"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 30 de enero de 2008

Bajar, subir, tal vez dudar


Puede parecer lo que no es. Ni siquiera un intento. La atracción del vacío es tan antigua como onírica entre los hombres. ¿Cuántos sueños nocturnos no terminan tajantes sino precipitándose el durmiente en un agujero insospechado? Al hombre al borde del pozo se le ve exhausto, pero ¿porque le empuja lo que debe tener detrás en su vida o porque se ha elevado con sumo esfuerzo desde las profundidades hacia su propio rescate? La visión cambia mucho según de donde proceda su actitud. Incluso podría ser un truco del fotógrafo que le hace casi levitar y así dejar más en el aire para el observador la intención del hombre que se asoma al pozo. Pero un pozo no es un agujero cualquiera. Primero, porque tiene fondo, es decir, límite; luego, porque tiene agua, es decir, vida; luego, porque se puede bajar y se puede subir, es decir, posibilidades, esperanza. Un pozo es una brecha controlada. Una creación del hombre para su uso que, a su vez, se torna en metáfora. Y no tendría por qué tener sólo significados negativos. Caer al fondo del pozo...sumergirse en el pozo...precipitarse en la negrura de un pozo...Cuántas expresiones no habrá construido el lenguaje humano para hablar del infortunio de los hombres, de sus desconsuelos, de sus desesperaciones, de sus límites desdichados. Pero, ¿quién no se ha asomado alguna vez a un pozo y se ha quedado hipnotizado por el fondo invisible? ¿Quién no ha gustado de sentarse en el pretil o al borde mismo como prueba iniciática de adolescentes deseosos de comprobarse a sí mismos? ¿Quién no ha sentido curiosidad por saber qué hay -qué se siente, qué se ausenta, qué se prescinde- allá abajo? El símbolo se sobrepone. El poder de trascender a la representación una situación límite, un no va más vital, un agotamiento de la resistencia. Bajar, subir, tal vez dudar. El protagonista de la novela de Haruki Murakami, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, decide bajar a un pozo. La idea se la ha dado el relato que ha escuchado de un superviviente de guerra sobre otra bajada a un pozo durante una exploración de espías en Manchuria en 1937. El protagonista necesita comprobar: huir, meditar, sentir dolor o frío o hambre, perder la noción de tiempo y de espacio, apartarse...Tal vez, como le explica el superviviente...
"...Me ha sorprendido mucho saber que ha bajado a un pozo. Los pozos, como pueden suponer, siguen ejerciendo una fuerte atracción sobre mí. Sería comprensible que, tras aquella funesta experiencia, no soportara la simple visión de uno, pero no es así. Aún ahora, cuando descubro un pozo, me asomo de forma instintiva a su interior. Y si no hay agua, incluso siento deseos de bajar. Tal vez desee el reencuentro con algo. Tengo la esperanza de que, si me meto dentro y espero paciente, tal vez pueda reencontrarme con ese algo. No es que quiera, con ello, recobrar mi vida. Soy demasiado viejo para esperarlo. Lo que deseo es encontrar un sentido a mi vida perdida. ¿Cómo, por qué la he perdido? Quiero descubrirlo por mi mismo. Si pudiera averiguarlo, ni siquiera me importaría perderme más aún. No sólo eso. Desconozco cuántos años me quedan de vida, pero seguiría adelante acarreando sobre mis espaldas el peso de tal revelación."
La prueba. Una reflexión sobre las caídas de cada día. Una inflexión sobre los tiempos perdidos.


(Fotografía de Diego Perrone)

domingo, 27 de enero de 2008

Paradojas bíblicas




Y se admiró Yahvé al contemplar la huída de toda aquella masa de desesperados. Y comprendió el agravio de que estaban siendo objeto. Y con voz enfurecida habló Yahvé a los que un día pretendieron ser sus elegidos y ahora procuran la esclavitud de estos seres.

¿Por qué hacéis a vuestros hermanos aquello que no quisierais que os hicieran a vosotros? ¿Por qué resucitáis el sufrimiento que en otro tiempo padecisteis? ¿Por qué habéis sembrado el odio? ¿Qué esperabais recoger a cambio? ¿Contra quién habéis dirigido la venganza? ¿Por qué olvidáis los siglos en que no erais triunfantes? ¿Qué os hace pensar que sois los únicos que tenéis derecho a defenderos? ¿Qué palabra ensalzáis en mi nombre? ¿Qué acciones ejecutáis para salvaguardar lo que yo no os he enseñado? ¿A quién servís? ¿Aún no habéis aprendido que la ira genera ira? ¿Aún nos distinguís que la Tierra está para ser compartida? ¿Aún no se os cae el velo de vuestros ojos para comprender que el futuro es la fraternidad o de nuevo no habrá suelo bajo vuestros pies? ¿Por qué habéis desperdiciado vuestra suerte? ¿No habéis comprendido que la infamia tiene un precio? ¿Tan poco os interesa la sangre de los inocentes? ¿No captáis que la ignominia se paga con el descrédito? ¿Por qué no admitís la diversidad de derechos? ¿Todavía fingís que yo os ungí con mi dedo de elegidos? ¿Por qué cabalgáis entre ensoñaciones y proyectos imposibles? ¿No sabéis que o yo soy el Tiempo o éste no existe? ¿Por qué no admitís que el futuro debe ser de la convivencia, donde el miedo mutuo debe ser desterrado? ¿Por qué ese armarse desmesurado y sin fin que puede volverse contra vosotros? ¿No habéis asumido que el destino es como el origen, mezcla entre las mezclas? ¿No registrasteis en vuestro corazón que la pureza esgrimida por quienes os persiguieron con más saña en el siglo veinte no puede ser ahora utilizada como excusa por vosotros? ¿Por qué no reconocéis que no debe haber mejor imperio que el entendimiento? ¿Pensáis que ceder es renunciar? Y si renunciáis, ¿qué os hace pensar que vais a perder? Y si perdéis algo, ¿no conquistaréis al menos un beneficio mayor, la Paz con garantías? Diréis a la postre, rebelándoos contra mis preguntas, que yo os enseñé a odiar, sin querer caer en la cuenta de que vosotros mismos me creabais a mi a vuestra imagen y necesidades de semejanza. Ved ahora a estos hermanos vuestros. Derribando muros oprobiosos, huyendo de la penuria, marcándoos con el desprecio. Porque al necesitado le está permitido la búsqueda de la satisfacción. Porque habéis olvidado que esa imagen fue vuestra imagen. Porque no hay Palabras en el pasado sino Palabras en cada día que deben respetarse.

Y Yahvé contempló con tristeza y a la vez con alegría el paso hacinado de los habitantes de Gaza. Y se inhibió una vez más.



sábado, 26 de enero de 2008

viernes, 25 de enero de 2008

Correspondencias


(Indagaciones, X)

Estimada Klara Dortmund (al fin puedo pronunciar su nombre, el nombre de una desconocida)
Le escribo turbado y perplejo, pero no carente de admiración. No puedo ocultarle que nuestros breves encuentros en la distancia (¿puedo denominarlos así?) suscitaron en mi una curiosidad envuelta en expectación y candor. Expectación porque, en medio del aislamiento a que me he sometido y lejano como me hallo de mi lugar de procedencia, me causaba una atracción intensa y sobrecogedora el hecho de que una mujer me hablara a través de la mirada con una atención e intriga semejante a la mía propia. Y sí, candor también, porque aunque aparente todo lo contrario, camino aún por sendas guiadas por actitudes iniciáticas, donde las tendencias más primitivas de la infancia y de la adolescencia actúan sobre mi como fuerza de interés y de búsqueda. No sé si usted lo entenderá, pero todo resulta para mi paradójico. A mi edad, desgastada y maltrecha ya por infinidad de vivencias, algunas sumamente extraordinarias y compartidas con millones de personas que a usted, aunque joven, no se la ocultan, no cabría esperar sino la resignación y la lucha silente por la vida que el destino nos depare. Son tiempos difíciles para todos los que tenemos que reconstruir este país, donde hemos perdido todo derecho de reconocimiento, una vez hemos renunciado a la equívoca primogenitura de la que creímos ser absolutos hereditarios, y que nos costará por mucho tiempo alcanzarlo de nuevo. Pero levantar esto no tendrá sentido mientras no nos propongamos alzarnos sobre todo en nuestra individualidad. No sé si usted me comprenderá. Hemos pagado caro un mundo de ilusión, en el sentido más abyecto del término, que desde el primer día de esta malsana aventura estuvo plagado de abstracción, soberbia y rendición. Nos ha aplastado nuestra propia tramoya y nos ha dejado tirados como actores de tercera categoría, con escasas garantías de ser tenidos en cuenta durante los próximos tiempos en el mundo exterior. Si no fuera porque la ley biológica es más poderosa que la de las ideas abstractas, a mi y a muchos de nuestros conciudadanos nos quedarían escasas ganas de seguir viviendo. Tal es la vergüenza que, una vez transcurrido todo de la manera más funesta y dolorosa, uno siente en lo más íntimo de su pensamiento, que es decir tanto como de su temple y de su fortaleza. Yo no soy de los que más han perdido en este período de despropósitos que nos impide ahora mirarnos con confianza o incluso con mera amabilidad a la cara. La zona de donde provengo no ha sido lo más golpeado; evidentemente podría haber sido mucho peor, como en el Ruhr, en Hamburgo, en Dresde o en Berlín. Por eso quiero que usted entienda la importancia que ha tenido para mi el pulso que hemos intercambiado usted y yo desde nuestros silencios, en combate con la brevedad del tiempo y en alianza con el azar que nos dispuso en el camino del encuentro. Fijar mi mirada en la suya suponía para mi una novedad y una esperanza en medio del marasmo. Una claridad en el túnel. Una pizca de goce elemental entre la mediocridad. Un brillo en los gestos en un mundo de muecas sombrías y apocadas. Una calma imponiéndose a la desazón cotidiana. Creo que la reciprocidad manifestada por usted captó que lo que desprendían mis ojos no estaba provisto de lascivia, ni de agresividad subrepticia ni de aprovechamiento de las circunstancias. Tantas cosas extrañas están sucediendo estos días, en que la gente simula, miente, adopta la personalidad de otro o simplemente se prostituye...Los recursos para salir de la miseria, las tretas para huir de pasadas identidades que hoy pueden ser peligrosas, la agudeza y la picardía selvática para afrontar las dificultades adquieren un carácter impúdico, se sitúan en territorios donde nadie se fía de nadie. Donde el precio marcado se regatea sin principios ni límites. Yo la miré a usted con otra necesidad. Por supuesto, no buscaba en su correspondencia ni compasión, ni victimismo, ni patetismo respecto a mi persona. Yo la miraba de una manera aérea, diluyente, que me trasladara sin esperar nada a cambio. Créame. No pensaba, no deseaba, no planeaba. Me dejaba llevar sencillamente. Asumo que me apoderé de su visión, como creo que usted poseyó la mía. Y ambos nos evadimos breve, pero triunfantemente, aunque fuera hacia la nada. A la postre, aquello hubiera sido interpretado como un devaneo formal, un puente imposible, un olvido fatídico. Y tal vez hubiera sido mejor así. Con su actitud al dirigirse a mi, con su decisión atrevida, me ha desarmado. Yo no sé ahora qué desea usted de mi. No debe confundirse con mi frialdad aparente. Desde que tomé el papelito con una cifra telefónica, no he cesado de hacerme preguntas. Usted no sabe nada sobre mi. ¿O sí? Pero no tema. Esta carta no se la entregaré jamás, porque estos son tiempos de cautela, y las emociones deben ser medidas. Mientras, estaré expectante. ¿De qué serviría decirla que ansío saber nuevamente de usted?



(La fotografía es de Bill Brandt)

miércoles, 23 de enero de 2008

Intercambio



(Indagaciones, IX)

Pero aquel día Winckelman no se acercó hasta el faro. La luz de la mañana fue enturbiándose y una neblina densa acabó cubriendo las olas y enmudeciendo el paisaje. El hombre sintió las punzadas de la humedad fría que hería su rostro, que afilaba veladamente sus manos. Al mediodía se refugió en la cantina de la estación costera y pidió de comer. Las mesas estaban ocupadas por gente de procedencia imprecisa y de actividades variadas. Viajeros de largo recorrido que tenían que hacer transferencia de tren, y ahora trucados en víctimas de la forzada espera abúlica, obreros del ferrocarril que reconstruían su diezmado trazado, vecinos de pueblos de la comarca que habían ido a efectuar gestiones o a tantear negocios, campesinos y ganaderos a la búsqueda de abonos y de vacunas que les eran regateados por las autoridades. Una antigua estufa recuperada calentaba el recinto. De vez en cuando, la camarera atizaba el cisco y metía trozos de leña. Cuando el tiro de la chimenea no funcionaba bien se extendía cierto tufo por el comedor y tenían que abrir con premura las ventanas altas para ventilar el humo. El murmullo, tenue aunque algo áspero, quedaba soterrado por el ajetreo continuo del servicio a las mesas. Apoltronado en un rincón, Winckelman observaba el ir y venir de los transeúntes, sus movimientos, sus gestos, sus actitudes. Siempre le había gustado mirar con discreción y a la vez simular que se ponía en el lugar de los otros. La costumbre le venía desde la infancia, cuando pasó aquellas fiebres preocupantes que le tuvieron en cama varias semanas. En su postración, prácticamente tenía que estar sólo todo el día, y eso resultaba lo más doloroso en un niño. Para aliviarse del aburrimiento de las largas horas representaba escenas para sí mismo y emitía en alta voz conversaciones como si estuviera rodeado de personajes. Los libros cuyas aventuras se desarrollaban en continentes entonces llamados ignotos le facilitaron una buena materia para su imaginación. Pero él recreaba ambientes, suscitaba acciones y se desdoblaba en protagonistas diversos y contrapuestos, es decir hacía de cómplices, de enemigos, de verdugos, de víctimas, de justicieros. Reiniciando el juego una y otra vez, cuantas veces hiciera falta para paliar la murria. Aquellas dotes instintivas le vinieron a pelo de mayor. Le gustaba fijarse en todo con atención disimulada. Y este placer superaba al simple interés o a la apremiante necesidad por controlar las situaciones. Estaba en otro lugar geográfico del país, en otras circunstancias tras todo lo acontecido, y además en otra estancia alterada y madura de su vida. Precisaba manifestarse circunspecto, aguzar los sentidos, proveerse de detalles. El tipo de individuos que pasaba por allí no era exactamente el mismo al que estaba habituado. Había sujetos con aspecto semejante al de otras regiones del país, pero allí se veían muchos advenedizos provenientes de naciones próximas, o bien retornados de las huidas y persecuciones que tuvieron lugar años atrás, y luego se daba toda aquella mezcla abierta o velada de vencedores que aparecían por todas partes, presumidos y ufanos. La cantina de la estación, cálida zona de paso que les hermanaba a todos, si es que el término hermandad tenía sentido en aquel momento, quedaba así convertida en un foro casual donde ni todos se hablaban ni todos se miraban siquiera con ojos confiados, pero donde, como motivado por una suerte de fatalidad inerte y admirable, se sentían más próximos. Winckelman aprovechó el café y la copa de licor de manzana para echar un vistazo al Zeitung. El reposo de sobremesa, aun solitario, es siempre grato y el buche lleno permite ver al mundo con menos melancolía. Tampoco quería entretenerse demasiado, puesto que deseaba volver antes de que mermara la luz, ya de por sí bastante tibia, y poder contemplar aún de día los campos y las aldeas. Al pasar la página de deportes del Zeitung, el vuelo de la hoja difuminó una oleada de humo de tabaco que se había consolidado en su entorno. Fue entonces cuando la vio de nuevo. La misma mujer con la que días atrás había mantenido un agudo pulso, si no un combate, de miradas inquisitivas se hallaba varias mesas por delante de la suya. Cierto que la posición diagonal de las mesas y de las figuras le había impedido a Winckelman detectarla. Y esa misma razón dificultaba que ella le viera a él. La mujer tenía puesto un gorro de lana bajo el que asomaban los rizos rubios y ondulantes que le deslumbraron aquel día. Estaba acompañada de dos hombres, ambos dotados de una fisonomía poco común, aunque no podía apreciarla con suficiente claridad. Tal vez sean rusos, se dijo a sí mismo. La mujer encendió un cigarrillo y al hacerlo se incorporó hacia sus acompañantes. Ese movimiento hizo posible de nuevo la convergencia de sus miradas. Winckelman creyó percibir un gesto de sorpresa en la mujer. Un momento de absorción, una parada tajante en la conversación, un rictus de perplejidad en la franja de sus ojos. Pero la mujer no se desinteresó del animado coloquio que mantenía. O al menos fingió no desentenderse. Winckelman intentó diseñar una nueva operación de captura visual, mas el pudor y la experiencia le hicieron comportarse con cautela. Aparentó interesarse en la lectura del periódico. Sin embargo, le dio la impresión de que también la mujer se enmascaraba en su entrega a la tertulia con los dos hombres. De repente, un factor de circulación entró en el comedor y a viva voz comunicó la llegada próxima de dos trenes con destinos diferentes. Se originó un pequeño revuelo, varios viajeros se levantaron de las mesas y tomaron sus equipajes, un bullicio medido que desarmó los corros de comensales. Los dos hombres que acompañaban a la desconocida se levantaron con cierto apremio y se dirigieron al mostrador. Ella permaneció sentada, cruzó las piernas, escribió una anotación en un pequeño cuaderno, exhaló el humo del cigarrillo y envió a Winckelman la mirada más arriesgada y urgida que éste pudiera imaginar. Luego el tiempo se detuvo, ajeno al ajetreo. Ambos se tantearon una vez más, se hablaron sin palabras, se prospectaron sin argumentos. La mujer se levantó, abandonó la mesa y fue al encuentro del hombre. Disculpe, dijo con tono suave, mi nombre es Klara Dortmund. Soy arquitecta y llevo poco tiempo por aquí. Me gustaría hablar con usted en otro momento. Ahora tengo que salir para Berlín, pero dentro de una semana estaré de vuelta. Llámeme a este teléfono, le extendió la hoja partida de una agenda de bolsillo. Winckelman y la mujer se dieron un delicado apretón de manos. Ambos tenían los ojos ligeramente enrojecidos y un brillo vivaracho circuló por las vías en direcciones opuestas.

(Fotografía de Andreas Feininger)

lunes, 21 de enero de 2008

El mar azar



(Indagaciones, VIII)

Es la primera vez que pisa esta playa. Y sin embargo, no le resulta totalmente desconocida. Las olas reparten equitativamente espuma a sus pies. Pero también luz. Los guijarros se van colocando en formación de rosarios inertes en dirección al sol. Los pasos, siempre transversales, como acostumbra la historia humana. ¿Quién dijo que el mar era de agua? El mar es de cantos rodados y de partículas y de seres cuya pequeñez les hace pasar inadvertidos y de viento y también de huellas abducidas por el oleaje. Las que Winckelman va dejando al atravesar aquel espacio húmedo no se pierden ni desaparecen. Simplemente se sumergen. En las profundidades los rastros de los hombres se convierten en almas errantes. Las huellas deambulan, se cruzan unas con otras, relatan historias antiguas, adquieren dimensiones superiores. Los océanos de todos los puntos de la Tierra han tomado el relevo de la memoria de los hombres. Si ésta se ve destinada a la cautividad, el mar la libera, la hace crecer. La mantiene en una viveza que desemboca en recreaciones, a veces en fantasías. De ahí que los océanos estén poblados de destinos irrecuperables, de olvidos, de aventuras no realizadas, no necesariamente fracasadas, porque el fracaso implica una cierta tentativa y lo no realizado apenas pergeña una leve intención. Allí moran acontecimientos no sólo de los solitarios del mar sino también de los cantores de tierra. Por eso los mares expulsan con frecuencia desde su seno muestras enigmáticas, objetos cuyas formas no son ni pecios ni herencias de ahogados, sino nuevas configuraciones horneadas sobre memorias traicionadas. Estos dones del mar desembarcan por azar para ser halladas en las orillas por los seres más puros que transiten por ellas. Sólo estos son capaces de interpretar los hallazgos y de preservar sus mensajes. Winckelman no es uno de ellos, pero es receptivo. Ha madrugado y mira. Se ha acercado hasta el borde mismo de la costa y huele la salinidad que se aposenta en el aire mismo. Observa emocionado y atento el horizonte cuyos destellos de alba, en refracción con la suave acechanza de la marejadilla, le deslumbra. Advierte que contemplar aquel paisaje es algo sinfónico. Según donde mire le sugiere o bien impaciencia o bien armonía. La línea más lejana le parece irreal, un plano incapaz de ser medido por el ojo. Un límite sin fin. Él, que es de tierra adentro, dimensiona con dificultad aquella superficie que no parece masa, pero que es densidad. A corta distancia, el encrespamiento de las olas le sugiere un ejercicio inestable, cuya única explicación radica en su dinámica imparable. Nada que ver con la aparente quietud de las laderas, con el apagamiento de las hondonadas de los valles, con la moderada carnosidad de las colinas de su lugar de origen. Le asombra principalmente la llegada atizada y espumeante del agua a la orilla. El runruneo acompasado de los gemidos roncos que desprende. La melodía del avance y el retroceso en dos pasos diferentes, uno más enérgico, otro más durmiente. Andante y moderato golpean y acarician sus pies. Si aquello es la avanzadilla, no será tan fiero lo de más allá, se le ocurre. Y no obstante, ha escuchado por boca de viajeros y ha leído los relatos de aventuras lo suficiente como para no dudar de que el corazón del mar es generoso y acogedor, pero también pertrechado de una capacidad de reacción temerosa. No sabe por qué le gusta acercarse hasta esta costa. La novedad, tal vez. Una búsqueda oculta, acaso. El ferrocarril comunica y aproxima el pueblo donde debe hacerse cargo de la finca recibida por sorpresa. Donde, de modo subrepticio, ha decidido quedarse. Ha recibido una dádiva del mar, pero ignora el largo recorrido que ésta lleva consigo. Más allá de la citación de un juez, comienza a interpretar que hay algo en su pasado que ahora retorna en forma de propiedad, pero también de rehabilitación de la memoria. Puede que por esa causa persista en él la sensación de que aquellos paisajes no son nuevos del todo. Quiere aprovechar la luz, antes de que la neblina que se desplaza desde las costa opuesta lo empañe todo. Probará acaso a llegarse nuevamente hasta el faro. Esa especie de puerto franco de los espíritus que huyen del mundo.

(Fotografió la playa Niké Moritz)

domingo, 20 de enero de 2008

Sin pedestal


Acabas de abandonar el pedestal. Te has liberado del musgo y del verdín. La figura ha perdido el escorzo obligado. Has abandonado aquel ofrecimiento transversal que te izaba hacia el cielo Te sientes cansada. Más vaporosa, más a merced de los elementos de la invisibilidad. Los transeúntes no notarán a primera vista tu ausencia porque un doble reflejo habrá quedado allí, en la plaza. Pero la representación no será la misma. Le faltará espíritu, porque te has ido. Porque has abierto en canal la forma para sobrevivir en otros cuerpos. Sólo los que sigan mirando con ojos de búsqueda sabrán que tu doble no eres tú. Algunos desesperarán. Otros no querrán volver a pasar por el lugar para no ver lo que ya no es. La vaciedad. Te cubres de una sedosidad blanquecina que te conduce hacia nuevas encarnaciones. O acaso no deseas volver a adquirir la materia del bronce ni la del mármol ni la del cromatismo. Acaso sólo pretendes deambular sin ser advertida. O sólo quieras contemplar las figuras de la calle como si ellas fueran ahora las estatuas. Esas corporeidades esculpidas en obligación. Te desencantarás. Extraviarás tu mirada porque el objeto no atrae. Y ya no podrás volver atrás. No deberás volver al ejercicio dadivoso que extendía tu cuerpo entre la tierra y el firmamento. Errarás revestida de alba. Quisiste conocer a qué sabía el mundo desde el suelo. Indecisa y lasa caminas sin posar los pies del todo. Esos pies que hablaban a cuantos transitaban a tu lado de día o de noche. No hay huella de un gesto grave en tu rostro. La sombra te parte la emoción y te la roba. Sólo te sabes expectante. Ida. Vagabunda.

sábado, 19 de enero de 2008

Gramática


Una vez fotografié este conjunto escultórico en la catedral de Chartres. Las esculturas de Chartres no tienen desperdicio. Creo que se define este grupo como la Gramática o la enseñanza de la Gramática, que para el caso es lo mismo. Porque si la Gramática es la madre y maestra que posibilita el ejercicio y el desarrollo de la habilidad de la Lengua, los que tiene a sus pies son el alumno aplicado y el alumno torpe, paradigma de los eternos aprendices. Con su actitud altiva, de dar la respuesta que la maestra espera, el alumno listo se eleva ufano sobre el compañero zopenco. A éste, la materia le hunde o bien en el sueño y el desinterés o bien en la pesadumbre. La Gramática sostiene la Enseñanza con una mano, pero exhibe con la otra el manojo de repartir estopa, lo que podría entenderse como la Disciplina. Qué lejos quedaban en los siglos del románico y del gótico los modernos y puntuales manuales de estilo de nuestros pretenciosos medios informativos de hoy día. ¿Vendría de entonces aquello de la letra con sangre entra? La verdad es que el grupo constituye por sí mismo una verdadera sintaxis. Y la estética del cincel contribuye a ello.

miércoles, 16 de enero de 2008

¿Disyuntiva?


Es ya un tópico aquello de que la realidad supera a la ficción. Pero si la ficción es, en cierto modo, un espejo de la realidad, ¿por qué iba a ser ésta superior? Nunca he entendido por qué la opinión pública contrapone la una a la otra. Yo he creído siempre que más bien se interfieren y se complementan. Incluso que se revelan como formas diferentes de una misma solución. ¿Recuerdan aquella película de Benigni en que padre e hijo judíos están recluidos en un campo de concentración nazi y el padre inventa una historia para que el hijo sobrelleve el cautiverio sin enterarse de la dureza? ¡Es una película!, ¡eso sólo pasa en el cine!, exclamaron muchos espectadores. A una parte de la crítica le pareció también una osadía que se rebajara el dramatismo del holocausto con lo que algunos denominaron una patochada. Pero la vida está llena de experimentos de supervivencia.

Leo el otro día en la contraportada de El País una entrevista a una joven exiliada guatemalteca. Miren qué cosas relata a propósito de sus años de infancia en plena época de violencia sangrienta de los militares. “...Cuando huimos de nuestro pueblo pasamos a vivir en la capital en una caravana. Era la época del toque de queda pero los niños nunca nos dimos cuenta. Tampoco de que éramos pobres. Mi padre nos decía que estábamos en una nave espacial y que por eso no podíamos jugar en la calle” ¿Es este testimonio una película? ¿Se lo inventa esta mujer al borde de los treinta años para vivir del cuento? No tiene por qué. No es una ficción tampoco que vive en Madrid y está amenazada de muerte por los energúmenos de su país por formar parte de la Comisión de Derechos Humanos, algo que en España tal vez suene ligth y ocupacional, y en Guatemala sea una función necesaria pero arriesgada.

¿Hasta qué punto realidad y ficción no sólo no tienen por qué oponerse sino que incluso se echan una mano? Su relato responde por sí mismo. Y sigue recordando esta mujer, Mercedes Hernández...”Aquella noche en que huimos, mi padre me salvó la vida. Me dijo que éramos caballos y que teníamos que salir muy despacito, gateando, callados y sin hacer ruido. Él me protegía con su cuerpo. Años más tarde me di cuenta de que las gotas que me caían en el cuello eran sus lágrimas.” Este tipo de testimonio, que a mi me conmueve, ¿es lo novelado, lo ficticio, lo soñado, lo recreado, lo imaginado? Pero si es así, si algo de todo esto hay en ello, cruzando diagonalmente los campos del dolor y de la ignominia, ¿quién puede negar su validez? ¿Dónde comienza y dónde se delimita eso tan cacareado como la realidad? Ojo avizor al pensamiento único, que es muy antiguo pero que se reactualiza con nuevas formas permanentemente. Ojo a lo políticamente correcto que tiende a desvirtuar lo humilde, lo sencillo, lo carente de pretenciosidad. Ojo a las falsos enfoques de una pseudoracionalidad que se despacha hipócritamente en aras de conseguir beneficios mercantilistas y de mantener el sacrosanto orden de la podredumbre ideológica y conductual.


Realidad y ficción son el haz y el envés. Paradójicamente se toma a una por la otra, y con frecuencia suele ser a la inversa. ¿O ni siquiera son las dos caras de la misma moneda? Pero se necesitan mutuamente, se nutren a dos corazones, se incitan a dos almas. Es tan difícil distinguir muchas veces...Observen, observen la vida cotidiana de tirios y troyanos. Escuchen, si tienen paciencia, a cuantos pugnan cada día por el poder, el statu quo y la influencia. Ellos sí que están perdidos en la espiral. El problema es que desean envolvernos a todos en maremagnum de confusión donde, como dice el refrán castellano, a río revuelto...Por cierto, el río revuelto, ¿es ficción o realidad? Falsa disyuntiva. Compruébenlo.



(Agradecido a Maurits Cornelis Escher, el maestro del dibujo de la ficción real o de la realidad ficticia o del juego de las dimensiones imposibles o de las posibilidades del magín, simplemente)

martes, 15 de enero de 2008

Desierto



(Indagaciones VII)


Winckelman sueña. Sueña que espera en una estación desierta para tomar un tren indefinido. Sueña que el tren tiene que conducirle a lejanas estepas, esos espacios extensos y desabrigados de los que siempre ha oído comentar que existen hacia el Este, pero donde jamás ha estado. Extensiones perdidas en territorios apartados, de las que sabe de su existencia por las novelas de aventuras y los relatos de guerra. De las que algo ha oído hablar a los que han vuelto milagrosamente vivos del cautiverio. Sueña que se toma un café en una cantina vacía, donde está parado el reloj. Donde no hay cantinera ni viajeros ni ociosos ni empleados del ferrocarril. Se ve a sí mismo fumando; él, que dejó de fumar hace muchos años aquel aromatizado tabaco de pipa elaborado en Zelanda. En su sueño se recrea en la posesión de la cachimba, en el juego de un trenzado distraído entre los dedos. Disfruta con el tránsito de una inhalación cuyo perfume le acaricia temerosamente los pulmones. No sabe cómo es que el reloj da las horas, ya que las agujas no se mueven. El reloj de la cantina es un reloj idéntico al que tenían sus abuelos en la casa de la ciudad. Octogonal, con agujas como flechas, con una cinta metálica dorada que remarca su perímetro. Sueña que sale al exterior, que camina por los andenes, arriba y abajo, mientras observa perplejo que las adelfas no dejan de crecer entre los raíles, formando setos que separan las vías. Oye un débil pitido de tren que llega de lejos. Mira su reloj de bolsillo con frecuencia compulsiva, y sin embargo también está parado. Se agobia con el tiempo que pasa y no pasa, se siente nervioso ante una espera ambigua y, aunque vuelve a escuchar pitidos más sólidos, no llega tren alguno. Desde todos los lados del edificio de la estación sopla un viento que le hace estremecer. Las marquesinas no paran la virulencia del viento. Debo estar solo en el mundo, se dice a sí mismo. Tiene la impresión de que la estación se encajona más y más en el fondo del valle, y que se empequeñece y que los montes cercanos la acechan. Cree ver una mujer en el extremo de la estación, junto al depósito donde las locomotoras se recargan de agua. Es una figura difusa, de poca consistencia, desasistida, que se mueve ágil, acercándose y alejándose del foso de las vías. Cuando va distinguiendo con más claridad a la mujer, Winckelman se siente invadido por cierta euforia. Casi había perdido la esperanza de seguir habitando en el mundo de los vivos. Un golpe de sol pasajero que se cuela rasgando el frente de nubes le permite contemplarla con más detalle. Tiene unos pómulos rosáceos, se cubre la cabeza con un pañuelo como las campesinas de la región, lleva solamente puesta una chaqueta de punto de colores chillones a pesar del frío, y la falda que le cubre las rodillas empalma con unas medias de lana gruesas embutidas en unas botas de agua. De pronto, tal vez al sentirse observada, la mujer se quita el pañuelo y el pelo traza una caída de ondas rubias que a él le recuerdan a aquellas paseantes que una vez vio en Berlín, hace ya varios años, y que tanto le fascinaron. En ese momento la imagen cambia. Ya no es la campesina, sino una mujer joven aparente y lucida que parece adquirir otra textura y otra modulación. Winckelman trata de ir hacia ella. Quiere preguntarla cuándo llega el tren. Quiere saber por qué no hay gente, por qué aquel espacio se ha vuelto abandonado y solitario. Quiere saber quién es ella. La mujer le sonríe, o eso le parece a él. Pero cuando el hombre avanza, ella se retira. Las ramas de adelfas, cada vez más altas y frondosas, son agitadas por el aire y le ocultan la visión. Winckelman se nota perturbado, quiere echar a correr, le angustia la idea de perder aquella referencia. Cuanto más hace Winckelman por aproximarse a la mujer más se aleja ésta. De pronto ella se queda quieta y le mira. Incluso parece que agita una mano como saludo, o tal vez es un adiós, o tal vez se trata de la solicitud de auxilio, o acaso describe un dibujo en el viento. El hombre no distingue muy bien qué pretende. El mismo gesto puede expresar distintas correspondencias. Un pitido intenso y prolongado, traído a primer plano por el aire gélido, le avisa de que el convoy se está acercando. La agitación prende en él. La ansiedad le desafía. Pero ni llega el tren ni él alcanza a la mujer. Toda la vida ha estado esperando un viaje a las estepas en tiempo de paz, eso sueña de manera recurrente cuando está despierto o dormido. Pero la mujer desconocida que ve y no ve, que intuye y no se materializa, que persigue y no alcanza, encarna en su espíritu desconcertado la necesidad de otro viaje diferente. No menos arriesgado, no menos prospectivo. Necesita aclarar si es una mujer tangible o si se trata de una imagen del pasado. Inmerso en la profundidad del sueño, que él toma como lacerante realidad, sospecha que tienen lugar ejercicios intemporales que no pueden darse en este otro lado. Pero según enfila su carrera una vez más hacia ella, el andén se hace más largo y la figura femenina se reduce, se apoca, tanto que le parece que la mujer fuera regresando en edad a su origen. Presiente la soledad de las llanuras, donde toda la superficie está por tomar pero donde reina la deserción. El zumbido de un rápido que no se detiene le expulsa tajante del sueño. Aturdido todavía, mira a su alrededor. Siente las piernas entumecidas y los músculos agarrotados. Su reloj está parado y le resulta extraño no escuchar pasos en la pensión.

domingo, 13 de enero de 2008

Advenedizas


A veces ve en medio de la oscuridad de la noche que unas manos se mueven sobre su cuerpo mientras duerme. Que dibujan figuras desbocadas en el vacío. Que proyectan sombras chinescas sobre la pared contra la que se arrebuja. Esas manos que ve hablan con gestos y hacen guiños y también burla. Son como una población llegada desde cuerpos lejanos y desconocidos. Parecen movimientos de un tropel de exploradores silenciosos. Juegan a mostrarle signos misteriosos registrados en las rayas de sus palmas. Hay también algo de hipnosis en los movimientos de separación y acercamiento de los dedos. Y entre estos se abren continentes de relatos secretos. Alguna mano más decidida arriesga una caricia y él se entrega calladamente. Incluso deposita el vaho de un suspiro sobre las yemas de los dedos más remolones. No quiere despertarse para no perturbar el frenesí de aquellos advenidos. Hace que les ignora. Que rasguen sus sueños si se atreven.


(La fotografía, de Leonard Nimoy)

sábado, 12 de enero de 2008

Palabra Ángel


Yo no creo que los poetas se nos mueran.
Eso es chisme para una gacetilla
y excusa para homenajes póstumos.
Jamás han existido por sí mismos.
Mientras tuvieron el soporte de una vida
fueron palabra.
Palabra sobre palabra
palabra bajo palabra
palabra ante palabra
palabra contra palabra
palabra hacia palabra
palabra retorcida, dirán algunos
palabra a secas.
Y la palabra no se extingue del todo;
al menos mientras tenga sentido
para alguien,
al menos mientras diga algo
y suene algo
y abra algo
y consuele algo
y proyecte algo
en uno solo de los humanos.
¿Y cuándo deja la palabra
de ser luz
o sonrisa
o traición
o llanto
o abrazo
o silencio
entre los pasos de la vida?

viernes, 11 de enero de 2008

Monólogo desde las rocas


Nos guiñan, nos sonríen, nos acercan,
nos deslumbran, nos seducen, nos asaltan,
nos invaden, nos empujan, nos insidian,
nos embisten, nos tocan, nos engullen,
nos empujan, nos elevan, nos agitan,
nos derriban, nos arrojan, nos envuelven,
nos despojan, nos penetran, nos acunan,
nos sumergen, nos demandan, nos remueven,
nos rebajan, nos silencian, nos retuercen,
nos devoran, nos degluten, nos vomitan,
nos fustigan, nos atraen, nos conforman,
nos vertebran, nos animan, nos desprecian,
nos afirman, nos consuelan, nos deploran,
nos voltean, nos debilitan, nos alejan,
nos despiden, nos reciben, nos acogen,
nos rechazan, nos concentran, nos dispersan,
nos acarician, nos susurran, nos adormecen,
nos deslizan, nos ahuecan, nos castigan,
nos rasgan, nos desuellan, nos enganchan,
nos liman, nos afilan, nos desprenden,
nos ennegrecen, nos aclaran, nos espuman,
nos apocan, nos horadan, nos desangran,
nos erosionan, nos ensalzan, nos denigran,
nos perdonan, nos pulen, nos desgastan,
nos transforman, nos embozan, nos descubren,
nos trocean, nos reducen, nos disuelven,
nos levitan, nos airean, nos desploman,
nos reenvían, nos retoman, nos secuestran,
nos desgarran, nos ignoran, nos imponen,
nos rinden, nos someten, nos olvidan.


(La fotografía: una mirada en tránsito al borde del acantilado)

martes, 8 de enero de 2008

La desgracia, según Pascal


El hombre tiene necesidad de huir del ruido. Demasiado movimiento a su alrededor, excesivo deambular, disparatada vorágine en las horas que al final del día se le fugan de las manos. Recuerda la frase de Pascal...la desgracia del hombre proviene de una sola cosa, y es el no saber permanecer en reposo en una habitación...La escuchó hace tiempo de labios del protagonista de La peau douce, una película del gran Truffaut que le sigue pareciendo una modernidad. No desea convertirse en un profesional de la contemplación, pero añora los instantes calmos, casi imposibles. Siente una inmensa necesidad de vaciarse de lo superfluo, de aligerarse de aquello que no le dice, de descansar de la presión sobre las sienes que percibe desde que se levanta hasta que se acuesta, de desindignarse acerca de lo subsidiario. Aunque confía en los sueños como una separación del ritmo cotidiano, sabe que no es sino calma chica. Insuficiente. A veces, ni siquiera los sueños funcionan, y el insomnio dinamita la quietud y la mansedumbre. Él anhela otra cosa. Derivar a un apartado silencioso, sustraerse a la agitación, parar. Las fugas de su infancia hacia la soledad, ¿no pueden ser posibles nuevamente en el marasmo que le vapulea? Las viejas imágenes en las que se contempla a sí mismo al atardecer tumbado en las arboledas solitarias, junto a arroyos olvidados o bajo higueras donde nadie más se acogía le reclaman y le exigen. Los infinitivos del verbo se prenden. Detenerse del compromiso. Resistir al cerco. Reposar. Escucharse en el silencio profundo que habita sus entrañas.

domingo, 6 de enero de 2008

Arte Degenerado (y perseguido)




Pasar parte del domingo haciendo un recorrido por el expresionismo alemán. Tan feísta para unos (entre ellos el régimen nazi, aunque con buena dosis de hipocresía) como expresivo y bello para otros (entre ellos, yo) Un dato que recopilo: diversos pintores vieron incautadas sus obras, calificadas como Arte Degenerado por el nazismo. Obsérvense las incautaciones, requisamientos o secuestros, como se lo quiera llamar, llevadas a cabo por la inquisitorial tutela nacida de las elecciones de 1933:

Max Beckman. 590 obras incautadas.
Otto Dix. 260 obras incautadas.
Conrad Felixmüller. 151 obras incautadas.
George Grosz. 285 obras incautadas.
Erich Heckel. 729 obras incautadas.
Alexej von Jawlensky. 72 obras incautadas.
Ernst Ludwig Kirchner. 639 obras incautadas.
Oskar Kokoschka. 417 obras incautadas.
Ludwig Meidner. 84 obras incautadas.
Otto Mueller. 357 obras incautadas.
Emil Nolde. 1.052 obras incautadas.
Max Pechstein. 326 obras incautadas.
Christian Rohlfs. 412 obras incautadas.
Karl Schmidt-Rottluff. 608 obras incautadas
.

(Fuente: Diermar Elger, Expressionismus, 1988, Benedikt Taschen Verlag)







Los que persiguieron los cuerpos de los hombres, también entraron a saco con sus almas (entre ellas, la pintura más creativa que el arte alemán haya dado en el siglo veinte) Da para pensar. Por ejemplo, que detrás de las incautaciones existirían los negocios y el mercadeo de muchos altos cargos nazis con estas obras. ¿Entrar a disputar los criterios estéticos de los pintores en entredicho bajo el período nacionalsocialista? Una burla. Los artistas oficiales que no crearon nada nuevo en arte, sino que reacondicionaron el clasicismo y el neoclasicismo a los gustos hiperpolíticamente correctos del régimen de acero, ¿quiénes eran para tachar de feísmo, degeneración o antipatriotismo a la obra de una pléyade de pintores que eran la conciencia viva y opositora de la Alemania entregada al Führer?


Acallar la crítica, bajo todo sus aspectos, es siempre la dirección que toman los regímenes políticos totalitarios. Es el preámbulo de lo peor que está por llegar. Pero no se crea que esto viene de la noche a la mañana. El huevo de la serpiente es anterior, se va incubando en una opinión pública acobardada y en unos ideólogos sin imaginación pero fuertemente demagógicos. Probablemente, las Iglesias hayan tenido también bastante responsabilidad en el desarme moral e ideológico de las poblaciones con sus creencias trasnochadas y falsarias, y con su encarnación en el reino de la riqueza de este mundo. Hay siempre una línea de contacto en la sombra, una trayectoria entre el espíritu inquisitorial desde la Contrarreforma con los sistemas totalitarios imperantes en el siglo veinte. Datos para meditar. Miserias para superar. Energía para sobrevivir.



(Obras adjuntas de Emil Nolde, Otto Dix y George Grosz)

sábado, 5 de enero de 2008

Me gusta la vida (no obstante)


Remover los cajones. Registrar viejos objetos: abandonos, silencios, desusos, pérdidas. Apenas coger con los dedos cualquier cosa, por ejemplo un reloj. Venir a la memoria una larga cadenilla vinculada al ojal de un chaleco. Su depósito en un bolsillo y la consulta a tientas. El abuelo tenía que cumplir a rajatabla con los tiempos, y adaptarse. Que la ciudad, por muy antigua que fuera, ya no era el erial dejado atrás. Y cómo desde la esfera vidriosa enseña al niño el lenguaje sagrado de las horas. La aguja larga marca...la aguja corta indica...Y la manecilla que da cuerda, para que no se pare el ritmo, para que no se pare. Y el misterioso tictac que pone sobre los oídos del nieto un hálito de vida.
Releer de vez en cuando los Poemas humanos, de César Vallejo. Dedicarse uno a sí mismo, en una noche como la de hoy, el regalo de su vértigo expresivo, como aquel poema que canta...

Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tánta vida y jamás!
¡Tántos años y siempre mis semanas!...
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi ser parado y en chaleco.

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París
y diciendo:
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo:
¡Tánta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tántos años y siempre, y siempre, siempre!

Dije chaleco, dije
todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar.
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado
y está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.
Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años,
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!

jueves, 3 de enero de 2008

La escritora y los monstruos


¿Se siente la escritora acosada por sus propios monstruos? ¿Crecen hasta el punto de mecerlos como si se trataran de sus propios hijos? ¿Cree que por cambiar el teclado de mil signos por el tambor de seis balas podrá acabar con ellos? No es fácil hilar mundos en que más que las palabras lo que debaten entre sí son los sentimientos. Priorizar racionalmente unas actitudes a otros comportamientos no da resultado. Explican tan poco los efectos...Es tan arduo relacionar entre sí los entresijos de la obra vivida día a día...Las palabras pretenden erigirse en la manifestación del orden, frente a ese caos que flota en los acontecimientos por sí mismo, y que bulle en la escritura en estado bruto. No es fácil, nada se concede por añadidura ni por generación espontánea. ¿Se trata sólo de dar con las palabras adecuadas? ¿No es más bien la dificultad de comprensión de los acontecimientos lo que forma el tapón? ¿Es la incapacidad latente en uno mismo por valorar los elementos en juego? ¿Acaso se trata de la falta de claridad de saber qué influye en qué y de qué manera? ¿Es esa duda de a dónde se pretende llegar? A punto de la deserción, como mucho restallan sonidos que quieren ayudar a entender o se emiten fogonazos que anhelan revelar una visión. Pero los monstruos, caprichosos y crueles, se abandonan a colmar la paciencia, a tantear vengativamente los recursos de la imaginación. Ellos quieren ser reconocidos en su fealdad goyesca como los árbitros del esfuerzo. Fugados del control, se creen capaces con sus desquicios y sus jugarretas de dar sentido a unos folios. No ignoran que los caminos de la escritura son cubiertos con frecuencia por la hojarasca. Y si es necesario hacen balancear nerviosamente las ramas de los árboles o soplan sobre las laderas para que la dirección quede extraviada. Entonces se comprende ese diálogo amenazador de la escritora en un territorio equivocadamente elegido. Cuanto más la ven fuera de sí, más entonan los monstruos su canto de victoria enrabietado. No en vano la han alejado del arma más contundente para que campe en otra solución que no va a ser tal. Encarnados en enanos de la irracionalidad, se fortalecen sobre la rendición sugerida de la aprendiz de demiurgo. Pero ella tiene un hilo entre las manos, algo más eficaz que un revólver. Un hilo en cuyo origen ¿o destino? hay una madeja que acaso los monstruos intenten desordenar, pero en la cual a su vez pueden resultar atrapados.

martes, 1 de enero de 2008

Nutriente


Método. Tomar un higo seco. Masajearlo y aplastarlo entre las palmas de la mano. Palpar su rugosidad añeja. Llenarse las yemas de los dedos del polvillo blanco que los mantiene. Tirar de él en canal. Abrir su granado vientre. Masticar la textura ovípara desalojando el rabillo testigo. Saborear la dulzura exquisita de su pulpa hasta que las caries duelan. Un viejo alimento que recorre la memoria desde los años de infancia. Cuando el frío se notaba más porque todo nos hería más. Cuando se apreciaba lo extraordinario en medio de la escasez o de lo justo. Memoria de la lejana búsqueda en la tienda de barrio para comerlo en pandilla a pie de calle, a cargo de las propinas discretas. Hoy apetece incorporarlo al día del tránsito fugaz. Catarlo brindando con frugalidad por los recuerdos. Comunión de deseos para un nuevo año. Y siempre un año menos, según se mire. La vela, casi inmaculada, vigila. Apenas un levísimo flujo de cera cayendo sobre su vertical. Es el principio. La expectación, los días por estrenar, los territorios que requieren nuestra exploración. La llama, altiva y joven, observa como testigo cauto. Los significados, la percepción, la mirada curiosa, el olfato indagador. Queda mucha vela por delante. Se nos ofrece la degustación de la vida, como una aplicación silenciosa, que nos debe nutrir.
(Sobre foto de Manuel Vilariño)