La humedad del valle de Tanarai es superior a la de otros valles. Incluso es más fría. Penetrar en él supone pertrecharse para no sentirse herido por cierto aire gélido que se cuela entre las laderas frondosas. Aunque el golfo de Shuriwa no está excesivamente lejos, las estribaciones de la sierra de Kurigawa levantan un muro que aísla y desvía los vientos templados del mar. El viajero desconoce si Tanarai está mucho o poco habitado, y debe pensar en las noches a la intemperie. Pero su fragilidad es de otro signo. Y aparece cuando menos se espera. El caminante, que se crece en medio de las adversidades y de las sorpresas, que decide valerosa y ágilmente sobre bifurcaciones confusas, cielos nublados y transeúntes sospechosos, quiebra no obstante en lo inmediato. En las celadas del corazón. Y se ve debilitado por lo que ha quedado al descubierto de sí mismo. La detención en la posada había deparado lo no previsto. Y lo no previsto adquiría tal magnitud que, ahora, al retomar el camino, me hacía sentir confuso. No podía dejar de pensar en Yoko, y nuestros encuentros no habían carecido de sinceridad y de conquista mutua. Aun llevando a cuestas nuestra particular carga de desprovisión, fuimos capaces de aportarnos cercanía. Y nos habitamos. Respondimos a una agazapada llamada íntima, como si arribáramos a la costa del amor desde un vacío profundo y a través de una naufragio desapacible, y descubriéramos de pronto que nos necesitábamos para salvarnos. La vida y comportamiento habitual de cada uno se había dejado de lado durante unos días. Y tenía lugar entre nosotros tal abandono de memorias, tal carencia de exigencias, tal sensación de apacibilidad que resultaba sorprendente que dos desconocidos pudieran tocar la dicha. Avanzaba yo hacia lo más intrincado del valle, arropado por los recuerdos, anhelando volver a ver a Yoko. Pero, ¿qué destinos no se solapan tras los pasos de cada caminante de la vida? El hombre que se desplaza indefinidamente y lo hace sin rendirse, nunca sabe qué caminos va a tomar, ni si estos siempre tienden por inercia a alejarse del punto de partida, sin vuelta posible, o si se convierten en direcciones circulares que le sitúan de nuevo en el punto inicial. Y es la misma aspereza del suelo que se pisa, los ramajes que arañan las manos, algunos escasos sonidos desconocidos de animales, los que ponen al viajero sobre su propia y decidida misión. No siendo aún mediodía, la oscuridad se iba adueñando del valle, debido a la espesura y al encajonamiento al que sometían las laderas. La senda se mostraba dificultosa para transitar, entorpecida por los arbustos, las lianas que colgaban del monte, las piedras desprendidas. No esperaba tanta humedad y sentí un estremecimiento que no se debía sólo a la baja temperatura. Me invadía cierto desasosiego y un temor que no había percibido desde hacía tiempo. Demasiado inhóspito aquello, demasiado silencioso, demasiado vacío. ¿Podía incluso calificarlo de peligroso? Pero el peligro, ¿cómo se mide? ¿Por la anticipación de los propios miedos? ¿Por las visiones fantasmagóricas que lo circundante puede producir en la mente de los individuos? ¿O era resultado de un acontecimiento que no se controlaba y que aún estaba por manifestarse? Pensé en los comentarios de aquel ilustrado mikado, Nari-Hara.
“Si crees que el peligro te acecha, mira para otro lado. Si crees que también llega por ese lado, mira a tu espalda. Si sientes su frío sobre tu espalda, mira al cielo. Si miras al cielo y te parece que va a derribarse sobre tu cuerpo, mira de frente. Si miras de frente y ves que viene veloz hacia ti, no mires ya para ninguna otra parte. Tal vez te atraviese, pero al menos le habrás visto la mirada.” Silbé. Ni un eco recorrió el corazón de la espesura.
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