hundirnos irremisiblemente. Eso de que el mar es nuestra segunda piel me recuerda que los científicos tratan de descubrir los primeros seres precisamente en los piélagos más ancestrales. No vas descaminada.
Gracias, Olvido, por la cita de Auden, que no conocía, preciosísima. ¿Será que en las lágrimas humanas hay tanta posesión de mar? ¿Y si el mar es realmente una nutrición de lágrimas?
Acabaréis haciendo descubrir a Winckelman más de lo que busca, sin saber qué.
Buenas noches marinas.