"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 31 de diciembre de 2009

El último recuerdo vivo



La última tableta de turrón del año. Que nadie piense que es publicidad. Pero es tan rico que no me importa sacar hasta la firma fabricante. Es lo que me queda del vínculo de estos días obligados con mi infancia. Tras un sabor que se mantiene -bueno, este año lo he percibido con más canela, pero me ha gustado igual- se ocultan una espiral de recuerdos: las vacaciones ansiadas del cole, el belén, la retransmisión de la lotería de Navidad por la radio (por la noche se oía Radio España Independiente, emisión Pirenaica), el TBO extra, la emoción por los Reyes al caer y, naturalmente, este turrón de Jijona que empezó siendo de fabricación absolutamente familiar y casera, y que se mantiene cabal. Ya veis. Detrás de los objetos también hay significados, ¿o tal vez dentro de ellos? ¿O se trata de la relación mutua que se establece entre ellos y nosotros? Evidentemente, todos esos acontecimientos de mi niñez no hubieran tenido su alcance sin el médium más adecuado: mi madre. Ella dotaba de emoción, magia y afectividad cada gesto, cada cosa, cada celebración. Todo se ha evaporado. Me aferro al turrón como el último resorte que me ata a lo perdido. ¿Será por esa razón por la que este año estoy comiendo tanto?

miércoles, 30 de diciembre de 2009

lunes, 28 de diciembre de 2009

Negra salvación


La habitación es negra. Negro su techo, que se desploma como el arco oscuro de un túnel. Negras sus paredes pringadas del humo antiguo del candil. Negro el piso de madera negra. Negra la tenue luz posterior del mermado voltaje. Negro el camastro desaseado. Negra la palangana de recoger tanta agua tiznada. El sillón de mimbre, negro absolutamente. Esputos negros. Las sábanas negras de envolver cuerpos negros. Olor a sudoración preñadamente negra. Hasta el silencio era negro entre aquellos cuerpos. Pasajeras sombras negras. Dinero negro por el amor más negro. Negro arcón de ropa indescifrable y carcomida. Aquellas mudas espantosamente negras. Camisas negras, incluso lavadas seguían negras. Arrinconado uniforme negro en el armario negro. Unos periódicos atrasados, ennegrecidos en su propia tinta, ilegiblemente negra. Malditas noticias negras. Esquelas negras. Fotografías que son manchas. Batallas negras, derrotas negras. Negros recuerdos de los tiempos negros. Y el traje de los domingos que jamás había sido negro, sólo oscuramente gris, acabó como la hulla. Negra la pelea al pie de la taberna. Hasta la herida reventaba en sangre negra. Negra espiral de soledad tan negra. Memoria negra con la que no se puede vivir. Desolado paisaje de un hogar vacío y negro. Negra su puerta incapaz de palparse. Negro el ventanal que no absorbe destellos externos. Supura tanta negrura hacia afuera. La piedra de la fachada va tornándose negra. El hollín de los años es más negro todavía. No existe ni siquiera lo invisible, todo es diluidamente negro. Alguien de una funeraria barata ha colgado un raquítico tapiz negro que se deshilacha y va soltando flecos negros. Negra mudez. El viejo murió y aún no muy viejo, con sus pulmones negros. Su cuerpo pendía de la viga más negra de aquel fétido cuarto. Lo descolgaron tanteando los volúmenes de la negra hura. Un perezoso cura sucio, de sotana descuidada y negra, recita oraciones sin esperanza. Se abstiene, no se olvida, de conceder perdón, y esa condena implícita limpia lo negro sin pretenderlo. Impúdicos y negros rezos. Carraspeos negros de los cuatro allegados. Negra palabra eternidad sin salvación, como su vida. La miseria del desvío es negra. El olvido es negro. La muerte es blanca.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Atrapado en la caligrafía de Juan de Icíar


Hay veces que surge como el asombro. Y es toda luz. Y sin embargo, su emersión es espuria. Nace de algún territorio en que la Tierra y el Océano han copulado. No es simple, se ha fraguado en algún volcán. Pero no surge caótica, sino armoniosa. No se presenta para destruir a los habitantes huérfanos. Llega para redimir. No es antigua ni lejana. Es cálida y, por lo tanto, íntima. No espera en la puerta de un significado, sino que entra en el alma de la palabra. La afirma, la dota de sentido, la vigoriza. Me quedo largos ratos contemplándola. Su visión me proporciona deleite. Cuando me noto inquieto me siento en el sofá y recorro el alfabeto con mis sentidos. El contorno de sus letras se vocaliza en mis labios. Succiono cada trazo. Mi boca se humedece a cada pronunciación sagrada. Y el sonido no se limita a reverberar en mi cerebro. Lo atraviesa. Su eco se erige en sintaxis. No. No soy un mirón pasajero; más bien un indeclinable sumiso de su poder. Hay veces que no puedo más. La erótica de la caligrafía me vence. No me resisto. Y me entrego. Y al abandonarme siento un placer exquisito. Ahora sé que cada palabra, dulce o amarga, que pronuncie, me hará suyo.

(Alfabeto de Juan de Icíar, año 1550 / Grabado con la imagen del calígrafo)

viernes, 25 de diciembre de 2009

Protección



Piedra entre las piedras
cercada
por piedras que se sujetan sobre otras
piedras
protegida
por las piedras que emergen
no tan antiguas ni tan perfectas
imitada
por piedras heridas
en el espejo mimético
ellas
quieren ponerse en el lugar
de la piedra
rodada
junto a las piedras
refregada
por otras piedras
moldeada
por el tacto
de aquellas piedras
acariciadas
más allá del roce y de las emersiones
de cada piedra
donde se nutren
atravesando el perímetro de la ausencia
hasta la piedra


(Composición fotográfica de Lucien Clergue)

jueves, 24 de diciembre de 2009

Mirar a otra parte


Esta tarde sólo me apetecía ver las nubes y los árboles. Cuando se produce tanto ruido a mi lado, busco otra dimensión. Cuando siento un desasosiego por las venas, me dirijo a otro mundo. Cuando los hombres me transmiten frialdad, palpo lo etéreo. Miro lo que no toco, pero es lo que me habla. Y los árboles y las nubes me lo permiten. Además, ellos, si escuchan algo de nuestro inframundo, no prestan la menor atención. El lenguaje que comprenden lo escribe el viento o el vapor de agua o la aparición de la luna. Yo les pedí permiso durante este atardecer temprano y se brindaron a transportarme. Me abandoné. Las ramas desnudas protegían su savia. Los nimbos, preñados de vida, pasaban veloces hacia un punto cardinal ignoto. La luna emergía lenta y segura, como si no se hubiera marchado durante todo el día. Floté en esa atmósfera donde aún existe la gravedad salvo para el sueño. Yo me alojé en un sueño. En una aspiración, en un reclamo, en una ausencia. Cuando desperté, los árboles me mecían. No me bajaré ya hasta el alba.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La obscenidad


Y bien, la vida nos sigue deparando situaciones paradójicas. Y nos deja perplejos.
Que todo un presidente de la patronal de empresarios española -digámoslo con mayúsculas, nada menos que la CEOE- , un reyezuelo llamado Gerardo Díaz Ferrán, tenga el pufo que tiene con sus empresas, y que de momento paguen su mala gestión los trabajadores despedidos de Air Comet y miles de pasajeros que tenían sus billetes, es asombroso. ¿O no? ¿O hay algo más de fondo en la estructura? ¿O son los riesgos de un sistema en cuya esencia está la injusticia como efecto, perseguir el beneficio a cualquier precio y el todo vale para sacar ganancias los que tienen poder y capital?

Este señor que va de patrón de patronos, que es tal porque le apoya toda la rehala de empresarios de las grandes empresas, no es precisamente un ejemplo. Y les salpica a todos. Y quienes le mantienen quedan igualmente en entredicho. ¿Ésta es la patronal ejemplar que quieren que los demás paguemos la crisis? ¿Hay más Díaz Ferrán? ¿Dónde reside la crisis de la que tanto se habla? ¿Dónde reside la moralidad de la patronal? Entonces, ¿qué broma es ésta?

Un personaje que ve la mota en el ojo ajeno, pero no reconoce la viga en el propio. Que se permite criticar a sindicatos y aspiraciones de los trabajadores en general. Que preside una entidad que presiona pata tratar de imponer normas sobre despidos, criterios sobre contratación, directrices sobre salarios. Que se alinea, nada ilógico, por otra parte, pero hay que recordarlo, con la derecha rancia española. Que presume de patriotismo, aunque maltrate la condición misma del desarrollo del país. Que no dice ni mú sobre el blindaje de los banqueros, ni sobre los márgenes de la banca. ¿Es este Gerardo Díaz Ferrán un ejemplo de afrontar la crisis y salir a flote?

Algo huele a podrido entre lo podrido. Nada más ilustrativo y bien expuesto que el dibujo de El Roto en El País de hoy. Que cada cual reflexione sobre los límites de lo que tenemos. Y que se medite sobre dónde reside el mal. Claro, los que sólo se preocupan de las almas y de la vida eterna no dirán nada sobre un asunto inmoral más. Su batalla agresiva es siempre contra la sexualidad optativa de los humanos y contra la libertad del individuo. En el mundo del mercado, ellos no entran, ja. Menos cuando especulan y pierden en Gescartera, por ejemplo. Y es que la obscenidad ética no tiene fronteras.

lunes, 21 de diciembre de 2009

El sanador


No me considero con cualidades curativas. Una vez aporté mis frágiles conocimientos para auxiliar a un albañil accidentado, pero no pude hacer nada por evitar que muriera. Varios de los que estaban en el lugar me miraron además con un gesto despectivo, tal vez despreciativo. No sé qué pensarían exactamente. Me limité a palparle los huesos por diversas zonas del cuerpo, a colocarle la cabeza sobre unos sacos y a hablarle con tranquilidad. Toda mi medicina y mi arte del alivio consistió en dirigirle palabras que en nada le recordasen el instante, y que procuraran apartarle del dolor. Le hablé con bondad y lentitud, y en modo alguno recurrí a la archisabida oración o al consuelo de la misericordia divina. Hubiera sido flagrante. El hombre apenas me oía, pero los otros obreros sí y debían creer que él también lo hacía. Es digno de elogio ese espíritu solidario de gestos exaltados y exclamaciones vociferantes en un momento así. Una especie de actitud de identificación, muy relativa, naturalmente. Todos con cara de circunstancias, registrando rostros graves, manifestando inquietud, pero en el fondo pensando, es a ése a quien le pasa y no a mi. No, no tengo buena mano para la cura. En cierta ocasión quité con decisivo acierto el aguijón de una avispa del brazo de una joven de las colonias. Nunca supe bien cómo lo logré. En contrapartida no hubo manera de que la joven de la picadura se descolgara de mi en todo el mes. Aprecié día tras día su inmenso agradecimiento. No en vano le evité unos dolores que, de haberse producido, le hubieran llevado a echar mano de un repertorio de juramentos que hubieran transgredido la exquisitez habitual de su comportamiento. Pero en su afán por reconocerme pretendía mostrarse excesivamente condescendiente conmigo. Sus sugerencias, limitadas al principio a proponerme dar paseos con ella, fueron tomando una carta de naturaleza menos, como diría yo, menos cómoda para la actitud que las chicas de su posición deberían exhibir. No está de más decir que sucumbí a su persecución, por el mero hecho de librarme de su afán complaciente. Ni que decir tiene que a continuación hubo varias secuencias de picaduras entre otras colegialas, en número tal como jamás había presenciado durante los años anteriores. Como quiera que acudieran a mi presencia al momento, hice todo lo posible por no resolver la dolorosa situación, y lo digo con harta mala conciencia, porque no resultaba precisamente amable presenciar las quejas desesperadas de aquellas adolescentes. Nunca pude comprender por qué la dirección me encargó más tarde impartir cursos de primeros auxilios a toda aquella rehala de hijas de buenas familias. Supongo que fue a raíz de lo del pájaro. Un día tristón, amenazante de lluvia, estábamos toda la clase en el invernadero. No se trataba tanto de explicar a las alumnas las distintas modalidades de plantas como de que fueran familiarizándose con las técnicas de sembrado, de plantación o de trasvase de una macetas menores a unos tiestos más grandes. Todas ellas envueltas en sus mandiles, con sus manitas embarradas, revoloteando. No obstante, me sorprendieron, porque a diferencia de otras clases más teóricas, digamos, en esta aula ponían todo su empeño y atención. Fue en un momento en que les explicaba cómo debían tomar la planta y extraer sus raíces de la maceta sin destruir toda su formación, cuando una de las chicas dio la voz de alarma. Un pájaro se había metido en el invernadero por alguna de las aberturas superiores y se había golpeado. El griterío fue unánime. Esa especie de solicitud en masa de las chicas sobre la pobre ave ¿era un amor de madres o se trataba de una curiosidad morbosa? Aparté el grupo como pude y me acerqué al pájaro herido. No era una especie del lugar, ni siquiera de la ciudad más próxima. Si se hubiera tratado de un jilguero o un gorrión o un palomino no hubiera tenido dificultad en reconocerlo. Aquel animalito maltrecho era absolutamente infrecuente, lo cual me despistaba. ¿Y si se trataba de un ejemplar huido de los jardines de la reina o del zoológico de la ilustre urbe vecina? Veía concentradas sobre mi todas las miradas de aquellas mujeres en ciernes. Su silencio me estremecía. El círculo trazado en torno al pájaro no se corría ni un milímetro. Todas estaban expectantes. Esperaban algo más que un diagnóstico superficial. Me acerqué a aquella ave prudentemente. Podía estar ya muerta o simplemente tan malherida que, si no se sabía dar con el punto de su golpe, podría dejarla en condiciones de descalabro mortal. Me debatía entre la imagen del albañil accidentado y la de la colegiala librada del aguijón. No tenía la menor idea de por dónde sujetar aquel ser desgraciado. Acaricié su pelaje ricamente ornamentado con colores exóticos, le alcé el pecho para tratar de percibir sus latidos, pasé los nudillos por su cabeza aparentemente inconsciente. No sabía qué me preocupaba más. Si el grupo que me rodeaba, al cual yo sentía como una celada, o el temor a que si el pájaro pertenecía a una de las grandes riquezas del condado apareciese como responsable de su muerte, por dejación de auxilio. Ya se sabe que las monarquías, las noblezas, los clérigos y, en general, los compartimentos de un Estado son extremadamente celosos de sus bienes, sobre los que consideran que deben manifestar perpetuamente su derecho de propiedad. Tuve que elegir entre el miedo a una aplicación draconiana e incluso arbitraria de las leyes y lo que pudiera derivarse de aquella caterva de chicas sedientas de saber y de probar. Me acerqué a la hermosa ave. Me puse de rodillas ante ella. Extendí la mano intentando cubrir su cuerpo con la sombra de mi palma. En ese instante comenzaron a caer unos goterones sobre el tejado acristalado. Arreciaba la lluvia. Era el único sonido que se escuchaba. Como una ermita secreta, a punto de tener lugar una ceremonia de iniciación. Me quedé en la misma posición un buen rato. Entorné los ojos. No me llegaba la respiración de mis pupilas. Hice descender mi mano hasta rozar el plumaje. Sentía la textura de su cuerpo más próxima a mi piel. De pronto mi mano comenzó a arder. El calor era intenso. Debí hacer algún gesto desagradable, reflejo, porque abrí los ojos. Vi a las chicas contemplándome con rostro asustado. Pero no aparté la mano. Fue en ese momento cuando algo me atravesó la palma de la mano. Una intensa sensación que me obligó a chillar de manera cortada. Las chicas dieron un salto y se quedaron fijadas. El pájaro aleteó, hinchó su cuerpo, adquirió un volumen superior al que aparentaba derribado, despegó sus patas del suelo y agitando las alas se elevó hasta salir a través del mismo hueco por donde había entrado. Miré mi mano. Sólo permanecía la huella del calor sobre ella. El círculo de las mujeres se estrechó en torno a mi. Ninguna pronunció una palabra. Noté una presión, como si me faltara espacio. Me invadía una asfixia. Lentamente, tal vez respondiendo a algún acuerdo implícito, todas extendieron sus manos hacia mi. El perímetro de las manos era fuego. Sentí que me desvanecía en una vorágine y después no recordé nada.


(Composición fotográfica de Misha Gordin)

domingo, 20 de diciembre de 2009

Caída


Aleteo letal


Agonía


Inconsciencia


Acogida


Afecto


Calor


Alimento


Sanación


Empuje


Remonte


Partida


sábado, 19 de diciembre de 2009

Saurio



Como la palabra, se revuelve.
Busca la luz que la alimente
pero que no la ciegue.
Huye de los ruidos imprevistos y de los ecos
que no reconoce.
Le espantan las voces infelices. Escapa
de los pasos atropellados.
Se refugia para sobrevivir a los tiempos
de fría incomprensión.
Hiberna para rehacerse de nuevo,

como las palabras.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El coleccionista de piedras



Colecciono piedras. Allá por donde voy, veo una que me llama la atención, la tomo y la miro. Luego, la hablo en secreto. Luego, la pongo un nombre. Luego, la limpio, la froto, o simplemente la acaricio porque su textura me lo pide. Luego, la beso. Luego, la vuelvo a dejar en el mismo sitio. O, si no me parece el lugar apropiado, la deposito en otro más noble o más oportuno o más protegido. Creo que las piedras tienen que estar donde están. En el pedregal, en el lecho del río, en los caminos, en las canteras, en una obra de mampostería, en el interior de un zapato incluso. Colecciono las piedras, pero no me las llevo a ninguna parte. Ya no. No me apropio de ellas. Renuncié a ello. Y sin embargo van conmigo. Como las he bendecido con mi aprecio y las he dotado de un nombre que sólo me significa a mi, sé qué piedras tengo asociadas a mi recuerdo, que es tanto como decir a mi admiración por ellas. No, no se trata de un tema práctico desde el punto de vista de un hombre hartamente domesticado como yo. Podría acumularlas y tenerlas en casa, donde seguro que estarían bien atendidas. Una vez, cuando no comprendía aún el espíritu de las piedras, lo intenté. Llegué a tener una buena cantidad. Dormía entre piedras, me aseaba entre piedras, cocinaba y comía entre piedras, caminaba entre ellas, ellas sostenían los libros y los libros las mimaban. Algunas llegaron incluso a aparearse con libros, y el resultado fue confuso. No porque los frutos de su apareamiento resultaran híbridos. Sino porque más tarde nadie quería procurar su manutención y cuidado. Los libros los ignoraban y las piedras no los reconocían. Tuve que llevar estos híbridos a un museo, hecho que siempre lamenté. Pero así era yo entonces. Tenía una visión excesivamente humana, es decir, utilitarista y acaparadora. A partir de aquello, empecé a sentir de otra manera a las piedras. Fue una época dura para mi. Y según deduje después, también para aquella inmensa colección cautiva. Tenía la impresión de que se encontraban inquietas. Durante el día no paraban de moverse. Lo hacían de manera discreta y disimulada y, aunque ellas se agrupaban en complicidad, yo lo detectaba. Por la noche, las oía gemir. Era un roce, una confluencia áspera de sus aristas, a veces hasta alguna caída que otra. Yo me mostraba desasosegado. Pero me dio en pensar en el malestar de las piedras. Mi insensibilidad inicial quebró. Traté de revisar la situación. Disponerlas de mejor manera, cambiarlas de ubicación con frecuencia, alternarlas entre sí. Incluso busqué el modo de que se incorporaran más a la vida de los objetos. Que formaran parte de un sofá, por ejemplo, de un armario, de un vasar, de una armadura de cuatro siglos, de la alfombra. Tuve siempre la certeza de que el resto de objetos las acogían con benevolencia y amabilidad. Aunque yo estaba centrado en mis actividades creativas, observaba. Miraba de reojo, aguzaba el oído, permanecía en silencio, conteniendo la respiración, como si no estuviera presente. Mi conclusión fue que había empatías y simpatías, y nada me hacía sospechar de discrepancia o choque entre el resto de los objetos y las piedras. Pero las noches ponían en su sitio el alma de las piedras y sospeché que, de alguna manera sibilina pero latente, podría estar fomentándose una cierta suerte de rebelión. No temí por mi en ningún momento. Si hasta entonces siempre había considerado el riesgo de acumular también libros y de que estos se conjuraran contra mi extrema manía por reducirlos, no iba a tener miedo de que otro tanto ocurriera con mis piedras esclavizadas. Fue su sensibilidad la que fecundó la mía. Siempre se piensa que las piedras no tienen sentimientos, ni lenguaje, ni intuición. La gente está equivocada. Yo estaba en el error también. Aquellas noches fueron tornándose agónicas. Algo se manifestaba por las paredes, entre los estantes, en el interior de los muebles, encima de los suelos. Fue la caída de una piedra puntiaguda al lado de mi, sobre la cama, el factor que obró mi conversión. El mensaje me llegaba. Podrían haberme herido, pero no quisieron hacerlo. No era siquiera una advertencia, aunque me lo tomé en principio así. Era una solicitud no carente de ternura. Un ruego, la proposición de un pacto. Yo escuchaba sus voces, aunque la elaboración de sus propuestas acontecieran en mi cerebro. Las piedras estaban cansadas de no estar en su medio. Su medio es cambiante. Ellas no se veían presas de un coleccionista que sí, muy atento y entregado a ellas, pero que no las concedía la libertad del azar. Su destino no era la inmovilidad ni la exhibición para un viejo caprichoso. Hice de mi casa una mudanza total. Y decidí convertirme en el Espartaco de esa estirpe antigua que sigue evolucionando. Reconozco que me quedé con algunas piedras negras. Unas pocas. Me parecían excepcionales. Como llegadas de otros mundos. Y tal vez lo sean. Tienen rostro, actitud, sentido. Me cuesta despojarme de ellas. Siempre he temido que vinieran a liberarlas. Aunque fuera desde un tiempo lejano o desde otro planeta.


(Fotografía de Misha Gordin)

Piedra búho

Piedra arma arrojadiza

Piedra rolling stone

Piedra pulpo

Piedra moneda africana

Piedra huidiza


Piedra ídolo

Piedra Luna

Piedra pezón

martes, 15 de diciembre de 2009

Espectrales



Todo tan cerca, todo
tan difuminado.
Y es así como transen los días.
Como un espectro.

Y de pronto la pérdida
y de pronto lo escuálido
y una luz se abre paso.


La mirada entre sueños.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Decimos


el aviso de la sed, la carrera hacia una fuente natural, el sencillo plato de roca simulado en un costado del teso, donde reposaba un agua cuya transparencia jamás el niño vio después, el reflejo de su cara en ella, no, la refracción de su sorpresa, él, tan admirado al observar una leve corriente que permanecía y apenas rebosaba imperceptible, una suerte de dibujo de un cristal en la concavidad erosionada, superficie sólo alterada ligeramente por quien llegaba sabiendo qué quería alcanzar, donde la actitud del sediento no era ansiosa, aunque acuciara la apetencia, sino que aquel espacio minúsculo de piedra llamaba a postrarse fervorosamente, y el flujo, recién crecido desde recónditas rendijas de la tierra, era un misterio para los ojos aprehensivos, ahítos de perplejidad por el admirable venero solitario, cuya presencia pasaba desapercibida para los transeúntes ocasionales, secreto fontanar a mantener oculto a otras bocas, extraño pacto entre la tierra y el hombre que despunta, donde beber era un rito, no forzando el zambullido de los labios, no calando el rostro, no mojando los dedos, al que ya desde la proximidad había que acercarse con piedad, donde beber tenía la inconsistencia de una adoración mistérica, la percepción de un extraño temblor ante lo puro, el agua quieta filtrada lentamente por las grietas del talud ribereño, secreta como el destino de la vida del hombre, serena como la fuerza desconocida que sujeta al borde del riesgo, fresca como la percepción receptiva y curiosa, curso lento pero transcurso al fin, un agua que el niño, presuntuosamente, creía dispuesta para él, a la que sorbía como sólo un niño sorbe, con una fruición prudente, como sólo un hombre primitivo sorbe, hendiendo los labios devotamente, vinculando el gesto a algún origen que nadie podría intuir, invocando confusamente aún la procedencia, no para sacralizarla, sino para no perderla, para disponer de su significado, para llegar lejos, mientras la sed acucie la fuente estará presente en algún hueco preservado por el hombre, y sólo el hombre conoce dónde localizar su brote y recurrir a él, apelación contra el desasosiego de la insaciabilidad, y sabe que esa fuente debe permanecer allí, en alguna parte dentro de él, siendo algo tan primigenio e imprescindible que se lleva dentro siempre, algo irrenunciable como los pezones de la madre, como la hondura de una sima, como la calidez de otros labios, como la prospección de una mirada, como el aguacero y los rayos que jamás le derribaron, y él vive con una sensación natural, animista incluso, y se repite a sí mismo que el que bebe de esas fuentes vivirá para siempre, y es de esos anhelos de los que no puede desproveerse

sábado, 12 de diciembre de 2009

Cuenta atrás, cuenta adelante

Es la tierra
porta la tierra
arraiga la tierra.

Es todo impulso.
Ahora o nunca
Tierra.



(Fotografía de Joel Peter Witkin)


viernes, 11 de diciembre de 2009

Decimos


las imágenes de piedra, esas estatuas que se dispersan por cualquier jardín de nuestros sueños, esas representaciones cuya rigidez es una pose, una manera de hacer frente a las miradas que no pueden entender, ojos que no se acercan para no ser escrutados a su vez, huecos despoblados de luz, y desde ellas, desde los imperturbables volúmenes que asaltan el paseo por las sendas alejadas, se ve al otro en la distancia, es más, se utiliza la distancia para no permitir ser reconocido, pero la distancia siempre es una fronda en torno a la cual se da vueltas, y cuando crees que te has alejado estás en un punto próximo, o acaso comenzando nuevamente, o es que no te habías alejado y todo reside en las sensaciones que un cierto movimiento del aire, que una neblina que se aposenta sobre el verdín de la figura abandonada, que unas hojas secas que se acumulan junto a ella te hacen llegar a tus sentidos, y es que acaso ha dejado de permanecer en su ubicación, y que se ha movido imperceptiblemente, y que al dar nosotros la vuelta ella gira y se crece y sigue silenciosamente nuestros pasos, y nos hace creer que es una característica firme de las estatuas su irredenta parálisis, y nos transmiten que son inconmovibles como todo lo que no se acierta a ver con precisión y se esconde entre lo secundario, porque saben, ellas, las estatuas, que los hombres requieren de puntos de fijación, saben que los hombres confían más en lo aparente, lo prestan más atención, y aunque saben, ellos, los hombres, que siempre hay huellas más arraigadas, prefieren el despliegue del artificio, el pulso competitivo que practique un juego de engaño con el otro, y todo esto las estatuas lo saben, el ambiente de los sueños por el que ellas se deslizan es propicio a arrojar otra luz, pero los hombres piensan más bien que en esa atmósfera en que caen lo que prima es lo confuso, no saben comprender o no distinguen los planos que se desplazan allí dentro, entre esa descomposición de la vida ordinaria que tiene lugar cuando se rinden al límite de sus fuerzas, y ellas mientras continúan erigiéndose, proyectando sus brazos en direcciones que hay que interpretar, y no admiten coloquios, las estatuas no hablan como los hombres, pero lo dicen todo, y justo hay que estar atento para que su voz de roca profunda, desgastada por el tedio, erosionada por la imprudencia que acostumbran a observar en los hombres, pueda ser captada y aunque sea de un hilo tenue podamos averiguar su significado, su aviso

jueves, 10 de diciembre de 2009

Los trinos del palacio


Parece mentira de qué manera el canto de un canario puede relajarte. De qué modo puede hacerte volar -ella, pobre ave cautiva- sobre un espacio en el que te evades, o eso crees, y que te abduce, siquiera por unos minutos. Cómo te sientes, en apariencia, como si formaras parte de un espacio libre. Y su efecto subyugante. No era sólo el alegre pájaro. Por cierto, ¿por qué llamamos alegría a su expresión cantora natural? ¿Es que acaso existe el ave en función de nosotros, los humanos, simplemente porque hagamos de sus propiedades una sumisión? Presuntuosos y orgullosamente harapientos, los humanos seguimos creyendo que las especies deben girar en torno nuestro. Nos puede la fe ciega en el objeto y las transacciones de mercado son una religión. Siempre depredamos a la naturaleza en todas sus vertientes. Muchas veces de manera innecesaria y gratuita. Pero si no fuera por esa actitud de atadura sobre otras especies, ¿podrían los moradores de esa casa y yo, paseante circunstancial, gozar de los trinos cómplices del silencio? Difíciles preguntas, paradojas de la vida. Mientras, me sentía abstraído en el lugar a lo largo del breve recorrido. No era sólo la prédica del canario. Había también de por medio un patio de casi cinco siglos. Al decir esto se quiere decir el patio de un edificio que ha pervivido, con sus más y sus menos, durante cinco siglos. ¿Y qué casas pueden estar en pie durante tanto tiempo? Pongamos una iglesia, por ejemplo, un monasterio, un convento, un castillo, un palacio. Y eso que muchos de ellos han caído, entre incurias de la historia, que es decir del acontecer desatado por los hombres en la historia. En este caso se trata de un palacio. Un palacio que cambió de uso hace tiempo. Pero cuya empuñadura sigue ornándose con el poder y la influencia. De la nobleza hidalga y rentista en un tiempo anterior. Del Episcopado en el tiempo actual. Y sin embargo, al pasar al patio renacentista, acogedor y calmo, compruebo que lo que trastoca todo -la arquitectura, los símbolos de poder, la actividad del funcionariado clerical, la jerarquía al uso- es ¡un miembro de otra especie! Bendita el ave que encarna la sencillez, a pesar de su enjaulamiento. Porque de ella será la libertad que los humanos aún no poseemos.


miércoles, 9 de diciembre de 2009

Decimos


pero es en la inquietud penetrante de los sueños cuando suceden las cosas, cuando un hombre mira a otro hombre, y se contempla en él, y se observa en sus gestos, comparándose en sus ademanes, y se burla en sus aspavientos, no de los aspavientos del otro sino que los aspavientos del hombre que tiene en frente le sirven para hacer chanza de sí mismo, y esa bufa puede llegar a ser inmisericorde, porque en los sueños nada es a gusto del que se sumerge en ellos, es como sale, con la espontaneidad del caos, y se manifiesta como un desplome de la personalidad, y en ese arrastre busca por inercia las oquedades más apartadas que el sueño le proporcione, las que van excavándose para apartarse radicalmente de los espacios trasegados por el hombre despierto, las que se comunican con lo hondo de la tierra a través de fauces disimuladas, de aberturas que de pronto surgen bajo los propios pies, sin saber qué caídas esperan, sin tener noticia previa de a qué mundo oscuro o neutro puede conducir, y esos agujeros son como habitáculos donde se pierde toda la esperanza de un rescate, porque el hombre ahí es más él mismo, no es el hombre ajeno, el hombre externo, es el otro hombre que lleva bajo su piel, uno de los otros hombres que desdoblan sus carnes y agitan sus deseos y muerden sus pensamientos limitados, el hombre que sólo se explica, aun desordenadamente, aun acumuladamente, por los mismos sueños, y en esos túneles la memoria se trastoca formando nuevas vidas, quedando de ella el reclamo a los personajes que se lleva desde el mundo consciente, por llamarlo de un modo convencional, pero cuyas apariciones son alteradas, son ofrecidas para revelaciones nuevas, y es en ese deslizarse por corredores donde hay pérdidas, la visión anterior, los sonidos que le acostumbraron, los olores que hizo suyos o generó para delimitar sus territorios, donde el hombre va percibiendo que las propiedades de los sentidos le han dejado un apéndice para que no se sienta muerto, el suficiente asidero para que la caída y la reconditez donde se pliega, donde se repliega, le haga revivir, y se trenza de forma umbilical con lo silente, empeñado en ser un eremita del sueño, y es como si aquel trozo perdido y podrido que tiraron porque ya no era parte suya, ni era parte de quien le concedió la vida, dejando la herida cicatrizada en su abdomen, significara una recomposición, y que ya no fuera el signo de la partición y del abandono a su suerte, aunque aún le persiga la nostalgia por la amniosis donde fue horneándose, sin ser todavía, y el hombre siente entonces que el deseo precede en los hombres siempre al ser, el deseo se anticipa a la posesión, y la posesión siempre es incompleta, y es que el hombre sabe que haber sido parido es siempre una desprovisión, un riesgo, un esfuerzo que le irá minando, donde sus logros lo son para la adaptación y la supervivencia, pero no le basta, porque sabe que nació sobre la rotura de un vínculo, y la vida que tanto le seduce, que tanto le estimula, se revuelve contra él en infinidad de ocasiones, le revuelve, por eso el hombre se ha precipitado al lecho de la tierra desconocida, donde el calor se aproxima al propio, y aun sabiendo que la libertad ha quedado fuera, como ilusión y vanidad que siempre fue, y aun admitiendo que pierde su conquista favorita, el poder de la conciencia, se entrega allá abajo a su adverso, y es el cansancio o el no saber cómo actuar lo que le conduce a rendirse, y en esa aventura le contrapone a otro hombre, le deja al albur de otros hombres, los que lleva grabados dentro de sí desde que se rompió el primer vínculo, y todo esto necesita vivirlo en las cavidades estrechas de una materia, acaso la etérea, empapado de arcilla o envuelto en el viento, no sabiendo si se esconde, si huye, si se enfrenta a


(Fotografía de Dieter Appelt)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Vaciamiento



Aúllas
y con el aullido dejas
una marca de sangre
bajo tu piel.

Como si tocaras la esencia
que perdiste
y al reencontrarla
fuera otro tu desgarro.

Nada que debas reclamar al azar
pues en tu asombro
apenas adviertes que la última gota de sed
se vacía en tu cáliz.


(Fotografía del checo Jan Saudek)

domingo, 6 de diciembre de 2009

Sobre la lujuria


En estos tiempos en que la Iglesia española se sigue mostrando tan obsesiva y maniática con el asunto de sus condenas y excomuniones no está de más recordar que es una inveterada costumbre que les viene de antiguo.

Cae en mis manos una edición del Modus confitendi, un manual para la confesión católica, editado en 1473 en Segovia. Su autor fue un obispo y miembro de la curia romana llamado Andrés Escobar, el Hispano. El libro es de lo pionero en la edición impresa, obra de un alemán de Heidelberg llamado Juan Párix, al que se trajo desde Roma para ejecutar éste y otros trabajos preceptivos.

Que lo primero que se editara con caracteres de imprenta fuera sobre materia religiosa no es de extrañar. La preponderancia, el poder y el dinero de la Iglesia marcaba el signo de aquellos tiempos en Europa. Lo admirable: que al menos hubiera en ese momento un obispo con suficiente fe no sólo en Dios y en sus posesiones, sino en las nuevas técnicas. Va a ser verdad que los caminos del Señor son inescrutables (y los de los hombres no tan desacertados)

El texto de Andrés Escobar pretende ser una guía para los confesores de su tiempo, sumidos en unos niveles a veces de ínfima calidad educativa y cultural. Con un manual de uso semejante podían comprender y dirigir al pecador que se acercara a confesarse, en unos tiempos en que sólo era obligatoria la confesión una vez al año. ¿Su contenido? Que si la observación sobre los pecados capitales, sobre las obras de misericordia, sobre los mandamientos, sobre las virtudes teologales. Nada nuevo, en ningún sentido. Ya se había hecho obras semejantes un par de siglos antes y el contenido sigue hoy en vigor, con la consiguiente adaptación al escenario del momento, claro está.

Todo esto viene a cuenta de las ideas que ya les bullía desde lejanas épocas, sobre todo en lo concerniente a la manía persecutoria sobre el comportamiento sexual de los humanos. Reproduzco el breve pero intenso capítulo titulado De la lujuria, donde se expone la forma de consideración que el confesor debe inducir sobre el arrepentido:

De la lujuria

Igualmente he cometido un pecado de fornicación y de lujuria porque experimenté en mi interior el placer y el pensamiento de gula y lujuria por la polución del cuerpo, tuve trato carnal deshonestamente con mujeres y las amé, profiriendo palabras lujuriosas, tocándolas, abrazándolas, besándolas y, algunas veces, cometiendo actos deshonestos; y si no de hecho, sí de pensamiento, deseé hacer y practicar adulterio, incesto, rapto y otros pecados contra natura.

¿Lo curioso? Que parece que va dirigido a varones exclusivamente, de lo cual se puede deducir como poco la baja consideración que tenía para la Iglesia la mujer (¿no recuerda al mundo islámico?) ¿Seguía en vigor la vieja idea de que la mujer era el objeto de pecado? Entonces, todas las mujeres deben poblar los infiernos, si seguimos la doctrina de la secta católica. ¿Permanecía relegada e irreconocida como individuo maduro? Entonces eran obvios los límites de la caridad y el sentido de justicia cristianos.

Nada nuevo bajo el sol de las ideologías viles. Hoy divierte leer textos así. Cuando se leen dos veces da la impresión de que además se regodeaban enormemente en la descripción del pecado. ¿Es lo que pretendían los vigilantes de la fe y sus ejecutores los clérigos?


(Ilustración de Alberto Martini)

sábado, 5 de diciembre de 2009

Decimos


eso decimos, y es por eso por lo que hay quien teme la nada, o quien no la comprende, quien no se deja tomar, quien no arriesga para percibir sus dimensiones, las que no se palpan, las que no se abarcan, y si quien la interpreta como una atmósfera exterior pretende saber de ella no lo logra, porque no está fuera de nosotros, no es que la nada carezca de espacio más allá de nuestra limitada corporeidad, la nada existirá como existió aun antes de nuestra aparición, es que no se explica en función de nosotros, pero nosotros sí podríamos hacerlo con referencia a ella, simplemente porque su enorme fuerza, su discreto transcurrir, su permanencia, sea cual haya sido la forma que creciera entre los múltiples mundos que ha visto nacer, es misterio pero también sentido, y el misterio no la desacredita, más bien la eleva, pero donde ella se manifiesta no habitamos, tal vez habitamos en su sombra, en una especie de eco que se expande sideralmente, no deberíamos temerla, porque aunque sepas que es algo que no puedes hacer tuyo no se puede prescindir de su presencia, es la alternativa al vacío, o acaso la mística complementariedad a ese cansancio que a veces agobia, a esa falta de mirada, como si el paisaje sólo fuera un muro o una blanquecina cortina que acaba cegando, donde si el sol sigue existiendo no te llega del mismo modo que te alcanzaba cuando te dejabas llevar, pero cuyo efecto adquiere ahora una refracción peligrosa, donde la retina puede descomponerse y deshacer las figuras, y es en ese momento cuando te das cuenta que tal vez es que las figuras han dejado de interesarte, que las situaciones dejaron de ser una movilidad hace tiempo para constituirse en este instante en la inadvertencia, y es un error pensar que sólo son conceptos, de que si te libras de las palabras que las nombran te liberas de sus fantasmas, porque la materia de los vocablos son seres que se imponen a las ideas y a los sueños y a los deseos y a los temores, probablemente es la materia que las conforma, sin esa materia su expresión no tendría lugar, y los miedos y los anhelos y las ensoñaciones y el pensamiento serían vaguedades, acaso monstruos o robots o conductas mecánicas, y es porque esa materia se incorpora a nuestras vidas día a día, porque nos acompañará hasta el fin, y hasta en el estertor tendremos la sustancia que pronuncie nuestro instante, e incluso maltrechos y diluidos en esa consunción última paliará cualquier atisbo de desesperación, aunque haga tiempo que dejamos de creer en la afirmación definida de nuestros actos, cuando las sillas iban quedándose vacías a nuestro lado, cuando las sillas que ocupábamos exhibían huecos cuyas representaciones podían vestir o adquirir poses o combinar gestos o emitir olores o difundir miradas, sin destino, porque la oquedad de los individuos aparenta pero

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Mascarón


Mascarón insomne.
Avanzando contra las horas
de los días perdidos.
Como sagrado numen
nos salpicas de espuma
y enfilas intrépido el rumbo
irreversible.
No concedas descanso
a los vivos
ni mudes el sereno paisaje
de tu rostro
mientras envejecemos.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Caracola




Caracola.
La tejida espiral

que imperceptiblemente
aloja en su entraña
el tiempo.
De allí procede el rumor largo
y el creciente aroma
de los sueños.


(Composición de Manuel Boix)

domingo, 29 de noviembre de 2009

Decimos


decimos silencio, y es el silencio, con su dudosa imagen, la que no posee, la que acecha pero se desaloja antes de advertirla, la que ha disuelto el eco en vaho, porque el silencio no tiene cara ni configuración ni anatomía, es como el vacío, donde se pierde la forma, el ser, la esperanza, y buscar rostro al vacío, como al silencio, es inutilidad, una torpeza, una pérdida de tiempo, un no llevar a ninguna parte, y sí que pueden volar en parábolas concéntricas las imágenes, sí que pueden tratar de atravesar ese espacio desértico entre lo que hubo y lo que creímos percibir, pero eso es memoria, una instancia desigual, sospechosa, un archivo que sólo late y ruge cuando se abren en canal sus entrañas, una sangría que hace enmudecer en cuanto nos impregna, eso es como renunciar, como vivir la imposibilidad del tiempo ya vivido, por eso recuerdos y nostalgia se aderezan y se nutren mutuamente, como una envolvente complicidad que asfixia, pero el tiempo del silencio, como el instante del vacío, no recuerda, no existen propiedades que nos hablen de su maleabilidad, de su consistencia, de su perdurabilidad, y ambos, vacío y silencio, se entrampan con la ausencia, se ratifican en las ausencias, se echan pulsos del que no saldrá triunfador alguno, porque su juego no lo es, porque nada hay palpable en esos territorios que se fugan de la ansiedad, de lo que no se entiende, de lo que no se alcanza, y la nada humedece con una extraña fertilidad el silencio, y la nada recubre de una densa oscuridad el vacío, y pueden sucederse extrañas presencias, pueden rondar espectrales presencias, sólo signos, sólo sombras, sólo azares cuya velocidad no es detectada, cuya tentación apenas nos roza, y la nada nos aleja de lo palpable, y no sabemos estar, y permanecemos como ausencias, aquellas corporeidades inmóviles que alguna vez se fijaban junto a una balaustrada o por los jardines o por los salones del castillo, permanecemos como figurantes de una escena que se copia de otra escena, la nada reproduce nuestra inmovilidad, mientras añoramos el silencio, mientras nos hundimos más y más en los vacíos