quisiera dejar de mostrarme afectado; que no me afectasen los acontecimientos; que la afectación se volviera invisible y un rayo de insensibilidad me convirtiera en cenizas; lejos de asimilar la razón pura de cuanto hacen los hombre a mi alrededor (y no me libro de mi parte alícuota) me debato entre entender y no comprender; los matices se hacen grandes o se empequeñecen, se alternan en sus volúmenes y en sus perspectivas; siento su peso, su desagradable galope sobre mi osamenta de animal nómada, extraviado de la manada; auto excluido, aunque no lo suficiente, de ese inmenso corral donde se afirma la domesticidad; en la covacha afectada de mi pensamiento abomino de la mansedumbre; algo o alguien pronuncia dentro de mi la vocación del salvajismo más primitivo; aquello que nos creímos ya superado; aquello que sabía a sustancia pasajera, derrotada con el primer aliento; aquello que siempre temimos y conjuramos; y para evitarlo nos entregamos a las mil y un maneras de integración que siempre acaban invocando igualmente el instinto más primario; quisiera creer que la línea absolutamente oblicua de la larga marcha desde el salvajismo y la intemperie hasta el presente ha merecido la pena; entiendo pero no comprendo; entiendo el esfuerzo, los logros, la capacidad conquistada, pero no comprendo el desaprovechamiento; no comprendo la sentencia de la inferioridad a que se nos sigue sometiendo; las bestias nos precedieron siempre en el reino de la naturaleza; las combatimos para absorber su poder; extrajimos de su materia el arcano de su fiereza; hasta que un día proclamamos a los cuatro vientos: somos las nuevas bestias; hemos cantado a los dioses de la luz cenital; hemos adorado a los seres de las tinieblas; hemos edificado el reino de la fantasía para, como modernas bestias, justificar la mansedumbre; decidme cuantas palabras gustéis, que ya apenas creo en ellas; cantadme mejor nanas, que me endulzan la memoria y el sentido; evitad plegarias, eso sí, pues al muerto, como le pasaba a aquel otro muerto que se desangró en su poesía, le horrorizarán especialmente y se levantará desde su inconsistencia definitiva para escupiros; alguien o algo quiere manifestar compasión, pero no acepto este rasgo de los mansos; no voy a heredar nada y me preocupa poco que dibujen otra imagen de mí
(le he escuchado con la puerta entreabierta; no he querido entrar; le conozco lo suficiente como para saber que no es ningún acceso de demencia; le conozco como para intuir que sabía que yo llegaba y él interpretaba su queja para que yo le oyera; no debo intervenir; debo simular mi presencia y aparentar la ausencia)
(Ilustración de Manuel Boix)
Tomar conciencia de nuestra propia bestialidad nos induce a querer extinguirnos.
ResponderEliminarEn resumidas cuentas que somos una m... de especie, pero demasiado pagada de si misma. De todos modos, nada es para siempre... afortunadamente.
ResponderEliminarMientras dure lo dulce agradecidos y cuando llega lo amargo lo suficientemente fuertes como para esperar. Bss.
Neo. No veo por qué tendría que ser así. ¿No es la violencia y la guerra la muestra de esa bestialidad? Podríamos ser conscientes de ella para no extinguirnos, precisamente. Pero no basta la conciencia si la acción resuelta no camina para no vivir permanentemente en lo primario. La mansedumbre, la integración, el control social, el redil...son formas de aparente cultura tras la que se preserva una violencia latente, la de quienes controlan nuestras vidas y todo tipo de organización y sistema de producción sociales, que precisamente perpetuan los elementos esenciales de esa su seguridad (Estado, policía, ejércitos, armamento, ejes mundiales hegemónicos, etc.)
ResponderEliminarEmejota, no escupas al cielo que ya sabes donde te caerá el lapo. Si convertimos el cabreo (algo que exudoro, te lo reconozco) en caída en picado de la autoestima estamos perdidos.
ResponderEliminarHombre, te admito que tu frase final es positiva, me la apunto para mi acervo de resistencia personal. La repito: "Mientras dure lo dulce agradecidos y cuando llega lo amargo lo suficientemente fuertes como para esperar."
Ahora, ojo, que eso me recuerda a la llamemos filosofía china de aquel adagio que dice: esperar en la puerta de tu casa a que pase el cadáver de tu enemigo por delante. Hmmm, puede que no nos dejen ni sentarnos, ni banzo de entrada, ni casa, ni persona para esperar.
Abrazo.
Interesante reflexión. Por aportar un solo detalle tal vez irreverente, por supuesto con el propio artículo: yo tenía entendido (escuché hace unos años a ciertos amigos...) que los bienaventurados no eran los mansos, sino los gansos...
ResponderEliminarUn gusto leerte y un abrazo.
No me cabe duda; ¿acaso no fue el mismo profeta el que acuñó aquello de que los gansos nos precederían en el reino? Viva la irreverencia.
ResponderEliminarLa reverencia es la que defenestró hace ya mucho tiempo el mundo.
UN abrazo.