"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 30 de junio de 2007

El diente de Atapuerca


En el principio fue el diente.

Y el diente estuvo ahí, y junto a él otros dientes, es decir los de leche, los premolares y otros molares, incluidas las muelas del juicio.

Y sin él nada se hizo, y sin ellos nada hubiera llegado a ser en la especie. En principio los dientes no pasarían de los veintitantos años porque, aunque se empeñaran en masticar todo tipo de carnes y pescados crudos y bayas y frutas diversas, los dientes no lo eran todo en un organismo complejo dotado de estómago, hígado, intestino y otros compartimentos secretos que se conjuraban benévolamente para fomentar la actividad integral del individuo. Porque detrás o encima o dentro o sobre o desde..., haciéndose en fin, siempre estuvo un individuo.

Y el individuo valía por sí mismo en cada tiempo y lugar, por más oscura y prolongada que nos parezca la cuna que nos meció.

Y el individuo siempre existió antes que la persona y el personaje, mal que les pese a la iglesia católica y a los mediáticos de nuestro tiempo.
Y todo fue hecho a partir de la masticación y de la digestión.

Y los individuos, bien por azar, bien por adaptación, bien por modificación debida a la observación y a la experiencia, desarrollaron recursos y capacidades. Porque más allá, el desafío estaba escrito: extensas sabanas, densos glaciares, contradictorias oscilaciones climáticas, atmósferas cambiantes, ingente cantidad de especies animales con los que competir o sobre los que intervenir para obtener el triunfo de la supervivencia.

Este diente vino para dar testimonio de la evolución larga y compleja de la especie. Con él llegó la luz, y en sí tal vez no era la luz, sino acaso un mero testigo y reo y víctima y portador de la luz.

En el principio acaso no fue ni el principio.
(Atapuerca es la gran esperanza blanca de los hombres de buena voluntad. Es decir de cuantos todavía creemos en la indagación, en la interpretación y en el conocimiento. Las aportaciones punta de última generación que existen hoy día en la Humanidad no serían nada sin aquellos primeros dientes. Atapuerca nos resulta útil no sólo para conocer nuestro pasado sino para reconsiderar moralmente nuestro pasado y nuestro presente. Quienes pintan los descubrimientos de Atapuerca exclusivamente como la investigación sobre el origen del hombre se quedan cortos. A algunos no nos queda duda de que las ciencias relacionadas con el conocimiento del hombre primitivo nos aportarán también el origen de la Palabra, es decir, del enfoque aproximado y no mítico sobre la evolución de nuestra especie. Si a las filosofías inútiles y a las religiones de leyendas y mitos no les gusta, allá ellos. No dudo de que el diente de Atapuerca -como emblema de tantos otros restos y connotaciones científicas- nos hará más libres)

La letra ajena


(Variaciones XXV)


Y en ese querer solo escucharse a sí mismo el hombre se ha sentado bajo la sombra de dos higueras gemelas en el patio de la casa. Se siente fresco. Pero también percibe cierta agitación en las profundidades del ser que se abandona. Sabe que su reencuentro pasa indudablemente por recuperar el instinto de la escritura y recuperar unas posibilidades que hasta ahora sus quehaceres occidentales se lo habían impedido. Cree que la lejanía física en todos los sentidos, no sólo de la geografía que ha dejado atrás sino también de las obligaciones que ha marginado y de los recuerdos que trata que no le afecten, le van a permitir desarrollar una expresión que le redima. Cuenta con la capacidad de observación que da la distancia, se siente reafirmado por la disponibilidad abundante del tiempo, considera que los silencios que rodean su presencia facilitan la disciplina y la concentración para intentar hablar por escrito. No puede ocultarse que teme no contener la catarata de la memoria, justo todo ese bagaje que le atropella acumulado desde los años más lejanos de su vida. Pero confía, con esa relativa seguridad que aporta el optimismo de quien necesita renovarse a fondo, en el aislamiento y en una particular actitud zen para domeñar el instinto y aplicar el orden preciso a sus intenciones. Si consigue apartar la ansiedad que ha caracterizado siempre la vorágine de su existencia, ya habrá dado un primer paso. Si no se obliga a dar vueltas a lo accesorio y no se obsesiona con los efectos, ya habrá puesto la primera línea en un papel blanco. Sin embargo, la lectura medida y cautivante de un libro le depara sorpresas y le hace reflexionar. Es esa letra ajena la que le atraviesa y le sobrevuela como un ángel protector. Llega a un párrafo que le ha paralizado y que ha releído varias veces:


Igual que todos los escritores sin talento y sin verdadera vocación, Daville albergaba el error inveterado e inextirpable de que ciertas acciones mentales conscientes conducen al hombre hacia la poesía y de que en la creación poética se puede encontrar un consuelo o recompensa por los males que la vida nos impone y con los que nos rodea.

En su juventud, Daville se había preguntado varias veces si era poeta o no, si su trabajo en ese campo tenía sentido o no. Ahora, al cabo de tantos años y tantos esfuerzos que no habían aportado ningún éxito, pero tampoco ningún fracaso, podía parecer evidente que no era poeta. Sin embargo, como suele suceder, con los años, Daville "trabajaba en su poesía" más obstinada y mecánicamente, sin plantearse ya la cuestión, que la juventud, en el examen y crítica valientes y honestos que hace de sí misma, se plantea con tanta frecuencia. Mientras era joven y mientras aún encontraba a alguien que lo alentaba con elogio, escribía menos, y justo ahora, cuando ya había entrado en años, cuando ya no había nadie que lo tomara en serio como poeta, trabajaba con regularidad y diligencia. La necesidad inconsciente de expresión y el vigor engañoso de la juventud se habían trocado en costumbre inerte y aplicación. Porque la aplicación, esa virtud que tan a menudo aparece donde no debe, o cuando ya no es necesaria, ha sido desde siempre el consuelo de los escritores sin talento y la desgracia del arte. Las circunstancias extraordinarias, la soledad y el tedio al que durante años había sido condenado, obligaban al cónsul cada vez más a seguir esa estéril carretera secundaria, ese pecado inocente al que llamaba poesía.

Se pregunta si el autor, Ivo Andric, que tan bien desarrolla su literaria Crónica de Travnik, lo dejaba caer como crítica a lo que había visto y comprobado en su tiempo. Para él aquello suena a toque de atención, a reflexión a tiempo y a consideración a tener en cuenta.


jueves, 28 de junio de 2007

El cuaderno blanco


(Variaciones XXIV)


La mujer se ha sentado de mala manera ante el pupitre. Un viejo recuerdo de la escuela donde sus padres, maestros en un pueblo perdido del país más interior, la hicieron una alumna más. Coge un cuaderno no demasiado viejo. El cuaderno tiene las hojas sin rayar. Toma un bolígrafo que hace juguetear entre sus dedos. Este cuaderno es como uno de aquellos ya olvidados. Un significado. La impronta de una excepción que hicieron con ella. La disciplina sólida de una infancia de la que ella no quiere ser consecuente hoy. Precisamente porque sabe que la tiene interiorizada, porque no puede librarse fácilmente de ella. Siempre se ha preguntado por qué. Mientras todos los niños escribían sobre líneas, para mantener un equilibrio que no siempre era fácil, a ella su padre la inducía a hacerlo sobre cuadernos con páginas blancas. Sin sujeción, sin carriles, sin dirección clara. Sólo unos márgenes y el empeño del padre. Entonces fue la desesperación, la diferencia, el salto al vacío. ¿Qué extraña manía por el apresuramiento incubaba con esta práctica su padre sobre ella? ¿Alojar en su mente una idea obsesiva del orden? ¿Implantarla un sentido casi enfermizo del rigor y de la exigencia formal? ¿Qué fijaciones mantenían perturbado de alguna manera a aquel hombre para exigirle a ella lo que no exigía a los demás alumnos? En todo lo demás, su padre era casi enteramente condescendiente. Cierto que ella olvidaba con frecuencia la extraña imposición sobre las reglas de la caligrafía. Sobre todo cuando su padre le contaba en los atardeceres cálidos las viejas aventuras de su recorrido por el mundo. Mucho antes de ir a morir en vida en un pueblo profundo y casi inexistente. Y cuando le leía a Verne, cuya recitación de El hombre invisible la enervaba y la llevaba a fantasear. La infancia está dotada de una poderosa facultad para olvidar el instante, aunque tal vez no para perdonar. Por eso es importante generar personajes propios, al hilo de los que los escritores hubieran podido crear en sus ensoñaciones. Ella reencarnó a su manera el hombre invisible, nunca supo bien si porque le parecía que el don de la invisibilidad tenía una alta potencia, o porque le permitía hacer justicia más allá de las leyes y las influencias de los humanos. Esa seducción por el arte de la existencia oculta suponía para ella una manera de vengarse del agravio, no solamente del que su padre cometía con ella, sino de aquellos otros que ella iba percibiendo que se estaban inflingiendo con sus padres. No sabía por qué su familia no podía salir nunca de aquel territorio áspero y escasamente comunicado. Ni por qué recibían periódicas visitas de un personaje oscuro que les hacía firmar un papel y que apenas intercambiaba unas palabras con ellos. Recuerda que cada vez que aquel individuo llegaba en un citroen negro, acompañado con otro señor con correajes y botas, sus padres pasaban unos días con insomnio y escasa comunicación. Mientras se queda absorta en lejanas memorias, ha dejado el bolígrafo. Se ha puesto a hojear las páginas escritas anteriormente en el cuaderno: una letra salvaje, unas líneas forzadamente inclinadas, unos apuntes desordenados. Se sabe en un gesto por deshacer lo que no va a poder quitarse. Al menos, no del todo. Se contempla los dedos, comprueba la redondez del arco de las uñas, se doma los padrastros. Quiere ponerse a escribir.


(Paul Delvaux ilustra)

miércoles, 27 de junio de 2007

Newton ataca


Cuando el mercado se apodera de las imágenes, todo se desfigura. Helmut Newton, el fotógrafo, está detrás, de acuerdo. Ha previsto la escena de plomo. Ha activado el disparador. Pero ¿de qué anuncio se trata? Todo tan envuelto en esa atmósfera de momias...podría ser un contranuncio. Una visión repentina y rápida contemplaría la soberbia erección del inexplorado vehículo ante la presencia de unos hermosos -y supuestos- pechos fugados del envoltorio. Es la esencia de la publicidad, ¿no? Vincular -vehicular- cuerpos; al fabricante no le interesa diferenciar los conceptos haciendo florituras éticas. Lo importante es vender, aun cuando el producto esté oculto, que de ordinario lo está. Morbo superior. Hacia mayores ventas por la gracia de la sensación, que es tanto en este caso como decir de la apariencia. Estamos en manos de los figurantes del mercado. Se nos vende por el aspecto de ser, por la simulación. La elección de los productos siempre es una representación. Acabamos adquiriendo lo que nos parece, lo que nos seduce o lo que nos sugiere. En la mayor parte de los artículos que se nos ofrecen apenas nos comportamos sino como espectadores rendidos y concedidos. La ficción siempre nos precede, puesto que viene de lo hondo de nuestros deseos y apetencias, diría Jung. El gigante móvil adopta el aire del macho atlético, potente y arrasador. La figura montada en las ancas mecánicas, masculinas, ¿es lo que parece ser? La cubicación de los roles puede ser un engaño. Piénsense que hay robots de postúltima generación. Y virtualidades que no son la realidad llana pero satisfacen como si lo fueran. El enigma se mantiene: ¿hay cadillac recóndito o atrezzo simplemente? ¿Y si tras la enmomiada figura de apariencia femenina no hubiera tal? ¿Y si solamente fuera una transfiguración que al apagarse los focos del estudio se disuelve en la oscuridad del cuarto? Unas preguntas llevan a otras, y éstas a la nada. Newton, ¿hace publicidad o denuncia? Probablemente ni una ni otra, simplemente paradoja.

martes, 26 de junio de 2007

El vuelo quieto


(Variaciones XXIII)


Lee en el vuelo de los pájaros. Al observar sus movimientos, comprende mejor su propia inacción. Las idas y venidas de las aves concitan una inquietud de la que él parece no hacerse eco. El cielo está revuelto, piensa. Algo inusual se agita al otro lado de la llanura, sospecha. Puede tratarse de la fragua de una tormenta. Acaso acechan confusas fuerzas telúricas. Incluso podría estar produciéndose un desplazamiento masivo de hombres. Esa lentitud de la que últimamente ha pretendido hacer pauta en su cotidianidad podría quebrar nuevamente. Pero no se turba. Él sabe que en la vida, la seguridad es excepción. El desequilibrio, norma. La paz, calma chicha. La agitación, una práctica inerte que zahiere los espíritus y convulsiona los estamentos de las sociedades. Las aves lo entienden muy bien. También están sujetas a las influencias y a los cambios. Ni siquiera para ellas las migraciones son siempre periódicas y recurrentes. Ha huido de la ciudad, donde se concentran los recursos que dan una supuesta fortaleza a las gentes. Pero a él esa sensación de respaldo no le garantiza vivir a gusto. O bien la vida de urbanita le concita más desasosiego que armonía. Se ha marchado del país, porque todo el territorio, bien sea metrópoli o ciudad mediana o pueblo o aldea, le parece una y la misma ciudad asfixiante proveniente de un mundo futurible, casi ficticio. Pero sobre todo, ha escapado de la propia memoria obsesiva. De los significados que le atan y le limitan y le incapacitan para seguir probando y disponiendo sus capacidades. Es arriesgado. Su vuelo se mostraba tanto o más revuelto que el de los pájaros. Necesitaba la distancia, le reclamaba el apartamiento, le urgía obtener la bonanza del solitario. Al salir del baño público siente renovado. Volverá otro día, tantos cuantos la liturgia del mantenimiento saludable del cuerpo se lo exija. Ha optado por el desentendimiento. Se ha parado. Quiere oirse sólo a sí mismo.


(La hermosa fotografía es obra de la belga Martine Franck)

lunes, 25 de junio de 2007

Los hilos de Chantal Maillard






El fin de semana bien se merecía descubrir lo recién publicado por Chantal Maillard. Una obra diferente. De apariencia más seca y distante. Pero sólo de apariencia. ¿Es tan rompedor su último poemario debido a la muerte del hijo? ¿Marca la propia enfermedad hasta el límite de la desesperanza? ¿Lo es también por el avance imparable de la edad, que obliga a repensar y a deconstruir el pensamiento? ¿O acaso porque ya no hay márgenes de vuelta y sólo queda enfrentarse al vacío, incluso al de la palabra? En HILOS (Editorial Tusquets) Chantal Maillard se desprovee de sí misma. Y avisa...

Volver a las palabras.
creer en ellas. Poco. Sólo
un poco lo bastante
como para salir a flote y coger aire
y así poder aguantar, luego,
en el fondo.

Volver a las palabras. Con
voluntad de sentido.
Boqueando. Pez en la orilla
común de los creyentes.

Volver. Decir superficie. Escribirla.


¿Qué pretende Chantal Maillard con el uso protagonista del infinitivo? Probablemente, convertir los actos, lo objetivado, lo sufriente en actor principal de lo escrito. Sí, estamos ante otra manera de escribir poesía. Otra forma que rehuye, porque ya no cree en ella, de la retórica, de la personalización obsesiva y de la figuración tan al uso. Se impone a sí misma una especie de consignas. Suenan duras, catárticas...

Dejar cumplido. El qué,
no importa. Irse dejando atrás
pocas cosas. Sólo objetos. Con
las cosas se hereda la tarea
del olvido. Clausurar el recuerdo.
Desprenderse en vida.
Lo indispensable acompañando.

Terrible concentración la de la poeta, afectada por la dureza de los acontecimientos. ¿Qué pretende? Dejarse llevar por el descreimiento, sentir la acusación por lo irreparable, pero tomar también la determinación de marcar los límites a los complejos de culpa que siempre acechan. Y hasta qué punto...

Los gestos.
Reducir los gestos.
El de los ojos,
entreabiertos para
la claridad, y a veces
cerrados. Prolongar
el tiempo entre el abrir
y el cerrar.
Reducir los ciclos del párpado.

Aquietar el aliento.

Querer menos.


La obra HILOS se subdivide a su vez en partes poemarias, tituladas, por ejemplo: Poemas-husos, La calma, Irse, De pie, El cuarto...Como si fueran distintos órganos, diferentes cuerpos, que trenzan el cuerpo grande. Un ecosistema que hace vivir concéntricamente a unos respecto a otros. Para Maillard la expresión poética no puede ser ya la que antes fue, la que otros autores aún practican, la que los lectores gustamos todavía de encontrarnos, tal vez porque nos gustan los efectos multiplicadores de los grandes poetas del pasado, a pesar del transcurso del tiempo. Pero ya nada es igual, cuando han acontecido demasiadas cosas preñadas de gravedad, nada es lo mismo cuando la vida te va forzando a desalojar las aspiraciones inútiles, nada puede ser de la misma manera a la hora de expresar el aliento profundo...

Podríamos jugar a hacer metáforas,
al fin y al cabo es por analogía
que aprendemos el mundo y sus causas.
Podríamos disponer en versos las palabras,
como antiguamente, para
poderlas recordar, recordar lo importante.
Pero ha pasado el tiempo,
ya nada es importante, sólo el aire,
tres sílabas apenas, en la página.


Cómo recuerda a Jorge Guillén, para quien lo profundo y, por lo tanto, lo importante y vital era también el aire. ¿Es la escritura un recurso de supervivencia? Naturalmente, y no sólo. Lo es siempre aunque obnubile a los autores la senda en busca de la creación, del argumento, de la expresión descriptiva insólita y diferenciadora. Pero a veces es más necesaria simplemente por biología. Y es aquí cuando el acto de escribir se vuelve más auténtico y tal vez genera lo inesperado. Pura punción. Necesidad y prospección hiriente. Elemento autóctono de cada ser para hacer frente a los elementos que nos acechan...

Irremediable.
Escribir irremediable.
Buscando remedio.
Con esa intención. Pero lo
irremediable no es remediable.

O sólo mientras se escribe. La
palabra irremediable no es lo
irremediable. Aunque, una vez
escrita, sea irremediable. Así
pues, escribir remediable. Lo es
mientras se escribe.

Después, caer al adentro. Donde
lo irremediable
paraliza.

Reconozco que me admira y me seduce la capacidad expresiva de Chantal Maillard. La poesía vuelve a ser una compleja red cosida por tantos hilos ocultos...HILOS mereció ser leída estos días de asueto. Ahora vendrá la segunda lectura, la anárquica, la elegida al azar, que te lleva a orar con los poemas. Y entonces, la poesía, cumple otra función.

domingo, 24 de junio de 2007

Larga noche, larga mano


El hombre (anterior) no deja de sorprendernos. Ese pequeño mamut tallado en marfil encontrado recientemente en Alemania -treinta y cinco mil años de edad más o menos, dicen los prehistoriadores, que lo sitúan en la categoría intermedia entre el auriñaciense y el perigordiense- admira por su elaboración figurativa.

Que en el principio no fue la palabra -in principium non fuit verbum, podría decirse parodiando a la inversa- sino otras representaciones las que los neandertalenses estimaban, ansiaban y acaso adoraban, no cabe ninguna duda. Desde la naturaleza más primigenia (el sol, las estrellas, las estaciones, las tormentas, el clima en general, los valles, las cavernas...) hasta las especies animales coetáneas con que el hombre se encaró desde siempre, el hombre (anterior) fue echando un pulso, durante milenios, con los elementos sin que el tiempo no contara sino como efecto.

Larga noche de la edad del hielo debió ser aquélla. Pero también larga la mano de la supervivencia y de la inteligencia desarrollada. Y el arte nació allí precisamente y probablemente. Que encima los arqueólogos hayan encontrado veintitantas figuras más en el mismo entorno revela la existencia de un auténtico taller creativo. Para envidia de los artífices de las culturas sedentarias que miles de años después acontecieron en el planeta. ¿No son muestras de este talento las que nos deberían hacernos caer del burro de la soberbia, de la posesión de la verdad (la verdad no puede ser aprehendida, dejaría de serlo), de la competencia flagrante con otros hombres y del maltrato a los bienes naturales?

Pedir un punto ético de reflexión a la fiebre productivista de los humanos de nuestro tiempo no parece que pueda tener demasiada aceptación, pero opino que es razonable y oportuno. A mi descubrimientos como el pequeño mamut de Alemania me revelan más sobre la especie a la que pertenezco que las teologías, los pensamientos impositivos y las leyes del mercado. La creación artística une a los humanos y nos reconcilia con la naturaleza. Pero ¿quién está dispuesto a sentirla además como ética?

sábado, 23 de junio de 2007

Purificación


He crecido en medio de tantos símbolos, rituales, palabrerías y significantes que no sé muy bien si tengo que retomarlos, recrearlos o sencillamente ignorarlos. Sí lo sé. Establezco distancias. Sopeso, reviso, me lo pienso. Los doy la vuelta. Hay una palabra, un concepto sobre todo, que me sigue impresionando. Catarsis. Purificación. La vieja tragedia griega actúa como representación donde los espectadores, yo, tú, usted, ven cómo se proyectan en los actores las pasiones humanas, y a través de esa proyección los espectadores se liberan de su larga mano culpable. Pero es una constante en todas las culturas y civilizaciones. Cuando algo pesa, sabe a viejo y además crea complejo culpable es preciso limpiarlo y recrearlo. La intimidad del ser de cada individuo, y su respaldo y explicación a través de la comunidad, lo exigen. Un proceso de renacimiento, que no es posible sin tener conciencia de la necesidad de eliminar el freno, lo obstaculizador, lo hiriente en uno. La culpabilización, en fin, se muestra como acusativo de esa interiorización de nuestros defectos, incapacidades y acciones mal acometidas. ¿El pecado nombrado por las religiones, tal vez? Los ritos y símbolos purificadores que, más allá del teatro, han llegado hasta nuestros días trasuntados en la hoguera, la exaltación del fuego y la capacidad de danzar y saltar sobre el elemento poderoso permiten e interpretan procesos de purificación Y además vienen de antiguo, más allá de la cultura griega que pone el nombre de catarsis. Nada se inventa en ninguna cultura, sólo se recrea, se adapta en las formas, se prolonga en el tiempo. Se condicionan y transforman los lenguajes verbales, gestuales y simbólicos. Pero la intención y la voluntariedad permanecen. Tras siglos de representación y de adaptación simbólica, las tradiciones ofrecen desde rituales de las culturas megalíticas del Bronce (Stonehenge), lecturas visigóticas (San Juan de Baños) románicas (San Juan de Ortega) hasta las costumbres de pueblos y barrios de las ciudades de nuestros días. La mixtificación no anula la larga mano pagana y ancestral, mal que le pese a la Iglesia de los católicos, y como todos los grandes rituales tienen su propia encarnadura y su mensaje más allá del sincretismo y control propios de las organizaciones de poder. ¿No pasa algo semejante con los carnavales? Solsticio de verano. Momento fundamental en la economía, en la sociedad y en la antropología de los pueblos primitivos asentados. Los ciclos de la vida y de la capacidad de utilización de la naturaleza van unidos desde milenios. Hoy ya no está tan claro. Las sucesivas revoluciones en la transformación de los bienes naturales van despojando de sentido a los símbolos y a los significados que otrora tenían su importancia. Quiero creer un poco esta noche en ellos. Mi fe ciega quebró hace tiempo. Mi cuestionamiento se justifica. Pero mi lado enternecedor y sentimental me pide un leve gesto aquiescente y bondadoso. Más allá de las repugnantes reelaboraciones del mercado, más allá de la presuntuosa arrogancia del clericalismo, la noche de San Juan retoma el solsticio y me pide una concesión. He visto hogueras imaginarias toda mi vida. Prefiero éstas, las teatrales, las virtuales, las que nos renuevan a través del símbolo, a las de verdad: las del enfrentamiento de las organizaciones y entidades humanas, esas jodidas realidades denominadas guerras, miserias, persecuciones, exterminios, alejamientos. Que el poder del fuego purificador no se limite a una noche. Que el desafío nos acompañe cada día.

(Bill Viola, de nuevo, acompaña con sus imágenes de purificación)

viernes, 22 de junio de 2007

Azul



(Variaciones XXII)

Te escurre el agua desde la cabeza a los pies, te impregnas de ella, desarbola tu inquietud, te empapa los cabellos, se convierte en tus lágrimas, frotas con ella tus pómulos, tersa tus cejas, te afila las pestañas, te aligera los párpados, te llenas de cristal los ojos tristes, humedece la sequedad de tu memoria, la bebes, la saboreas, ahoga tus gritos, precipita tus gemidos, la aspiras, llena de mar tus oídos, la succionas con la barbilla, besa tu cuello, te resbala por el torso, cabalga sobre tus clavículas, se columpia entre tus brazos, despierta en ti el recuerdo de sensaciones olvidadas, te adorna con sus perlas los pezones, ilumina tu vientre, se filtra en tu ombligo, pone una cinta de plata en torno a tus caderas, palpa tus nalgas, conmueve la fuerza de tus misterios ocultos, te alzas por instinto hacia su cuerpo líquido, abre caminos hacia tu pelvis, se precipita entre la cara oculta de tus muslos, los recoge, los expande, los vuelve frágiles, esponja tu vello, corona tu venus, te agitas en su mordedura de áspid, te cala donde tú deseas sentirla, deja un rastro de arena, te desaloja de ti misma, te hace enmudecer, descansa en tus rodillas, refresca tus piernas, presientes la turbulencia previa a la relajación, gotea sobre tus pies, lame tu pulgar, lengüetea tu talón, agitas el cuerpo, danzan tus sentidos, la recoges pausadamente con las manos, la contemplas fijamente en su derrame, la hablas silente, la extiendes con ligeras convulsiones, te arranca una sonrisa, la dejas seguir su curso, te diluyes en ella, agua azul...

miércoles, 20 de junio de 2007

O tres






(Variaciones XXI)


Al encontrarse cara a cara sus dos rostros, ella dudó. Difícil la elección. ¿Cuál de ambos daba la medida de su caracterización? ¿Quién de las dos mujeres se metamorfoseaba y engendraba la definitiva? ¿Qué imagen ganaba el pulso a la otra? ¿Era la apariencia la que decidía? ¿Acaso había una tercera mujer entre ellas? Una mujer agazapada, que se aproxima reptante desde el fondo de la sima. O una mujer erguida, naciendo apenas de la luz que la entrada de la caverna sugiere. Arduo dilema. Siempre dos mujeres que desean ser la única o la nueva. Debatiéndose entre la oscuridad que teme y el territorio yermo que se le depara. Una ya recatada, curtida, mermada de fuerzas, indolente, desalentada tal vez. Otra osada, expectante, posibilista, activa, soberbia acaso. Ambas dispuestas a sobrevivir en territorios inhóspitos, porque ni la luz ni las tinieblas garantizan ni el éxito ni la seguridad. La mujer se contempla en una hipnosis que la inmoviliza, como si el tiempo no existiera en los hábitats más primitivos. La mujer del espejo admira en la que está fuera de él el cuerpo aún expresivo y solícito. Sus miradas mutuas están lejos de percibir el paso del tiempo, la exigencia de los compromisos, las obligaciones de la dedicación, las pruebas frustrantes del amor, los conflictos consiguientes a la opción y el riesgo. Son miradas que no quieren acabar de encontrarse. Al girar los rostros, la mujer trata de encajarse y reconstruye las posibilidades. No ignora sus vivencias pasadas, ni los desatinos, ni las insuficiencias, ni los aprendizajes que nunca resultaron definitivos. No renuncia a los pasos nuevos, al tanteo de otros conocimientos, a la eterna búsqueda del calor que sigue necesitando. Se recoge el cabello, se preserva desde el espejo, se dirige hacia el pupitre de su cuarto, se echa un chal por encima, se sienta, se dispone a escribir.


(La mujer ante el espejo es un cuadro del pintor surrealista belga Paul Delvaux)

martes, 19 de junio de 2007

Dos mujeres


(Variaciones XX)

Podría decirse que son dos mujeres. Hay tal serenidad en el rostro de la mujer real que es su reflejo el que se entristece y aflige. Como dos almas dispersas, la mujer se asoma al abandono. Ella lo desea. No sabe si esta vez es definitivo o simplemente más largo. Su rostro está escindido entre dos representaciones. El vidrio del amplio ventanal ha volcado la perspectiva. Como la repentina partida de él ha obrado sobre ella. Las dos figuraciones manifiestan actitudes diferenciadas ante lo inmediato. Mientras la mujer real fija su mirada enigmática en un plano perdido pero esperanzador, su doble recae en una turbiedad embellecida por un patetismo digno. Ambas mujeres, seccionadas del mismo origen, renacen como estampas perdidas en un viejo manual de la historia del arte. Más florentina la real, más severa y eginética la del segundo plano. Si las fisionomías son máscaras, éstas se apoderan de la bandera del gesto para detener la acción y contrarrestar los efectos. Las manos se sujetan protegiéndose, sin tensión. No resguardan calor ni un último tacto ni un símbolo de metal noble ni siquiera un icono del otro cuerpo. Tampoco encierran una metáfora ni aseguran una llave de un futuro incierto. El aire contenido en los puños concéntricos no circula. Contienen simplemente la propia estructura de la mujer que no quiere quedar rota. Un equilibrio, una determinación, una permanencia. Ni siquiera ella está segura de que haya habido final alguno. Está tan acostumbrada en su vida a que tantas veces los alejamientos hayan parecido epílogos. Y sin embargo luego nuevos episodios han alimentado el reencuentro y fomentado la curiosidad. La mujer no debe temer. Su desdoblamiento la refuerza. En cualquier momento ambas posiciones opuestas van a girar sobre sí mismas. Y las dos miradas extraviadas entre la incertidumbre y el desgarro van a sobreponerse sin reservas. Está en juego la propia unidad del ser que no debe ceder bajo ningún concepto a la lamentación y a la desidia.

domingo, 17 de junio de 2007

La horda



Aplastado por una horda de libros. De un momento a otro se va desangrar de todas las lecturas acometidas a los largo de sus años aún no demasiado largos. Él sabía desde hacía tiempo que le pesaban, algunos textos más que otros. Pero no fue esa carga gravosa lo que propició el accidente. Fue más bien la disputa celosa entre autores y géneros la causante. Eso creyó al principio. Después fue cayendo en la cuenta de que su castigo era debido a otros motivos. Fue el cambio de rumbo de su interés, la acechanza incontenible de los significados, la seducción enfermiza por las nuevas maneras de la escritura, el descubrimiento deslumbrador de los textos antiguos que conservaban toda la modernidad y la exigencia que hoy pudiera reclamarse. Fue la revelación, en fin, por el arte oculto que transitaba entre las páginas que seguía prospectando. Inevitablemente fue también la dificultad por disponer de sus tiempos. Y la necesidad y evidencia fatal por tener que elegir. Le empezaban a doblegar sus limitaciones. Se sabía todavía rebelde. Se intuía en una vida continua de ruptura. Se desguazaba en la inquietud por no hacer plenamente lo que él más deseaba. Las noches empezaban a ser días. Y los días se hacían demasiado extensos para el esfuerzo multiplicado. Combinar obligaciones y placeres secretos requieren algo común: la exigencia y el denuedo. Aunque se sentía cada vez más agotado, hurtaba huecos en el trabajo, aprovechaba los desplazamientos, dejaba de verse con los amigos de siempre, rehuía deberes domésticos, se desinteresaba por la convivencia y se apartaba de la abulia de su vida familiar. Lire bien vaut une messe, parodiaba a Enrique IV de Francia. Fue entonces cuando empezó a dudar. ¿Le acosaba su sistema de vida porque hacía un fin en sí mismo de su vieja manía? ¿O leía compulsiva y atormentadamente porque no sabía hacer otra cosa? Temió la enfermedad, temió la obsesión. Recordaba a veces a Peter Kien, le imaginaba sufriendo por la destrucción ígnea de sus libros que era sobre todo el acabamiento de su mundo. Mientras era sepultado por el monstruo al que se había entregado le corría un hilillo de sonrisa mordaz por su barbilla. El precio del riesgo de leer, pensó.

(Montaje fotográfico del artista chino Zhang Huan)

sábado, 16 de junio de 2007

Hamam



(Variaciones XIX)

No dejo de contemplar la bóveda estrellada del mediodía. Mientras echo pausadamente por encima de mi desnudez cazos de agua fresca. Mientras mi cuerpo exudora cuanto precisa desalojar. Los otros cuerpos se mueven entre la neblina del vapor, como sombras que no me son del todo ajenas. O yacen sobre unas superficies lisas, desapareciendo entre sus meditaciones. Estoy apoyado en el mármol húmedo que reviste el muro. Aislado de las demás carnosidades que hablan bajo o callan. Fugado de mis ocupaciones habituales. Escaseando los recuerdos. No sé dónde comienza y dónde acaba mi ser líquido. De vez en cuando cambio de posición. Alterno el ejercicio de los brazos para que no haya ninguna zona de mi piel que no reciba la ablución. El vaho es un territorio extenso al que sólo escapan las aberturas del firmamento. Te toma y te disuelve, incluso ciega tu propia capacidad de alcance. Cuando alguno de los bañistas pasa cerca de mi se queda mirándome levemente. Luego asiente un saludo lacónico pero respetuoso con la cabeza y busca una zona desocupada donde dejarse caer. Los habituales de este lugar saben que fuera de los baños soy un extraño, y podrán tildarme con mayor o menor acritud o curiosidad de extranjero. Pero este recinto me convierte en alguien de los suyos. No hay como compartir costumbres para que a uno se le acepte o se le admita la aproximación. Las ideas en sí mismas son siempre foráneas, incluso para los de casa, por su poder de abstracción y por su alto contenido de improbabilidad. Ni siquiera los símbolos, como lenguaje y estereotipo de las creencias acendradas, constituyen el puente para vincular al advenedizo. Pero los usos y la familiaridad en el comportamiento, por muy esforzado que resulte, sirve para ser reconocido. Hay algo de ritual en ello, y los demás lo advierten, pero disculpan mi falta de naturalidad siquiera porque comprenden y estiman mi esfuerzo. Es probable que muchos de los que vienen por este hamam se conozcan de hace tiempo, y es lógico que hablen. Puede que los que se traen negocios aprovechen para intercambiar impresiones. Pero aquí lo importante es evadirte. Estar centrado y sentirte que te abandonas. Arrinconar en la ropa y las zapatillas que has dejado a la entrada las preocupaciones y los anhelos que te zahieren. El agua es el elemento excusa. Es verdad que actúa contundente e inapelable sobre el cuerpo. Lo refresca, lo ventila, lo libera de oxidaciones. Pero se trata también del vehículo necesario para que te sientas alejado de la tensión y de las obsesiones. Trato de respirar en profundidad, desafiando las sucesivas capas de vaho. Cuando me canso de sentir tanto chorro de agua, me siento. La toalla se funde con la piel. Entorno los ojos. De pronto recuerdo que hace dos días que me despedí de la mujer y sé que estará indignada por no haberla llamado. No es que se me haya olvidado. No he querido hacerlo. Ella sabe perfectamente lo importante que era para mi realizar este viaje. Debo afrontarlo en mi propio silencio. Como ahora, en que me siento purificado en mi flacidez anímica. Alzo la cabeza hacia la bóveda. Me siguen pareciendo líquido los tenues pero firmes haces de luz que me bañan el rostro. Me intriga la estrella opaca. Trato de interpretarme en ella.

jueves, 14 de junio de 2007

Consumirse





Viéndose en el extremo último, percibió que vivir había sido una fugacidad casi sarcástica. Procediendo desde un oscuro origen, la presencia erecta le había hecho creer que su aspiración tendría que ser algún día la quietud y la serenidad. Pero mientras la esperaba se dejaba llevar por la física más elemental: el equilibrio, la dinámica, el avance continuo. Unas constantes en las que tan pronto se afirmaba como se tambaleaban bajo sus pisadas, cada vez más inseguras. La tierra era en unas ocasiones demasiado grande para sus límites y otras veces demasiado angosta para sus posibilidades. No tenía muy clara una medida razonable para valorar los fines, porque cuando se desea demasiado, se aspira sin tocar techo y se disgrega en la persecución de nuevas visiones resulta imposible conocer a ciencia cierta la verdadera ubicación del hombre. Percibía el entorno como un aire prendido y sofocante en medio del cual él se consideraba la flecha que volaba desafiando el vacío. Sin llegar nunca a ninguna parte. Porque cada paraje, cada ambiente, cada tribu le llamaban la atención, los consideraba y los respetaba, pero jamás se paraba a compartir con ellos una parte de sí mismo. Se tenía por un capricho en el bucle sin fin de un extraño acontecer en el que no podía establecerse. Pero cuanto le rodeaba emitía más calor, cada costado de su caminar se consumía en una incandescencia, cada nuevo territorio que pisaba provocaba nuevas emanaciones que su propia consistencia no tenía capacidad de soportar. Cuando el fuego convirtió su vida en silueta, él siguió andando. Cuando apenas quedó de él un trazo de cenizas, aún el índice chamuscado de su mano siguió señalando la dirección imposible.

(Fotografía de un montaje del artista canadiense Bill Viola)

miércoles, 13 de junio de 2007

Tirabeque




¿Conócese mayor arma arrojadiza? Jamás una y griega estuvo tan cargada de munición como cuando se pone al servicio del pronombre por excelencia. Ese monosílabo que es todo un mundo por sí mismo. Que pretende ser todo el mundo incluso sin él mismo. Que aparenta ser corto pero que alarga su enunciado. Que parece mudo pero que asevera desde los primeros balbuceos. Que a veces apenas se escucha su emisión pero que estalla en sonoridad. Que encarna la supremacía y la independencia. Que marca la partida y el fin. Que es el centro y la ascensión. Que en nuestra lengua puede quedar oculto o del que se puede abusar innecesariamente (los franceses lo muestran con obviedad malsana para todo) Pero que aunque no se cite se repite a lo largo y ancho de nuestras entrañas como una construcción poderosa sin la cual nuestra vida interior apenas tomaría conciencia. Templo y fortaleza, camino y hábitat, cárcel y liberación, océano y balsa, instinto y razón, el pronombre se multiplica, se carga, se recarga, adquiere fuerza, tensa su proyección, apunta sobre el más allá (al tú, al él, al nosotros, al vosotros, al ellos) ¿Quién osa ponerse a tiro? ¿Quién espera ingenuamente el disparo demoledor? ¿Quién permanece quieto ante su impacto? Y, sin embargo, no es un dispositivo perfecto. También resulta una defensa defectuosa, también arriesga el tiro por la culata, también oculta la bala en la recámara. Recuerdo que de niños arrancábamos ramas de los cerezos o de los avellanos, buscábamos las íes griegas mejor formadas, limpiábamos la piel con una navaja, fijábamos con fuerza en sus extremos una goma larga que nos daban en los talleres de reparación de bicicletas, dejábamos pasar un cuero como cazuelilla que sujetara la munición, tensábamos la poderosa herramienta y disparábamos a los pájaros, a los botes, a los cristales de la vecina a la que teníamos manía. ¿Era ya una forma simbólica y práctica de nuestra afirmación del YO? Dejado de lado el tirabeque infantil, resulta que hemos seguido practicando el arraigado ejercicio de nuestra confirmación. Por si alguien no se da cuenta, seguimos disparando nuestro ego en cada conversación, en cada acto, en cada sueño, en cada aspiración, en cada deseo. Es ya inercia. Algo arraigado, interiorizado, asumido. Al alcance de todos y cada uno de los mortales, a nadie le es negada su licencia. No hay freno posible. Sólo la propia dosis de escepticismo, de duda y de sarcasmo que la sabiduría del vivir puede habernos concedido.


(Chema Madoz fotografió el pronombre en acción)

lunes, 11 de junio de 2007

Lo incombustible


La memoria es incombustible. Si huele a rancia humedad al pasar junto a los viejos portales de su barrio, se ve camino de la escuela. Si escucha el aguacero al otro lado de la ventana, pega su mirada al cristal, como un día lo hiciera. Si le espanta el ruido de los hombres acechando imprudencias, corre a refugiarse bajo la higuera. Si la sed azota el paladar de sus ansias, baja al patio a izar la soga del fondo del pozo. Si le acosan las tardes cálidas del ocio, se recoge en un rincón de su cuarto y no se mueve. Si la noche destempla la rendida entrega al sueño, acusa una agitación que araña sus extremidades. Si el pensamiento sobre el último capítulo leído se encona, y el argumento se vierte, y la historia se bifurca, toma un lápiz y apunta dos o tres líneas en su libreta gris. Si siente enervarse el músculo del deseo entre sus piernas, atrapa un cuerpo en el aire y gime rasgando las sábanas. Si oye los pasos de su padre, los cuenta. Si el bramido de un trueno sucesivo y vertical le sobresalta, enciende una vela. Una música lejana y patriótica que va incorporándose a su auditorio anticipa el último parte de noticias. Bajo la puerta se filtra un aroma a sopa, la densidad del agua. Si pasa la mano inadvertidamente por una rugosidad delicada, siente entre sus manos las medias de su madre. La memoria también está constituida por las sensaciones de hoy. Un largo puente. El pasado fue textura y sonidos y fragancias y escalofríos. También risas. También silencios. También dolor. La mandíbula tensada pudo desfigurar su sonrisa. Y es entonces cuando los versos de Cernuda rasgan la negra melancolía, domesticándola...

Cuando tiempo y distancia
Engañan los recuerdos,
¿Quién lo ignora?, es amargo
Volver. Porque interpuesto

Algo está entre los ojos
Y la imagen primera,
Mudando duramente
Amor en extrañeza.


(Acompañando una fotografía de Doisneau)

domingo, 10 de junio de 2007

Ni olvido ni perdón






La dureza de volver de improviso al pasado. Aunque este retorno acontezca con un sencillo ejercicio de recuerdo. O consagrándolo a través de un símbolo totémico. O acaso llevando a cabo una peregrinación física que busca reconciliar la memoria. Un poco de todo eso era lo que el hombre pretendía al llegarse en un amanecer de tormenta hasta un paraje que no visitaba desde hace muchísimos años. Un espacio de su infancia feliz, de su tiempo extraviado o al menos diferente. No sabe muy bien que motivó su visita. ¿La mera curiosidad? ¿Ese pragmatismo que cuando uno se hace mayor le pide a sí mismo comprobar qué fue de tal lugar? ¿Una extraña y oculta invocación a sus raíces? ¿Un simple pasar por allí cerca? Pero el hombre no se tiene ni por esotérico ni por vindicador de patrias perdidas ni por nostálgico de solemnidad ni mucho menos por cronista de lamentaciones. Sí se tiene más que nada por espontáneo. Es débil, pero fértil, en sus ocurrencias. Persigue aún las sorpresas. Los frutos ocultos y deseables de la vida. Y de vez en cuando le atiza también un ramalazo por comprobar las fechorías o por agradecer las bondades del tiempo transcurrido. Recordar implica riesgos. Tratar de recuperar elementos que pongan en marcha los complejos mecanismos de la memoria pasada supone inseguridades. Pero al hombre le gusta echar pulsos consigo mismo, y los motivos siempre son excusas. Y sin embargo, lo que él temía que consistiera sencillamente en un paseo por la melancolía ha acabado en una cabalgada por la indignación. La dificultad en hallar el camino donde se situara aquel icono de su niñez, la vieja fuente, le hizo perder la paciencia. El misterio por no encontrar aquellas escalinatas y el viejo y oxidado caño le abrumó y le llenó de desesperanza. ¿Habrá desaparecido todo?, pensó. ¿Ni el camino es el camino, ni queda rastro de la fuente?, bramó en sus entrañas. ¿Me habré equivocado de andurriales?, empezó a dudar. No es la primera vez que busca algo que nunca existió sino en alguno de sus sueños. A punto de lamentar el vacío y la traición unos paseantes le dan la pista. Más feliz habría quedado de no haberla obtenido. Allí, en medio de una encrucijada de carreteras modernas, allí está. Y le han señalado una rotonda impersonal, plagada de señales, quitamiedos y bordillos. Él piensa que no puede ser, que aquello es una broma. Que lo que está sospechando no puede ocurrir en una ciudad moderna, cuya sociedad presume de dos universidades, de un nivel alto de vida y de ser parte de un camino místico. Los relatos tradicionales de la historia de aquella ciudad de vieja fundación situaban la misma fuente de su búsqueda como un punto donde los peregrinos paraban a beber el agua de la vida. Ya se sabe que las tradiciones tienen algo de verdad, pero nunca se sabe con precisión qué de vericidad. El hombre desafió el tráfico, se sumergió en la rotonda, y allí, como una pequeña mastaba egipcia a punto de ser engullida por la arena, yacía postrada la antigua fuente de aguas saludables. Obsérvese el tono funerario de la redacción. Tal cual. La fuente estaba enterrada en medio de la rotonda, abandonada, despreciada. El hombre bajó los escalones, tocó el ligero hilillo que aún intenta salir del manantial (¿o eran los residuos de la lluvia de toda la noche?) y se ungió la frente y la boca con ella. Un gesto. Una concesión a la supervivencia. Un ritual que sólo él entiende. Cuando ha hecho las fotos el alma se le ha llenado de enojo. Ni él se olvida jamás de la aportación de aquella fuente, ni perdona la barbarie de estos tiempos y de sus autoridades que no saben respetar. Y sin embargo, una vez más, sólo le ha salvado un texto que él no recordaba. Una inscripción mimosa, llena de dulzura, de solicitud, de entrega. Y se alejó del lugar dándole vueltas a esa idea que tanto le obsesiona: ¿será verdad que las letras salvan? Pero, ¿quién leerá hoy esa inscripción tan amorosa?



miércoles, 6 de junio de 2007

Indolencia


Tienes delante de ti toda la costa. Y con ella la historia vieja. La partida de las naves, el retorno de los supervivientes, los relatos de las hazañas acontecidas o inventadas. La bonanza del clima te desprovee de lo accesorio. Tus lacayos trenzan cintas de seda sobre tu cuerpo como lejanas dedicatorias de amantes que no te poseyeron jamás. Estás acostumbrada a despertar contemplando el estrecho de los mares. Has despedido a los sirvientes ociosos y has recibido a los funcionarios fieles que vienen a traerte noticias cada día de los rincones apartados de tu imperio. Las leonas sedentes que hizo esculpir para ti Asurnasirpal montan guardia en la terraza de tu palacio. Has ordenado acallar las melodías de las cítaras, para escuchar solamente lo sones renovados de las olas acariciando los farallones de las soberbias construcciones de tu acrópolis. Las esclavas nubias te han bañado y perfumado con los aromas de Sidón, han ondulado tus cabellos, te han puesto las medias elaboradas con la mejor seda de Catay. Luces en tu brazo la ajorca que unos embajadores mongoles trajeron de parte del Señor de las Estepas. Una jornada más tienes el mundo a tus pies. Y con él la historia futura, la que depara sorpresas, la que acerca lo desconocido, la que invade tus tierras de descubrimientos. Pero tú permaneces absorta ante la floración enigmática. Te dejas embriagar por su olor, te hipnotizas con el despliegue de sus cálices, te expones a las zalemas de sus pétalos. Se postran ante ti, reina de la indolencia. Esperan un signo de tu boca. Tal vez un movimiento de tu cuerpo.

martes, 5 de junio de 2007

País de clérigos


Éste es un país de clérigos. Es un mal secular y heredado. Quien o más o quien menos pontifica. Quien menos o más promete la redención. Cuando no establece rituales, inicia liturgias o imparte sacramentos. El campo de actuación es la amplia y diversa sociedad civil. Pero los viejos y nuevos clérigos no la reconocen si no es para obtener su rendimiento particular. Para unos clericales, vistan sotana simulada o capelo o traje y corbata o polo con cuello de banderita española, las urnas no son garantía. Son un simple y a veces mal trago. Ni siquiera cuando confían en que se vacíen a su favor creen en ellas. Sus verdaderas urnas siguen siendo sus influencias, sus caciquismos, sus clientelismos, sus repartos de poder. Sus negocios, en suma. Los clérigos jamás han tenido fe en la civilidad independiente y laica. Ni confían en las relaciones sociales donde las reglas del juego y el juego mismo se pacta cada día. Ni admiten los cambios por muy asumidos y condescendidos que estén. Para otros clericales, ocupen escaños municipales forzados o se congreguen en banda armada, la política de los demás siempre es la equivocada. Ellos están ungidos por el Señor del Gran Estado Pendiente de Ser Parido y desprecian la convivencia, el diálogo y la vida. A mi me da la impresión de que existe un trastorno de bipolaridad en la sociedad española, donde esos tirios ultras y esos troyanos fundamentalistas, o viceversa, se necesitan mutuamente para existir. En el fondo son así. Tratan de autoafirmarse y pervivir clericalizando a la sociedad española, porque lo suyo no es dejarse cuestionar ni poner en debate sus ideas y creencias. Lo suyo es tratar de seguir imponiéndolas, con sus formas demagógicas y con los mecanismos que el Estado de todos les puede poner en sus manos si unas elecciones generales se lo concede. ¿Temo más a estos tipos de clérigos o a la tercera clase de clerecía? Esa tercera clase sería esa población conformista, anodina, cobarde, malamente letrada, autista, desganada para ejercitar la capacidad de pensamiento, vaga y temerosa para hablar con el prójimo, cada vez menos ética, cada vez más egoísta y que se aferra a sus limitados logros como gato panza arriba, que delega su primogenitura de ciudadanía libre que contiene un hondo poder democrático, si se supiera hacer valer a sí misma, en los vendedores de feria que no la van a tener en cuenta una vez le hayan pillado su voto. Esta clerecía que desgraciadamente se cuenta por millones, y que conforma una de las dos seculares Españas, no es que me deje helado el corazón. Es que me lo salpica de profundo asco. No vale ya echar la culpa a los políticos, ni a esa otra casta de acólitos de vía estrecha que se tienen por periodistas, pero que no son sino ordinarios charlatanes y desfiguradores de las verdades concretas. O ese sector de la ciudadanía cambia y deja de entregarse a los ratoneros, o aquí no se salva ni Dios.



PD. Mucho me temo, pero tras la ruptura del altoelfuego de la banda etarra, creo que los viejos clérigos van a encontrarse en el camino de los españoles, bajo la forma cínica del principal partido de la derecha y bajo el disfraz de encapuchados armados de los defensores de causas irredentas. No me gustan ni unos ni otros mesías. Que se citen en el desierto y se echen un duelo cara a cara, como en las películas del Oeste. Pero que no utilicen ni unos ni otros a los ciudadanos como rehenes de sus predicaciones. Por lo demás, disculpen si el tono aparenta pesimismo y exageración. Pero ¿no es verdad que algo huele a podrido en nuestra Dinamarca?

domingo, 3 de junio de 2007

Agujeros




(Variaciones XVIII)


...Hay agujeros. Los días no están repletos, aunque nos obsesione posesionarlos. Sucede como con nuestras casas. Queremos fundir tiempos y espacios y tenerlos siempre llenos. Es una idea ridícula pero triunfante hoy día. Explicarnos por el almacenamiento, por la propiedad, por el acaparamiento. Vivir en un continuo dotar de significados a cada paso. Vivir sobrecargando nuestro entorno de objetos, de relaciones, de demandas, de acción. Estar en un continuo llamar, preguntar, suscitar atención, dedicar entrega. Palparnos en la ocupación sistemática. Recuerdo aquel viejo argumento de la arquitectura barroca. El horror vacui, la huída de lo no decorado, de lo no representado, de lo no interpretado. La respuesta del llenado y con él, implícita, la conquista del agobio. Hoy debe ser otra época barroca, pero mucho más mediocre e inconsciente. El pánico al vacío está socializado. Quien más o quien menos trata de explicarse a sí mismo por la inmersión en el apoderamiento de las cosas. Mitificamos la plenitud de nuestro ser, sin darnos demasiada cuenta de que tanta solicitud por la objetivación concreta nos martiriza y tanta vinculación con lo abstracto nos disgrega. Pero eso quiere decir también disolución. Por eso me gusta pararme de vez en cuando. Desaparecer. Escaparme a algún lugar donde ni me reconozcan ni me reclamen. Siempre hay vacíos, espacios no cubiertos. Otra cosa son los desiertos, territorios más o menos extensos donde reina lo yermo. O donde la vida se manifiesta de otra manera. Mi vida podría acabar siendo uno de esos desiertos. Podría ser. En cualquier momento mis escapadas, mis silencios, mis desconexiones pueden terminar rindiendo la actividad que hasta ahora he estado llevando a cabo. De acuerdo en que los paraísos, si llegaron a ser tales, desaparecieron y los alejamientos se vuelven difíciles. Hay gente por todas partes. Han crecido las técnicas y los servicios y las ventas por los lugares más apartados. Casi no logras escaparte. Pero siempre alguna higuera se presta a darte cobijo o unas horas no transitadas pueden permitirte que tú las tomes. Es una vieja manía mía refugiarme en las ruinas, sobre todo si apenas son conocidas o no recaban mayor interés por esa idea persecutoria de las familias de ir tras los parques temáticos. Será porque desde siempre me pareció que las ruinas me hablaban por lo que me siento cómodo y necesitado de su humildad manifiesta. Me separo para valorar mi entorno, pero también para reconsiderarme. Los rastros de las destrucciones antiguas me permiten parar. Son sugerentes y hacen de contrapeso de esta fiebre presente de las ciudades por desear crecer hasta el cielo. Me desacelero, me desobligo. Curiosamente, cuando me fugo al vacío y me sangro en el silencio dejo de pensar en todo. No me apetece recordar mis quehaceres ni mis compromisos. No ansío nada. Es muy refleja la situación. Ni siquiera la mujer que me atrae se encarna en esos momentos como necesidad. Debe haber algo de ermitaño en mi comportamiento. Acaso sea esa una forma de meditación y de ascesis, pero corta y poco consecuente. Es obvio que no se puede vivir permanentemente entre ruinas; acabaría absorbido, trasuntándome en ellas. Y qué. Podría ver el mundo con una dimensión que ahora mismo no me es dada. Y al fin y al cabo, la luz y la sombra se manifiesta para esos vanos como lo hace para las fachadas más relucientes de nuestros edificios de último diseño. Vieja pero sugerente idea esta de relacionar la arquitectura de los hábitats con la arquitectura del puro y transitado existir...

Cuando la mujer lee páginas salteadas del diario del hombre siente un placer especial. Sabe que no está bien que le espíe, pero no puede resistirse a la idea de penetrar en él más allá de las reglas de juego del cara a cara. Y además le fascina ese ventajismo que arrastra desde niña. Aunque la duda está ahí. ¿Y si él escribiera sus propias páginas de diario previendo una lectura clandestina ajena? ¿Y si con esos apuntes no estuviera marcando sino futuras líneas de cambio? Ficción, simple representación, piensa ella. Se refugia en las palabras, y abre con ellas los caminos de la huída, que siempre son de retorno, cree ella. Se siente atrapada por aquellas letras y, aunque sabe muy bien que la huída siempre es un acto solitario, porque si no sería otra cosa, se siente celosa de la soledad manifiesta en la que él se afirma y reconforta.


(Fotografía del californiano Rolfe Horn)