"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 28 de febrero de 2007

Redención



Mientras el hombre se encierra y ensimisma en su gabinete, ella lee. Él ha convertido la habitación grande en un taller revuelto donde los tarros de pinturas se retuercen en estado bruto y las mezclas pringosas se escurren de los cuencos de barro. Los esbozos a carboncillo se desparraman por las mesas y los apuntes de exterior bailan por la tarima. Ha arrasado la pureza de la estancia, pero vive una fusión con ella. Su espíritu alterna agitación y derrumbamiento entre los trastos. Hay momentos en que se alza para alterar la posición del caballete y escrutar con mirada nerviosa las pinceladas que van quedando en el lienzo. Busca las distancias, efectúa recorridos circulares en torno al cuadro en ciernes, superpone colores. Pero de repente, sucede lo contrario: se queda rígido, permanece confuso, se deja caer y se acurruca renegado entre los muebles acumulados en desorden. La suciedad le toca. Es un territorio prohibido. Más allá de la cámara de la creación, la mujer se evade. Se respira una calma chicha por toda la casa que ella, conocedora del mundo marino, distingue bien. No obstante, no se encuentra tensa. Está acostumbrada y sabe aprovechar el fluir de esa relativa tranquilidad, acabe como acabe. Es una lectora accidental, y últimamente bastante compulsiva. Cuando vivía en la ciudad mundana leía, pero de otra manera. Buscaba las horas nocturnas, los tiempos muertos en sus quehaceres, las esperas en un café, las navegaciones entre las islas del amplio estrecho del mar del Norte. Ahora, en este apartado yermo a donde ha ido a parar tiene todo el día. Al principio, y a pesar del invierno que dificultaba las salidas, dedicaba más horas a la curiosidad y al conocimiento de los alrededores. No es que ahora salga poco, en absoluto, el sol se lo exige y al mostrarse la naturaleza más alegre y variada ella no rechaza el reencuentro, más bien lo persigue. Necesita tanto la fecundidad del paisaje, los brillos de la luz, el encantamiento de las plantas, la agudeza de los olores. Dispone de abundante tiempo. Y se deja llevar. Los días en que el desasosiego interior le apura o la falta de entendimiento con el pintor la desaira, lee más. Es una reacción en la que se afirma y a través de la cual conjura los desencantos. Y esto de vivir en el alejamiento tiene su lado benefactor, piensa. Pero a falta de novedades, bien está retomar antiguas lecturas, se justifica. Lee de pie, o se sienta en un rincón luminoso, o se acerca hasta la ribera del río como si leyera pasajes a las ranas. Se adapta al medio. Una misteriosa combinación de necesidad resistente y de inteligencia placentera la impulsan a llevar con ella casi siempre un libro. Y así, repasa muchos relatos que no han variado, contenidos en esos volúmenes que la acompañan siempre, vaya donde vaya, porque son como una herencia labrada por ella misma. Curiosamente, cada vez que relee una de esas viejas historias la ve nueva. No tanto por el argumento, que no se ha alterado, como por la captación de matices, por la valoración que ella hace de significados. Recuerda el momento en que leyó por vez primera el libro. Quizás cuando acababa de conocer al hombre o cuando pasó una temporada en una provincia de clima menos húmedo para preservarse de ciertas dolencias respiratorias o puede que cuando viajó a una región nórdica con su padre porque éste tenía que cerrar un negocio. Lo que leía le parecía entonces innovador, atractivo y hasta complementario, esa sensación de que era parte de la formación deseable a cierta edad juvenil. Pero había una distancia de espectadora con el texto. Hoy no. Lo que lee ahora le responde, le reconforta, le satisface. Ya no busca por buscar las definiciones o los descubrimientos, sino ratificar lo vivido. Es ella quien añade acción o introduce interpretaciones o desarrolla posibilidades en la novela. Llega un momento en que tiene la sensación de estar reescribiéndola, y entonces se ruboriza por tener esa ocurrencia desmedida. ¿Puede ser ésa la forma de redescubrir los continentes de la vida? ¿Acaso persigue de esta manera la supervivencia? ¿Anhela lograr así cierto tipo de redención? Apenas ha pasado la página del último capítulo, cuando la puerta del gabinete de pintura se abre. Una bocanada cromática se fuga hacia el resto de las habitaciones.

Búsqueda



Han subido hasta una loma. Las palabras, tan huérfanas. Sopla un viento ligeramente cálido. Las miradas, evasivas. El arroyo desciende plácido hacia el valle. Se espían, se escudriñan. Llega hasta sus oídos el suave fragor del agua cuando sortea los pedruscos desprendidos de la ladera. Están atentos a un gesto cualquiera, prestos a la primera concesión. Una bandada de nubes se despliega presurosa. Se ojean. Asombra la aparente fragilidad de los árboles. Hay visiones diagonales, observaciones solapadas. El territorio se dispersa entre colores encendidos. Un simple resoplido de uno pone en guardia al otro. Con el aire llega un tenue aroma a tierra húmeda. Se distancian para evaluar su posición respectiva. La hierba absorbe las sombras de unos cuerpos. Se aproximan para tantearse. La tarde permanece impasible. Ellos, así tan inmóviles. Unos reflejos de fuego se desdoblan en el cielo. De pronto, un giro hacia sí mismos. Habla el trueno. Ellos se contraen. El aguacero irrumpe. Se buscan. No hay refugio. Se prueban.

martes, 27 de febrero de 2007

Vacilación


Lo mejor que la mujer puede hacer cuando le ve inquieto es alejarse. No lo hace por condescendencia, está acostumbrada a sus reclusiones y a sus desdenes. Él aprecia esa actitud que presume respetuosa, pero ella se palpa excesivamente desorientada al asumir su desagrado. Hay algo de expulsión decidida en el gesto. Ha salido de la habitación donde poco a poco se va constituyendo el taller, donde él se crece en el caos de sus intuiciones. Se dirige hacia la puerta, la fuerza del día la atrae. El sol es más cenital ahora. Proyecta el ventanal acristalado sobre el suelo y se admira por lo bien pintado que está. Aquello, piensa, sí que es un lienzo de una sola pieza. El dominio de la luz conformando las formas. Sin una mancha, sin las gotas de los aceites, sin los embadurnes de los pinceles descuidados. Se sorprende por lo que se le ocurre, le espanta la comparación. La mesa de la comida ha quedado a sus espaldas, con los restos en los platos, sin recoger. Como un bodegón lóbrego. Sabe que mientras él trabaja ella no existe. Y después estará muy cansado o demasiado confuso para atenderla. Necesita salir. Si se queda en la casa será como una estatua. Una representación espectral que deambulará por otras estancias nerviosamente. Siempre en función de que él la solicite. Se sentirá ausente de sí misma. No soporta con facilidad ser la presencia frígida que él precisa para levantar su mundo de imágenes quebradizas. No le basta ya seguir sufriendo su papel de musa pasiva, que tanto le entusiasmaba antes. Comprende que no resulta cómodo rozar los tiempos con él. La llamada del sol la requiere, pero ella se resiste. ¿Por qué duda? Se ha sentado sobre la silla más albina de la casa, la que ya estaba cuando ellos llegaron. Se recoge tibia y aturdida por tanto pensamiento intrépido. Le escalofría reflexionar sobre la medida de los últimos años compartidos. Quedan tan lejos los primeros deslumbramientos, tan olvidadas las complicidades estimulantes, tan marchitas las pruebas iniciáticas que parecían consagrarlo todo entre ellos dos. Entre su posición y el ventanal junto a la puerta de salida hay una corriente de luz que ilumina el recorrido. Que unifica las distancias. Sin embargo, desde donde está, se encuentra tentada por el remanso de sombra del pasillo. Desearía cerrar las puertas, cegar los vasos comunicantes de las habitaciones, sentarse en ese rincón apartado. Oler allí la memoria del tiempo irrecuperable. Dejarse desgarrar por los pequeños olvidos que se apostan cada día tras los silencios. Vacila. Ha tomado un libro. Siente entre sus manos un hueco que la arroja fuera de sí misma. Un fogonazo de letras la deslumbra.

lunes, 26 de febrero de 2007

Instalación



El caballete observa. El caballete no es un mero soporte. Ella dice que es un esqueleto. Pero al hombre le parece un ojo. El nivel de su mirada. Un puesto de observación desde el que otear la obra. Una tramoya que va a sostener primero un lienzo virgen. Después, la previsión. Más allá, la escena. Al final, el misterio. El caballete espera. Apenas acaba de ser desembalado, como la mesita alargada, como la sopera de porcelana heredada de la vieja casona hanseática poblada de nieblas y destellos nocturnos. Aún está todo en tránsito. Hoy la luz del día, abierta y generosa, ejerce de maestro de ceremonias. Es un buen momento. Instalar los objetos es fijar una identidad. A veces ésta es efímera, circunstancial. Siempre se pueden cambiar los muebles de posición, trasladarlos a otro cuarto, asentarlos con otra perspectiva. El caballete exige un trato de favor especial. Él dirá que único. Debe haber un diálogo incesante con la luz y con el maestro. El hombre lo ha movido, lo ha colocado en diferentes posiciones. De pronto decide olvidarse de él. Lo deja clavado en medio de la habitación. Lo ha rodeado, ha entrado y salido, ha pasado a la estancia del fondo, incluso se ha escapado al jardín para contemplar desde fuera el efecto de lo diáfano. La travesía de los interiores. Es tan importante para un pintor la mirada de los objetos como la propia. Siempre la búsqueda difícil. Centrar ese punto que le dé comodidad, aunque luego deje de existir. No es la primera vez que lo que ha pintado se le ha logrado por abandonarse al azar y desviarse de una centralidad perdida. Desde que viajó por Italia, el hombre no es tan maniático para distribuir los puntos de trabajo. Los maestros italianos se empapaban de la circularidad de la vida, le comenta a ella. Sus talleres no eran sino el esbozo de lo captado en las calles, en los paisajes, en los aposentos, en los ojos de los mismos personajes que deseaban hacer perdurar. Trasladaban la visión exterior a una cámara íntima donde prolongar lo observado y proyectar su manera de verlo. Que era su manera de vivirlo. El hombre se siente impelido por la arquitectura del sueño. Se ha mostrado inquieto estos últimos días, pero hoy se torna más agitado. Necesita que todo se detenga. Ella teme molestarle y procura no rozarse demasiado con él. El sol es una excusa para parar poco dentro de la casa. El hombre que va a pintar empieza a entregarse al artificio, a la preparación. Se vuelve huraño y recoleto. El traslado incesante, la estación que avanza entre la mudez y el despertar, las visiones que no puede controlar por más tiempo le exigen desenvolverse ya en otra dimensión. Si ni siquiera él permanece, mayor razón para dar carta de naturaleza definitiva al caballete en esta nueva casa. Ha ido hacia un rincón donde los baúles preservan el secreto de los colores. Se pone en marcha el vínculo entre las herramientas y la intención. No importan las horas. No acucian los silencios.

domingo, 25 de febrero de 2007

Añoranza


Allá de donde la mujer viene, también acechan las brumas. Los días sin sol abundan y los vientos descarnan la piel. Pero el silencio no posee tanta gravedad. Los oleajes perfuman la hilera de casas de la costa. El trajín cotidiano de los pesqueros desahucia cualquier parálisis. El movimiento ocasional de los navíos de carga aporta expectación y nombra el mundo que hay más allá de los piélagos. Y la intensidad de ese otro mundo funciona como un vaivén y penetra en los rincones más escondidos. El rumor permanente de las mareas salpica musicalmente la vida de los ciudadanos. Estos, aun recogidos y discretos, se muestran comunicativos. La prudencia no es una cerrazón, sólo una actitud contenida. El mar es una llave poderosa que les ha abierto desde hace siglos el portón de las posibilidades. Esa gente desconoce el hermetismo y la naturaleza de sus quehaceres les ha tornado receptivos. No temen la oscuridad, aunque no puedan evitarla. Los faroles de los barcos, el resplandor de las ventanas de las cantinas, el acompasado giro del faro que cierra el extremo de la dársena, disputan las nieblas del atardecer. La vecindad refuerza la confianza con esas luminarias que se agitan en planos a distintos niveles. La ciudad ha desafiado las tinieblas. La calle existe como algo más que un espacio de tránsito, y las mañanas se nutren de afanes de mercado y las primeras horas de la tarde propician las visitas y las tertulias. La mujer echa en falta esa oriundez extraviada. Echó un pulso con su pasado cuando conoció al pintor. Apostó por acompañarle, allí donde él se reclamara guiado por un objeto de inspiración y de búsquedas, sin saber bien si es amor o curiosidad o admiración por la labor de él lo que la ha traído hasta el interior más aislado del país y del invierno. Según retornan de la aldea con los baúles y las valijas que ya habían llegado, ella no puede quitarse de la cabeza los recuerdos. Presiente que este paisaje la encierra más. Que esta humedad nívea la aísla. Que la borrosidad de las luces la hacen sentirse perdida. Advierte que en su visión han cristalizado las lágrimas de la memoria. Apenas entreabre los ojos. Ha agarrado el brazo de él, clavando desesperadamente las uñas en la manga de la pelliza del hombre, pero sospecha que es una reacción de temor. Él no lo nota. Él cree sentirse respaldado en la aventura.

Exploración


Ha vuelto a nevar. Los días de tímido sol parecen ahora un simple espejismo. Los dos han madrugado. Les espera una marcha complicada al pueblo. Necesitan avituallarse y pasar por la parada de postas a recoger el resto del equipaje. No conocen los alrededores. Y un día con tanta densidad de nieve no propicia el descubrimiento de la zona. De momento se adentran por caminos de arduo trazado, casi ocultos, donde el trineo va dando saltos, mientras a dúo sujetan con firmeza las bridas del animal. La primera visión que les llega es que el paisaje se diluye. La primera sensación que perciben es que agobia más el exterior que la casa. Al menos, y ambos coinciden en ello, ésta, tal como se halla configurada, transmite alivio, serenidad, desahogo. El bosque no. El bosque se vuelca, les comprime. El cielo tan caído, las copas de los árboles trenzándose y la espesura de la nieve les reduce y les alienta sólo hacia la huída. Van pero no disfrutan. Demasiada pesadumbre en un paisaje al que ella, sobre todo, no está acostumbrada. El hombre, sin perder el control del transporte y la orientación de la ruta, intenta evadirse. Por ejemplo, trata de establecer paralelismos con los espacios de la vivienda. En la travesía del bosque también hay contrastes de claroscuros, pero más apagados, o que se imponen más unos a otros. No obstante, la blancura, opina, es más uniforme, más inerte y monótona. Pero la sustracción no rehuye la observación. Sus ojos registran la frondosidad cómplice de los árboles y el misterio de su afinamiento hasta desaparecer los troncos misteriosamente entre la nieve. Su mirada se carga de matices, de variaciones, de iluminaciones, también de obscuridades. Imagina el subsuelo, dibuja en su mente una idea del territorio en otra estación del año. La espera, la desea, pero necesita apropiarse de los grises y las sombras, de la inexistencia de la vegetación, de la desaparición de las referencias, de esta especie de vacío que se les impone. La mujer se encoge según avanzan en dirección a la aldea cercana. Ella no ve de la misma manera el entorno. Viene del mar, allá donde el frío del Norte también la acucia, pero donde los sonidos son más alegres y las luces hacen guiños y el viento huele a salinidad. Aquello, al menos huele a vida, le dice.

sábado, 24 de febrero de 2007

Reconocimiento


Avanza el día, sin ruidos. Fuera de la casa la nieve empieza a deshacerse. Los moradores no se han levantado temprano, pesaba el cansancio motivado por el trasiego de la víspera. Acaban de tomar unas sopas en los tazones de loza rústica. El aguardiente les ha entonado. Han encendido la lumbre y pasan revista a la vivienda. Se admiran de la cantidad de ventanales, de los largos pasillos, de los espacios desahogados que quieren seguir respetando. Pocos planes. En tal cuarto estaría bien una mesa para celebraciones, en el otro el gabinete de trabajo, y en el de más allá, donde el sol no entra de golpe porque da a poniente, podría ir el dormitorio. Lo justo para moverse sin agobios. Las demás habitaciones, que permanezcan austeras y vacías. Eso comentan. Ella colocará una silla balancín para contemplar el arco de las horas a través de una de las vidrieras. Y donde poder aprovechar para leer con comodidad. Él también reclama que su estudio reciba luz desde todos los lados posibles. No quiere tanto ver el paisaje como observar con claridad la obra que va creando. Pondrá el caballete en una zona donde la luz le guíe los trazos, pero no le cree sombras. En otro ángulo irá el torno donde moldeará esbozos de arcilla y seguramente acabará elaborando platos y cuencos que le pedirán los vecinos cuando sepan de sus habilidades. Ya ocurrió antes. Los cuadros que ha traído del alojamiento anterior los ha ido colocando dispersos y amontonados, apoyados en las paredes. Sabe que hará como siempre, cambiarlos de posición, ocultar unos, anteponer otros. Gusta de contemplarlos con una mirada que le acerca y le aleja de su propia creación. A veces los observa con exigencia, otras displicentemente, otras simplemente se deja sugerir. Sucederá como otras veces, pasarán semanas sin echarlos un vistazo, o de pronto se precipitará agitado hacia ellos porque alguna duda, algún temor, alguna ocurrencia, alguna manía le estarán pidiendo a gritos que descifre una clave que le inquieta y no resuelve. Ella se ha echado por encima un chal de lana y ha salido al jardín donde, bajo la nieve que se disuelve, asoman briznas de hierba y tímidas plantas. Él pasea por los corredores, deja abiertas las puertas de par en par, calcula las medidas de la superficie con sus grandes zancadas. Se disgusta con las tonalidades embreadas del entarimado, aunque el contraste con el albor que conecta unas estancias con otras le deja perplejo. Tiene claro que observar y comparar son las herramientas elementales de su trabajo. Luego vendrá la mezcla de los colores, la combinación de sombras y luces, la valoración de los volúmenes, la ubicación de los objetos, la consideración del vacío. No deja de dar vueltas por la casa, asombrado y absorto. Tan ensimismado está que no ha oído que la mujer le llama. Desde el ángulo donde permanece impasible advierte un campo de visión nuevo. Las puertas le parecen fichas de dominó dispuestas a moverse entre sus pinceles.

Entrada




La luz va entrando débil y lenta. Se diría que imperceptiblemente. Su frialdad se compensa con la intensidad que adquiere. Los habitantes de la casa aún no lo han advertido. Apenas la han ocupado y las paredes se resisten a ser abandonadas por la soledad. Demasiados meses acostumbrada a silencios y ausencias. El polvo ha transitado discretamente, pero ha tapizado sus rincones. Los rayos del sol, que han deambulado a su capricho por la cámara, han llenado de dibujos y pátinas las maderas, los dinteles, los pavimentos. Dentro de poco esta habitación será reformada y otra apariencia tomará el relevo. Acaso ciertos estantes, algunas mesas de distinto tamaño, tal vez dos butacones, unas sillas, cuadros que reconforten el ambiente frío con la memoria de otros lugares. O puede que tampoco sea así. Los habitantes advenedizos no tienen prisa. Suponen que tienen por delante una vida pausada. Han llegado hasta aquí para llevar una vida sosegada. No se urgen. Nunca comulgaron demasiado con muebles convencionales. No gustan de maltratar los espacios. Hasta ahora han vivido observando. No quieren que los objetos ni las visitas les desplacen a ellos. No se atreven a delegar en exceso en los bienes de uso, de los que intuyen que envejecen en paralelo a ellos mismos. Y los habitantes no quieren envejecer. Sólo dimensionar y ampliar el espacio interior de sí mismos. La claridad diagonal del cuarto aún no la han descubierto. En cualquier momento van a despertarse. El día les brindará su inmensa apoteosis.

viernes, 23 de febrero de 2007

Carta al blogger Abdel Karim Suleiman


Nunca leerás esta breve carta anónima, pero es de lo poco que puedo hacer. Te tocó, chico, te tocó. Con internet no se juega, si no conviene a los intereses de tu religión ni a los del Estado ni a los de tus multinacionales. En tu caso parece ser que haber criticado como blogger posiciones de tu propia iglesia islámica que juzgabas dignas de criticar y haberte metido dialécticamente con el presidente de tu nación son suficiente motivo para que la ley te golpee. No te va a consolar saber como sabrás que hay más disidentes como tú que ejercitan la libertad en la red y que son perseguidos con la ley en la mano o impedidos de acceder a ella por el control técnico ejercido por las autoridades. Y que otro tanto y seguramente más sucede en China, en Irán y en tantas partes donde esa pequeña esencia llamada Libertad es tan preciada como escasa y abominada por los energúmenos que mandan y por las castas religiosas y políticas que los azuzan. Mientras los poderes actuales no incluyan en la lista de bienes y recursos, de los que tanto hablan que tratan de conseguir para la población, el reconocimiento de la capacidad expresiva de cada individuo, no hay nada que hacer. Pero esto es algo que no conviene. La democracia cada vez conviene menos, no sólo a los países emergentes, sino que mucho me temo que cada vez disgusta más a los Estados occidentales donde la Libertad, con sus más y sus menos, es un lujo que incordia y limita, no sé hasta qué punto, a los intereses a toda banda que fluyen a costa de la ciudadanía. No voy a terminar esta carta con una de esas inconveniencias ridículas tan en boga hoy día como que “Abdel Karim Suleiman somos todos”, porque no es verdad. Una cosa es que yo te sienta y me afecte sentimentalmente la represión de que eres objeto. Una cosa es que me de una rabia intensa que sucedan cosas como ésta en un planeta que no debe ser la finca privada de nadie. Una cosa es que me avergüence de lo poco que Occidente ha contribuido de verdad a la libertad en el mundo. Una cosa es que el caciquismo imperante en vuestras sociedades os sujete hasta extremos insultantes y las leyes internacionales no lleguen a impedirlo. Pero la represión la sufres tú en estos momentos y muchos como tú, y que yo, ciudadano de un Estado y de una sociedad con reconocimientos en derechos humanos, te soltara una frasecita así sonaría a escarnio. Sólo te pido que aguantes y que hagas vida interior. La Libertad se preserva en la conciencia mientras no se puede exteriorizar. No sabrías hasta qué punto hay gente en nuestros países libres que despilfarran un bien tan maravilloso. Mis ánimos para todos aquellos que como tú luchan por hacer valer su voz como bloggers, en los periódicos o en las esquinas. Algún día, también la técnica será nuestra y la llenaremos de alma.




viernes, 16 de febrero de 2007

El eclipse


De vez en cuando recalo en Kavafis. Al alejandrino hay que leerlo y recitarlo dispersamente. Y siempre, tras alguna escala en la travesía. En Kavafis hay nostalgia, pero también sedimentación. Y sus evocaciones suenan a certezas. Ese estado difícil que nunca se suele hallar salvo cuando ya casi nada es posible. Entonces un paseo por alguno de sus poemas adquiere un tono de fusión. Pero también de desnudez, la necesidad de reconsiderar las vivencias como hijas del azar. Esa tarde el eclipse nos había sorprendido bañándonos entre las rocas de la pequeña isla que miraba hacia Anatolia. Todo quedaba lejos: los territorios de origen, los quehaceres, las separaciones anteriores, los proyectos inmediatos, los olvidos. Lo admirable de las travesías que se prolongan es que te hacen creer que no vas a volver jamás a tu condición anterior. No es que te preocupe que el recorrido vaya a tener fin; eso te lo esperas. Sino que confías al menos en que todo lo que has navegado no implique obligatoriamente el retorno. Al menos, no con todas sus consecuencias. El eclipse de aquella jornada abrasadora fue un presentimiento. Queríamos y no debíamos mirar el cubrimiento del sol. Queríamos y no lográbamos alargar los días que se revolvían contra nosotros mismos. Los dos podíamos vivir en el vacío y amarnos en su plenitud, pero nunca obscureciéndonos el uno al otro. Nuestros ojos se apartaron de aquel fenómeno cenital y buscamos refugio bajo una concavidad donde las olas cubrían de espuma nuestros pies. Ella abrió el pequeño tomo de poemas de Kavafis y traduciendo del griego lo dejó muy claro:

La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas
en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba.

Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié
los goces y los amores rutinarios.

A la mañana siguiente, tras una noche donde nos consumimos con furor pero sin esperanzas, yo la abandoné.



(Tsantakis guardó una foto de ella, que me envió años más tarde)

jueves, 15 de febrero de 2007

Una máscara lleva a otra máscara...



¿Por qué querrá la chica de hermosos ojos negros ponerse la máscara de chico? ¿Cómo trasgresión, como curiosidad, como ejercicio? He ahí para qué sirve una máscara: para ser otro. Para creerse ser otro. Para intentar comprobar la distancia. Para salir de sí mismo, sin salir del todo. Para representarse en un papel ajeno e imaginar. Sin embargo, ¿cuál es la verdadera máscara en esta imagen? ¿La de cartón que sujeta ligeramente con las manos? ¿O la que exhibe con aparente gravedad ausente, desde su cabellera despeinada y sus espejas cejas de carboncillo? Probablemente es la cámara la que le presta la función. La que entra en liza y multiplica el resultado. La niña se altera, es decir, deja de ser ella misma. ¿Se está poniendo la máscara o se la está quitando? ¿O se trata simplemente de un tiento y un disimulo? Anteriormente habría ensayado ante un espejo o ante el regocijo de otros niños. Ante el espejo se autoafirmó: la necesidad de contemplarse y dudar ante el propio reflejo. Ante los espectadores, se consolidó: la necesidad de los testigos. Ante la cámara fotográfica se consagró: la necesidad de la evasión. Es fácil concluir que el recurso a la máscara entre los niños es un juego. Pero el juego siempre es una excusa y también una llave que abre las puertas más selladas e ilumina los rincones más obscuros. Luego, ¿no es el juego una iniciación, una prueba, un desafío? Llevándolo a otro terreno, hay quien opina que la máscara proviene de los tiempos de infancia de la humanidad. Cuando las magias primitivas potenciaban un mundo simbólico y protector. Pero, ¿es que la humanidad ha tenido infancia? ¿A qué viene esa acepción dudosa sobre los orígenes de la especie y de la lucha por la vida más esforzada y en las condiciones más arduas? La falsa moral de nuestra época ¿pretende acaso que los tiempos actuales son un tesoro de madurez, cuando cada día tenemos mil y un ejemplos de insensatez, de brutalidad, de destrucción, de riesgos? Una máscara lleva a otra máscara lleva a otra máscara...O tal vez hayan fallado todas las máscaras. Y los humanos no sepan ya ni conjurar, ni exorcizar, ni purificar. ¿Y la Razón? ¿Habrá quedado como máscara obsoleta? ¿O puede seguir siendo todavía la carta que rompa la baraja?

miércoles, 14 de febrero de 2007

Concerti grossi




A. CONCERTO GROSSO

Ha puesto un disco con los Concerti grossi de Corelli y escucha. Cualquier otra actividad que en ese momento pretenda ejercitar en paralelo es dejada de lado. Nunca ha entendido muy bien eso de leer o de escribir o de limpiar o de mirar el mar con música de fondo, pero con Corelli menos. Él es un hombre de concentración absoluta y única: o hace una cosa o hace otra; y sí, sabe que hay acompañamientos, respaldos, fondos, ambientes, pero no es lo mismo. Corelli le exige. No porque implique dificultad, sino porque primero le despoja y luego le arrebata. Le exige su entrega, su concesión, su desvío. Corelli le obliga a desviarse de la contundencia y de la centralidad de sus búsquedas. Debe alejarse de la exploración del lenguaje, renunciar a la indagación, traicionar la seguridad de los conceptos, ignorar las presencias. Él ignora hasta su propia presencia, porque los grossi le regatean la conciencia y le empujan hacia las tentaciones de la melancolía. Es demasiado mayor para ignorar los peligros de la nostalgia. Se siente ya demasiado curtido para desconocer los riesgos de recrearse en lo inexistente. Sin embargo no tiene suficiente fuerza para impedir la acometida despiadada de los pensamientos sin retorno. La memoria le presta momentos de lucidez, pero también de flaqueza. Cuando intuye que un olor o una mirada o una fotografía o un sonido o un encuentro va a levantar alguno de los paisajes de su pasado, vibra y se relaja, pero a continuación, salpicado por un instinto superviviente, hace oscilar su cuerpo para reafirmarse. Sabe que con Corelli le sucede con frecuencia. Le cuesta ponerse a oír al barroco. Hay un precio que pagar ante los grossi, y a veces lo paga. La moneda de la melancolía es tan impura como cualquier otra. También con ella efectúa un intercambio. Se arriesga al desfallecimiento, pero se apodera de otra estética. Sabe que la estética de la emoción no es siempre la conciencia de la ausencia. Y que de alguna manera le libera, aunque sea del instinto de perecer antes de tiempo. De resistir los embates de la soledad justiciera. Entonces, si lo sabe, ¿por qué se siente debilitado y advierte que una presión le embiste y le levanta el pecho? Se pregunta acuciado si la estética existe o no en sí misma. ¿Qué movimiento de su vida se alza de entre los tiempos marchitos y las realizaciones muertas para reencarnarse en angustia? Prendido entre la música y el recuerdo del tiempo, el hombre mayor desearía rebelarse. Pretende, en sus ensoñaciones febriles, ser capaz de nuevas tentativas y renovados devaneos. Pero, ¿quién atenderá sus solicitudes, quién le escuchará, quién aceptará sus menguados esfuerzos sino el rumor de la alameda cada vez más angosta que le cerca?





B. HABLA VERGÍLIO FERREIRA


"...Porque, ¿para qué revolver en el espíritu lo que en él se ha agotado? En el propio interés de quien fue el descubridor, lo que importa no es repetir sino ir más allá. Su creador ha quedado realmente desposeído de aquello que ha transmitido. Es de los demás, ha entrado en su circuito, y si tiene un dueño, es como la marca de un objeto que se ha comprado. Un coche. Una lavadora. Incluso un sistema de ideas que haya caído en el anonimato de una conversación de café o en un artículo de periódico. También por eso la vejez es solitaria. Incluso la de aquel que ha cumplido plenamente una vida. ¿Qué puede significar para él lo que ya no es suyo? Ser viejo es ir perdiendo las cosas distraídamente. Ser viejo es ir siendo poco. Y repetir tiene su límite, que al otro lado ya tiene otro nombre. Monomanía. O locura, en los casos más extremos."


(Vergílio Ferreira, Pensar)




(La fotografía de la arboleda es de Roman Loranc; grabado representando al compositor italiano Arcangelo Corelli; manuscrito de una sinfonía de Corelli)

martes, 13 de febrero de 2007

El raíl




¿Recuerdas las vibraciones cuando caminábamos sobre la vía del tren? Siempre decías que tus pies oían. Y al cabo de un rato, el viento traía un pitido bronco y alargado que nos ponía en guardia. Tu ejercicio de equilibrista siembre me fascinó. El raíl ardía bajo el sol intensísimo de agosto, y tú eras capaz de mantenerte firme y avanzar un pie sobre otro pie. El secreto está en no pensar que caminas sobre el hierro, decías. O en imaginar que es el camino al infierno, pero no quieres quedarte en él. Y ante la cara de duda que yo debía poner esgrimías otro argumento tan inverosímil como el anterior. O también que caminas sobre un puente muy inestable y estrecho y bajo los pies se abre un precipicio y no puedes dejarte engullir por el vacío. Tus argumentos eran tan sugerentes como oníricos y, además, lo expresabas con tanta convicción que se suponía que debían animarme. Yo lo intentaba, de verdad, siempre quise caminar sobre el raíl, como tú. Hacía lo posible por visualizar los espantosos tormentos de la condenación eterna y advertir la profundidad del abismo, porque eso de sentirme engullida por la nada, como tú decías, me impresionaba mucho, y hasta por un momento conseguía ignorar el acero quemante imaginando que era el piso de madera de tu casa. Pero mis pies eran un cáliz de sensaciones, y en cuanto trataba de enderezarme me veía en caída vertical sobre la vida y la muerte, y daba un salto liberador. Mi chillido te hacía entonces reír exageradamente, y tú me llamabas niñata timorata. Lo decías así, haciendo resonar las sílabas, y te refocilabas en la sonoridad de una cadencia que a ti te parecía salida del italiano. ¿Y qué sabías tú del italiano? Que es una lengua de cantores, me explicabas algunas tardes, mientras traicionábamos la siesta en la que se evaporaba toda la familia. Una lengua que se perfumó con las primeras especias traídas del lejano Oriente, y que se labró en las gargantas como se tallaron las grandes obras de los maestros que copiaron el Laocoonte. Y decías esto como podrías haberte inventado cualquier otra historia, pero a mi me deslumbraba. Extraías de unos sobres grandes unos discos de pasta dura y conectabas el gramófono y la atmósfera de la biblioteca de tu tío se llenaba de furtivas lacrimas y fígaros barberos y trovatores infelices. Te mostrabas tan turbulento y original en la teatral audición de música como arriesgado al recorrer el trazado ferroviario. Mandabas callar a un auditorio invisible, tomabas un palillo del desvencijado tambor de la cofradía del abuelo, y lo elevabas hasta arrancar los primeros aspergios de un Verdi conmovedor. No dudabas en revolverte los cabellos, para pasar a ejercitar movimientos convulsos sobre los andante, aplanar las manos ante los moderato, o mover las olas con los adagio. Yo hubiera querido dirigir en ese momento la orquesta de sombras como hubiera querido hacer de equilibrista sobre los raíles. Pero estaba pendiente de ti. Sólo tenía entrañas para ti. Mi serenidad era circunspecta y sólo aparente, porque la música y tu pasión y tu vitalidad arañaban mi calma. ¿Serías en todo así?, me peguntaba insistentemente. Aquella enorme habitación plagada de libros polvorientos y enigmáticos se convertía poco a poco en un escenario lujoso de la Scala, donde tú eras el artista perturbador y yo la dama burguesa que se dejaba arrebatar. ¿Por qué te seguí por los caminos de la ópera? ¿Por la misma y oscura atracción por la que íbamos al encuentro de los convoyes del atardecer? Todo en aquel verano fue un preámbulo, una aventura, un juego. Pero sobre todo un arrebato. Y yo perecí.

(La foto de arriba es del español Morgan Kriss; la de abajo del ruso Vuda)

lunes, 12 de febrero de 2007

Los hombre grises



No son alienígenas, ni zombis, ni aparecidos, aunque recuerden a las almas en pena. Son los hombres grises. Viven entre nosotros, disimulan y hasta se muestran hábiles. Si se les tuviera que definir para saber a qué tribu pertenecen resultaría difícil. Y sin embargo, están al otro lado del tabique de nuestras viviendas, se sujetan a la misma barra del autobús, te cruzas con ellos en el taller, juegan la partida, se acercan al supermercado o se les ve entrando a los estadios. Obviamente, se levantan también por las mañanas, no todos; se ponen en movimiento con displicencia, se conducen formalmente como el común, acatan las leyes, o al menos eso aparentan, y ponen permanentemente cara de circunstancias. Les gusta comportarse como si estuvieran al tanto de todo, aunque no dicen nada. Visten discretamente, se desplazan con atonía, algunos se muestran con desenfado e incluso hasta canturrean y silban como si se mantuvieran en permanente relajación. Gustan así mismo de quererse enterar de todo lo habido y por haber, buceando siempre en chismes y dimes y diretes. Hacen preguntas simples para obtener respuestas simples. La opinión les espanta, la complejidad de los hechos les ahuyenta, la indagación les perturba. Se conducen con aquiescencia y dan el parabién con simpatía, e incluso algunos de ellos ofrecen un don de gentes que la primera vez que te los encuentras te parecen encantadores. Luego son monótonos, recurrentes y escasamente imaginativos. Aunque adquieren el prototipo de hombre o de mujer, en realidad no está claro si tienen sexo. Demasiado clónicos para revelar un signo tan excelso de vida. El tufo de aparente felicidad que exhiben casi da el pego, pero no resulta convincente. Podría afirmarse de ellos, eso sí, que están absolutamente integrados. Si por integración se entiende decir amén a todo, tragar lo que les echen, entregar la primogenitura por cualquier plato de lentejas, aunque estén podridas. Para ellos, la existencia es dejarse llevar. Son maleables, impermeables y opacos. Son del mismo material del que se revisten. No se mueven ni por ideas ni por ilusiones ni por proyectos. Nunca se sabe si avanzan o retroceden, pero ocupan el espacio, y los oportunistas, los negociantes y los vendedores de la feria política se sirven de ellos para justificar con ese espacio ocupado sus ansias. Algunos son funcionarios, pero la mayoría de ellos hubiera querido serlo. Les obsesiona la inseguridad, les confunde la diferencia, les bloquea la libre expresión ajena, les despista la espontaneidad, les desborda la información plural, les inhabilitan sus propias acechanzas. Fuertes en grupo y pusilánimes en soledad, esta especie se refugia en una sonrisa agabardinada hasta la consumación de los siglos.

(Esculturas de Juan Muñoz)

domingo, 11 de febrero de 2007

Abandono



Te abandonas, buscas el silencio a tu alrededor, extiendes el cuerpo, te echas los cabellos hacia atrás con las dos manos, marcando surcos con los dedos, en una especie de pretensión simbólica por librarte de los pensamientos rebeldes, invocas la serenidad, te apremia la quietud, dejas que las sábanas se reencuentren con tu calor, respiras profundamente saboreando el oxígeno y lo agradece tu plexo, masajeas tu barba lenta pero repetidamente advirtiendo su firmeza, esa barba sorpresiva a la que recuerdas en una oriundez extraordinariamente pelirroja, ya traicionada, echas un último vistazo a los colores, a las imágenes, a las letras, a las formas, antes de fulminarlos a todos al pulsar el interruptor de la luz, vas entrando en una disolución de tus energías, te entregas a una lasitud vaporosa que exige que los acontecimientos del día deban ser arrinconados, tratas de alejar todo lo más que puedes lo experimentado durante las últimas horas, te liberas de tus extremidades, trazas con ellas un mapa lo más inconsistente posible, las dejas extraviadas, instalas la anarquía de las posturas, abarcando direcciones contrapuestas, necesitas notar la ausencia de gravedad en los territorios de tu cuerpo, precisas simplemente no sentirte, requieres que tu espina dorsal se distienda llevando los nervios al punto cero, ahuyentas las inquietudes que te envaran, las encierras resolutivamente en el cuarto de atrás, en el de la dilación, ejercitas un desperezo que busca hermanarse con el que arrancaste al despertar, cerrando el círculo de la jornada para que puedas percibirte centrado en él, sepultas la mecánica y los rituales recurrentes que han tensado durante las horas del día todo tu organismo por aquello de ganarte el pan y la bolsa del supermercado, has colgado tu rol de una percha invisible, te esfuerzas por arrinconar las preocupaciones sobre lo irrealizado, marginas las insatisfacciones de lo que has hecho y no te ha gustado, niegas con una moratoria refleja todo lo que te acucia, sabes que cualquier fijación repercutiría en la búsqueda natural de tu estado silente, y que desbordaría tu duermevela, sin embargo no puedes evitar hacer un guiño a alguna de esas memorias recónditas que se resisten a alejarse de ti, una imagen fugaz de ti mismo sobre una infancia ya lejana, la visión de tus padres, el ritmo de los viajes que no cesan, los iconos de las mujeres que has amado, las deudas que aún te martirizan, la opacidad de tantos quehaceres a los que te has obligado, en fin, esa retahíla de circunstancias que te afirma y te distrae, pero te urge ahora tu propia ausencia, no quieres encontrarte aquí durante el período inmediato en que te van a acoger las sombras de la conciencia, entregas las llaves a un fiel portero de noche, el mismo que abre las puertas sólo a los misteriosos visitantes de paso de los vastos parajes que anhelas recorrer ya, y los presientes, adviertes que los raíles se mueven bajo tu cuerpo, cada vez con un ritmo más fuerte, más poseedor, viajas en un tren nocturno cuyo traqueteo te introduce armoniosamente en ese trayecto hasta el fondo desposeído de tu imaginación donde, cual orate, se desmadra para enseñarte ciudades nuevas, y comienzas a vislumbrar otras vidas entre las tinieblas que han calado en ti, que se ha apropiado de ti, otras luces, otros trazos, otros sonidos, otras apetencias, ya estás viajando y tu itinerario se va desenvolviendo en unas dimensiones que no identificas y de las que ignoras si retornarás...



(Fotografía del ruso Referee)

sábado, 10 de febrero de 2007

Inminencia


Hoy es diez de febrero. Mañana voy a nacer. No es que se esté mal aquí adentro. Qué va, todo lo contrario. Me encuentro calentito, y satisfecho en este espacio tibio, húmedo y protegido. Pero me pica la curiosidad. Y poco a poco me invade cierto cosquilleo provocador. A veces llegan sonidos del exterior que me intrigan sobremanera. Además, no sé si el cuerpo de esta mujer acogedora permitirá que prolongue por más tiempo mi condición de arrendado. Y me acucian ya algunas preguntas, si bien no revisten la forma de los razonamientos más primarios; eso es cosa del más allá. Pero las preguntas surgen con cierta hechura de desasosiego ya en esta orilla aunque, lógicamente, no tengan el rostro de la experiencia ni el disfraz de los conceptos. Las preguntas son ráfagas espontáneas de intuición y de sensaciones. En estos últimos tiempos ya han ido adquiriendo una forma de duda, de expectación, de sospecha. Quién voy a ser, cómo voy a estar ahí fuera, qué aspecto voy a tener, qué me voy a encontrar. Las preguntas se traducen en una excitación creciente e imparable. Una inquietud que recorre este volumen menudo que en breve va a ser reconocido como cuerpo y ser por otros ojos y por otras manos hace que no pare de cambiar de posición aquí dentro y que la mujer que me lleva de un lado a otro con ella se incomode. Se ve que me apremia la emergencia en ciernes. No sé si este impulso me viene por un creciente e injusto desapego o porque el más allá me reclama tentador con sus veladas voces atrayentes. El hábitat en que he ido constituyéndome elástica y estructuralmente durante estos meses, con ser un paraíso de bienestar que posiblemente añore y reclame toda mi vida, se va a quedar estrecho de un momento a otro. Sospecho que tengo que arriesgar y salir de una vez a dar la cara al ruido, a la intemperie, a la complicación, a la inseguridad, al desarraigo. No hay elección. Podría resistirme pero no me valdría de nada. Y además, este hogar provisional no se lo merece. He tomado nota de lo benefactor que ha sido, me guardo su recuerdo como una primigenia cartilla, y me digo por última vez que tengo que asumir el choque. Me espera la aventura, y me atrae. Puede que tenga que aprenderlo todo de nuevo. Ahora sólo me espera ante todo empaparme de sensaciones y manifestar ruidosamente las emociones del descubrimiento. Dejarme llevar y cautivar por sonoridades, gestos, olores, afectos. Ya llegarán más tarde las imágenes. Y las palabras. Debo nacer. Así lo llaman. Después, mucho después, vendrá la capacidad de comparar; ya se sabe, ese juego terrible y contradictorio de las aproximaciones y los alejamientos, de las semejanzas y las diferencias, algo imprescindible para tener una mínima conciencia de los límites y situarte. Pero no tengo prisa. Ahora sólo me apremia llegar al once de febrero.

Venus de febrero



No sé si el nacimiento de Venus se produjo en febrero. Los días alternan mucho su carácter y se vuelven humanos. A los momentos de euforia se suceden los melancólicos, cuando no los abrumadores. Y el sol se disputa con las nubes y éstas extienden dominios que parecieran triunfantes y de pronto se rasga la masa informe de la sombra y las luces guiñan de nuevo. Un totum revolutum se adueña de febrero, desorienta las mentes y perturba las conductas. Tradicionalmente ha sido así. Pero hoy la especie autocalificada con altanería sapiens, y sus tribus, que se han inventado el mundo paralelo de la civilización y de la cultura cual si se tratase del único mundo posible, no entienden muy bien a esa naturaleza a la que consideran servil y en función de sus necesidades. La observan obtusamente distantes, la intentan controlar despiadadamente, la adecuan ingenuamente a sus fines, la convierten inicuamente en objeto mercantil y productivo. Suenan vientos de guerra sobre la naturaleza que envuelve a la Tierra. No está nada claro que la especie en cuestión trate de poner lo suficiente de su parte por mitigar la herida crucial, tal vez mortal, que se abre en profundidad sobre la atmósfera planetaria. Algunas culturas establecidas viven desde hace tiempo de espaldas a las leyes naturales y otras emuladoras aspiran igualmente a ignorarlas. Con este panorama, urge invocar más que nunca el Nacimiento de Venus. Uno desearía la regeneración y el triunfo permanente de la vida más allá de las tareas y de los meses. De lo contrario, los mitos más primitivos apenas serán sino un ancestral cuento sin significado y los humanos se consolidarán exclusivamente como piezas de la gran y alienante maquinaria productiva.



(Fotografía del griego Tsantakis)

jueves, 8 de febrero de 2007

La carta (póstuma)


Lili querida. Siempre hay una última carta tras la última carta. Y ésta es solamente para ti. No corrige mi nota de últimas voluntades, la que han leído todos y pocos han querido aceptar. No la amplía. No da esperanzas, porque difícilmente puede recomendar tal virtud quien decide eliminarlas todas de un golpe único. Es simplemente la carta que jamás existió, pero que nos seguirá fundiendo a ambos, más allá de este paso extraordinario que estoy a punto de dar. No es una carta balance tampoco; eso lo he venido haciendo de palabra y de letra desde hace tiempo. Nada más lejos de mi intención garabatear a estas alturas quejidos y resucitar recuerdos melancólicos. Los goces nos acogieron mientras los disfrutamos. Las ilusiones valieron en tanto en cuanto nos mantuvieron expectantes y confiados. Me siento otro, y no me siento ya integrado en ninguna parte. Ya dejé claro que no había nada que hacer. No he podido soportar más todos los oleajes que han sacudido mi barca. Y eso que siempre procuré que la navegación del amor recorriera todos los puertos posibles de las experiencias, de los conocimientos y de las solidaridades. Me creí fuerte mientras todos nos creímos fuertes. Me consideré en búsqueda y, por lo tanto, capaz de conocer algo de la creación, mientras todos percibíamos que creábamos. Pero ellos hablaban ya solamente de construir. Nunca acabaron de entender que construir es una tarea lineal y que crear es siempre un reflejo único, volcánico, aunque se trate también de un esfuerzo y haya que aportarlo a las exigencias de los nuevos tiempos. Nunca quisieron aceptar la aportación instintiva e incluso espontánea que, al fin y al cabo, es la que dota de belleza y de honradez al mundo. Mientras algunos seguíamos prospectando en los retorcidos vericuetos del lenguaje, y no nos dolían prendas en contribuir con enorme entusiasmo a la ingente labor de compromiso con lo nuevo, otros ya estaban sacrificándolo y encauzándolo en una dirección que reducía sus posibilidades. La deriva de los acontecimientos me han hecho diferente; o tal vez no, sino que los diferentes son los demás. Hoy, tú sabes mejor que nadie que soy un náufrago cansado y hastiado. Mi fe en la dirección que toman los hechos es nula y mi paciencia se ha agotado. Llegado este punto, pedirte que me ames sería ir más allá de la literatura. No eres tú quien te vas a quedar sola, puesto que tienes la vida y todos nuestros amigos sabrán arroparte, si lo necesitas. Yo soy quien se ha condenado al ostracismo sin retorno, y no debes llorarme, puesto que es lo que yo he querido. Y tú siempre has aprobado mi propia libertad de querer.

Siempre, Vladimiro.
(Fotografía de Maiakovski realizada por Rodchenko)

miércoles, 7 de febrero de 2007

60 años ¿no es nada?



Una fotografía que hoy cumple sesenta años. ¿Qué ha cambiado en este tiempo? Todo. El paisaje. La construcción abundante de hoy lo irreconoce. La tribu humana. Calculo que sobreviven media docena más o menos. La moda. ¿Quién recuerda la fortaleza rígida pero segura de los gabanes? La actitud. El bienestar de los vencedores (algunos no tanto) La satisfacción. Todos han disfrutado hasta hartarse del menú casero y generoso del norte. La sociología. El resultado de la guerra aún reciente aportaba a la boda cinco curas al menos, un comisario de policía y un periodista de la España tradicional. El paisanaje. Aunque en desigual composición, hay paisanos de paisajes opuestos, aunque no se note. La toma fotográfica. ¿Qué tenían aquellas viejas leikas que hacían pintura de un grupo tan bizarro? Ignoro por qué no aparecen los novios. ¿Habrían partido ya para el viaje a la familia eterna? Él no estuvo ahí, pero se encontró a partir de ahí.

Y el viejo tango, tan canturreado entonces, parece surgir del frío y la lluvia del febrero lejano. Ese mismo tango que él oyera tantas veces cantar a la novia que un día le parió...

"Sentir...que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra. Vivir...con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez...Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón."


martes, 6 de febrero de 2007

La última máscara


Adora las máscaras. Las busca, las aprehende. Cara a cara trata de descifrarlas. Primero las observa a distancia, se deja fascinar por ellas y más tarde las acaricia. La madera es una materia que le recuerda la piel. Incluso es más cálida. Y más suave también. Y envejece de otra manera. Ni parece que envejeciera. Ella lo sabe. Ella tiene ya sedimentada la capacidad de su tacto. Ha acariciado tanto que la sensibilidad de sus extremidades pervive sabia en su apaciguamiento. No abusa cuando frota los perfiles de los rostros de ébano con las yemas de sus dedos. No desgarra su envés cuando las sujeta con sus uñas afiladas. Hay atardeceres luminosos en que se sienta frente a ellas y las contempla largamente. Un intercambio de miradas, un trueque de complicidades. Hoy voy a ser tú. Hoy vas a ser yo. Poco a poco la mujer ha ido convirtiendo su vivienda en un hábitat de máscaras. Alguien que estuvo de paso dijo que incluso parecía un mausoleo. No, no un lugar de muertos. Ella dice que es simplemente un espacio de celebración y memoria de rostros milenarios a punto de extinguirse. Los dogon, los senufos, los bambara, los yoruba, los dan, los punu. África es un plato completo para ella siempre tan insaciable. Las paredes se han transformado en mapas tribales. Las estanterías de su biblioteca se pueblan de máscaras entre literaturas ancestrales y relatos contemporáneos. Una Divina Comedia ilustrada por Doré se deja atravesar por la mirada impía de una careta nuna. La vida de Rousseau se contempla en una bwa. Las máscaras se ha apropiado de la casa. Las hay por el suelo, apoyadas en los zócalos o adaptadas a las macetas. Hay momentos en que el sopor de la tarde de verano la vence y la mujer sueña. Entonces se ve agitada e inquieta en un círculo enloquecedor. Su propio rostro acompaña una danza ritual de hombres que adoran la nueva máscara. Ninguno la toca, ninguno la incita, ninguno la llama. Ella se ha tallado para ellos, para sorprenderles, para cautivarles. Pero los guerreros no ven sino la ancestral máscara, la misma que labraron sus padres y sus abuelos. Ella se desvanece, y el sueño es tan profundo.
(Sobre una fotografía de Man Ray)

domingo, 4 de febrero de 2007

Un cuento (de carpas) chino


Un viejo cuento de la región de Gan Tsu , hace mención a una carpa portadora de palabras. Allá donde las montañas se muestran espectrales y el Huang He concede una pátina amarillenta a los bordes de la meseta que baña, las carpas danzan sobre los rápidos de los afluentes del gran padre río. De aquella región alejada de las civilizaciones modernas habían partido muchos hombres jóvenes audaces y algunas mujeres arriesgadas para prosperar en otros territorios o simplemente ver algo diferente. Zang Hui no. Su cojera le había hecho desistir de la aventura y aunque no había perdido nunca la esperanza de prospectar una nueva vida se resignó, cuidando bien de ocultar sus reprimidas tentaciones. Entre los que habían escapado de su aldea estaba su eterno amigo de la perilla de oro, al que apeló así debido al recortado mechón de pelo rubio que se insinuaba en su mentón. Aquel apreciado e íntimo amigo que desde la infancia había compartido con ella juegos, confidenciado secretos y explorado rincones del valle, se marchó al clarear una madrugada, tras haberla besado y disfrutado durante la breve noche. La entrega de ambos había tenido mucho de despedida, pero también de clamor y de una mistérica conversión del uno en el otro. Así habían decidido que fuera aquel largo abrazo, con el objetivo de que cada uno se sintiera en el cuerpo del otro cuando la melancolía de la separación les acuciara. Pero las separaciones o tienden a desvirtuar el recuerdo de las sensaciones memorizadas o a desfigurarlo en su sublimación o simplemente conducen al olvido más ingrato. Zang Hui decidió que no podía ceder a los elementos naturales y que debía buscar recursos que afianzasen la memoria de su amado joven de la perilla de oro. Y un atardecer cálido, sentada a la orilla de la corriente, observó fascinada el ritual de las carpas. Al ensimismarse en la contemplación interpretó que los saltos y las navegaciones serpenteantes de los peces no eran sino una especie de liturgia amorosa que ejercitaban antes de seguir vadeando las aguas turbulentas y voraces en que se iban convirtiendo río abajo. Y entonces comprendió que las carpas vivían el amor como una comunicación de ausencias. Y se hizo preguntas. ¿Y si ellas fueran las mensajeras? ¿Y si las carpas sí dieran con los seres perdidos? Zang Hui no lo pensó más. Su amigo de la perilla de oro le había enseñado el alfabeto y a trazar elementales signos suficientes para transmitir por escrito verdades necesarias y verdades perentorias que, en caso de urgencia, pudiera ella utilizar. Zang Hui no lo dudó. Un día entró en la pieza del escriba de la aldea, justo cuando éste se había ausentado para meditar, y escribió con caracteres gruesos y torpes, pero auténticos, un mensaje de recuerdo apasionado para el aventurero. Después, volvió al río, echó un sedal y en la primera carpa que pescó introdujo en su boca el papel de arroz lleno de palabras. A continuación soltó el pez y vio como éste se lanzaba a una carrera oculta y sinuosa descendiendo la corriente. Si el amante íntimo llegó a recibir la nota que la carpa guardara en su estómago nunca se supo. Tampoco el joven regresó jamás. Pero Zang Hui encontró su sentido en la escritura de la melancolía, sin dejarse perecer nunca en ella. Los viejos del lugar dicen que enseñó a muchas otras jóvenes que, como ella, habían pasado por la experiencia del abandono. Y que incluso algunas que habían sido entregadas en matrimonio seguían ejercitando el ritual que ella las mostrara, manteniéndose firmes y fieles ante los amores extraviados.

sábado, 3 de febrero de 2007

Un sueño simple





1. EL SUEÑO.

La otra noche soñó que se había muerto. No que se veía muerto, sino tan sólo que aquello le había acontecido. Que la gente comentaba de él que había fallecido. Era ese decir de él lo que identificaba su fin. En el sueño, se encontraba con amigos y le espetaban, sabes, F, él, se ha muerto. Ni siquiera le decían te has muerto. Y puesto que la gente transmitía esa información sobre su desaparición, se imponía como verdad. Ficticia verdad. Hablaban de él ignorándole. Y esta ignorancia le mataba. Ese temor a haber perdido el reconocimiento de su presencia cotidiana le llenaba de indignación. No hubo ni una sola de las fases del sueño en que no pugnara por hacerse valer, por demostrar que seguía allí, que era el mismo de todos los días. Se mezclaba con los vecinos, tomaba el autobús, entraba en la carnicería, se arrimaba al paseo con otros jubilados, y todo su afán era que quedara evidenciada su permanencia. Urgía su prueba en la necesidad de aceptación. Pero los habituales daban carta de crédito a las palabras que habían llegado por el viento y aunque él se mostraba y se ofrecía y recababa su comprobación física ellos no le identificaban. Le hablaban los demás como si fuera un advenedizo o simplemente otro individuo. Todo su esfuerzo se proyectaba en gesticular, en elevar el tono de la voz, en potenciar aún más su vehemencia, en recordar anécdotas, en insistir en acontecimientos compartidos, en citar fechas. Tal ahínco ponía en su labor probatoria que en los momentos más alejados del sueño profundo advirtió que los brazos se le agitaban nerviosamente, que daba patadas a las sábanas y que su cuerpo giraba vacilante y violento sobre la cama. Incluso llegó a percibir desde su recóndito y obsesivo territorio del descanso que emitía voces confusas y que algún que otro grito abortado traspasaba imprudentemente los tabiques del piso. La travesía del sueño se trocó cada vez más angustiosa. Él, que solía leer para imaginar otras vidas, se sentía preso de una de sus lecturas. Nunca creyó que la insistencia de las palabras pudieran ocultar la misma existencia de un sujeto. Y aunque siempre había comprobado su poder, a veces siniestro, no había imaginado hasta qué punto eran capaces de sobreponerse a la dimensión de las vidas. Sorprendentemente, cuando ya lo daba todo por perdido, un episodio de aquella ensoñación alevosa y perturbadora de la otra noche le trasladó en el tiempo. Personajes de su infancia ya difícilmente reconocibles salían a su encuentro entusiasmados. De entre los ribazos de un arroyo apareció de pronto una amiga que había muerto en plena niñez. Ella no dijo nada. Le sonrió con un rostro abierto de vida y le tomó de la mano. El río dejaba escapar un rumor manso.






2. LA LETRA.

Ha cogido un libro de Vergílio Ferreira, Pensar. Lo abre al azar, lee a vuelapágina...

La hora del final. Oigo cada vez más cerca el reloj que la va a dar. Me intriga. No me aflige demasiado. Es mi modo de elevarme por encima de lo vulgar, de mí, a quien duele mucho e intriga poco. Cosas, lugares, incluso afectos, a partir de cierta edad no pertenecen a la realidad sino a la memoria, donde su destino ya sólo es de cada cual. Sin embargo, hay una desesperación mansa en nosotros por no haber realizado, no exactamente lo que se llama el “sueño”, porque tener un “sueño” ya es saber lo que es, sino lo que trajera la paz por haber agotado todo lo posible, lo que en nosotros quiere responder a una luz incierta que nos habla y no conseguimos escuchar, que habla pero no sabemos de qué. Tengo en mí más posibilidades que todas las realizaciones que haya podido realizar. Pero lo más insoportable es que esas realizaciones dejen absolutamente intactas esas posibilidades. Como el hígado de Prometeo, las posibilidades se reconstruyen inmediatamente después de haber hecho efectiva una realización. Como el vientre de una mujer que queda entero para otro hijo. Una realización existe en sí misma, y por tanto no existe en la posibilidad que se es. Y eso es lo que nos llevaremos a la muerte, ese fallo enorme de nuestra imposibilidad. Y eso es lo que más duele ante los avisos del final: esta absoluta nulidad de lo que he hecho y la alucinación de hacer, antes de que llegue la hora.


(La pintura sobre el hombre caído es del pintor polaco Marek Zulawski; aquí encima, fotografía del escritor portugués Vergílio Ferreira)



jueves, 1 de febrero de 2007

El fulgor



Si te vieras el rostro de alerta ahora mismo, te sorprenderías. Sientes la parálisis, según te está rasgando esa ráfaga de luz horizontal. Te admiras de cómo puedes mantener un pulso tan cínico con lo que ves más allá. Te empezarás a preocupar más tarde, cuando la visión se haya sedimentado tras tus pupilas. Ahora no sabes cómo interpretar los últimos acontecimientos que están sucediendo ante tu mirada, velado como estás por un haz incontenible, refulgente. Y te abstraes, como para ganar tiempo, como para reforzar unas defensas cada vez más bajas en tu fortaleza dubitativa. Miras y apenas ves el propio deslumbramiento. Miras, y miras para otra parte, escudado no obstante en una dirección fija, terriblemente ausente. Piensas entonces en que nadie te había preparado para observar los hechos por sorpresa. Nadie prepara para nada en esta vida, te quejas con acritud. Y este pensamiento tan infantil, cuyo escaso valor argumental te zahiere, contiene demasiado espíritu de revancha, cuando desquitarse contra lo inexistente, el pasado, por ejemplo, ya no sirve en absoluto. Esa iluminación abre una llaga en tu rostro. Por qué conocer es siempre una herida, inquieres. Por qué descubrir abre siempre un vacío, discurres. No puedes evitar la extrema frialdad de tu mirada. No puedes impedir que se te encojan los músculos de la cara y que los pliegues de las mandíbulas se prolonguen desfigurados hasta el mentón. El fogonazo te vuelve más asténico todavía, y tu boca, que aparenta serenidad y equilibrio, está el borde de la tensión más rígida que puedas imaginar. No te tensa la situación inmediata, ni la precipitación de unos sucesos inadvertidos, ni una acción que acontece ignorando tu presencia. No hay una observación estrictamente física. Ni siquiera tienes claro que el resplandor que talla una cruz sobre tu perfil esté revelándose en este preciso instante o se trate tan sólo de una ensoñación que te prende. No estás. Te arrobas ante antiguas imágenes, ante pasajeras instantáneas que nunca llegaste a descifrar. En el brillo de acero de tu retina se despliegan momentos relegados al olvido que se multiplican por efecto de acordeón. Te estás arriesgando. Se empieza recordando fragmentos de vivencias, se hilan con otros que toman más cuerpo, se recala en su contemplación placentera o desapacible y se acaba revisando el pasado. Tú lo temes. Presientes la fuerza de la insatisfacción. Presagias la larga mano de los espectros que te desviaron de otro destino. Por eso mismo no pestañeas. Tu viaje en el tiempo ahueca tu cuerpo y vacía tu temple. El fulgor te deslumbra. Te hiela su acometida.




(Una vez más, ante un autorretrato de Jorge Molder, fotógrafo portugués)