Las sombras la han robado el rostro. Así, demediada, se desasosiega. Aún ve una parte de sus facciones. La otra parte va diluyéndose a medida que se pierde la luz. Y con ella los perfiles, la expresión. El cuerpo se extiende en redondeces, cuyos límites nadie sabe dónde llegarán. La actitud hermética de los labios la cierran más. Se ha levantado porque no podía soportar la pesadez de la tarde de calima e inquietud. Las persianas están bajadas y el espejo eclipsa su imagen desconcertada. No reacciona. En la cama la penumbra era mayor. Allí la opacidad se dibujaba absoluta. La proximidad del otro cuerpo la abrumaba. Lo sentía lejano, peor aún, ausente. No hay nada más agobiante que un cuerpo al lado que ignora a tu cuerpo, piensa. El sudor que otras veces ha hecho patinar sus pieles era irritante. La respiración, desapacible. El roce, repulsivo. El olor, desabrido. El silencio, violento. Ha abandonado con gesto de hastío aquella llanura solitaria. Su mutismo es autodefensa, pero también queja, pero también indignación. La casa entera es como un naufragio. Ya no hay estancia, ni pared, ni objeto, ni balconada, que no estén contaminadas por una pasividad que desaloja los significados. Hasta el pasado se muestra en ese instante olvidadizo y turbio. Una erosión veloz transcurre por la casa aquella tarde. Ella no quiere perder del todo su imagen. Se mira fijamente y presiente, mejor, confirma el desencuentro. Quiere rescatar los últimos destellos sobre su pecho, sobre su barbilla, sobre sus cabellos. Se pinta el arco insinuante de la boca en parte para compensar su desaliño, en parte para afirmarse en otra posibilidad que sabe debe sugerirse. Abatida por la disgregación y el cansancio no se mueve. Se admira. Se siente incómoda como jamás se sintió, pero no va a volver a aquella habitación. Todo está ya dicho cuando nada se dice, piensa. Mientras recompone su gesto, baraja posibilidades. Mientras ensaya muecas, planea opciones. Mientras ralentiza su visión en el espejo, imagina que una flecha de arquero parte de su alma y expulsa todas las renuncias y limpia los tiempos muertos. No se respira sino desprecio en aquella tarde de fuego. Ha traspasado a una toalla la humedad de sus poros. Como si quisiera purificar su propio sentido de pasiones frágiles e inútiles. Se ha sentado en una banqueta, ha tomado un espejo de mano y busca su rostro entre cuadrantes juguetones de luz y oscuridad. Ha oído el portazo. Se apoya en la pared, con aire hierático. No va más, dice.
Fackel, me ha gustado mucho esta historia. Si. Todavía escucho ese portazo final.
ResponderEliminarNo sé, Olvido. Escribir es también tentar la suerte. Y los sentidos. Gracias por tu consideración.
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