"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 30 de noviembre de 2016

Rua do Carmo





"No es el amor, sino sus alrededores, lo que merece la pena".

Fernando Pessoa, en Libro del desasosiego.



Pasaban embelesados por el lugar. De pronto la chica tapó los ojos al joven al que acompañaba. ¿A qué hueles? Él estuvo a punto de responder que a ella, pero le pareció demasiado tópico y excesivamente escapista. No sé, dijo estúpidamente. Vamos, aspira profundamente, insistió ella mientras apretaba el ciego antifaz de su mano sobre los párpados de él. También estuvo a punto de decir que a su pelo, que a su camisa planchada, incluso a precisar que a tal crema, pretendiendo con el gesto una aproximación más doméstica. Pero le avergonzó cometer un exceso de familiaridad entre ellos, siendo como eran todavía unos adolescentes que se tanteaban con torpeza y que apenas se rozaban con un erotismo gestual. Haz el esfuerzo, dijo la chica haciendo un mohín inquieto que puso más nervioso al otro. Él esbozó en su mente todo un repertorio de posibilidades. Olor a mar, olor a viento del interior, olor a tiendas, olor a transeúntes, olor a cocinas, olor a alhelíes, olor a zaguán húmedo, olor a bacalao, olor a naftalina, olor a café, olor a descargadores, olor a bodega, olor a otoño. Olores que se contradecían, en los que era una tontería pensar porque seguramente ella no pretendía invocar ninguno de ellos en ningún caso. Ah, te rindes, ya te veo, le conminó ella sin querer que lo hiciera. Por última vez, no me digas que no eres capaz de distinguir este olor, y aflojó la mano sobre el rostro del chico. Éste consideró que era una prueba absurda a que le sometía, un ejercicio para comprobar su ingenio. Tal vez un experimento de asociación de ideas a través del cual ella iba a juzgarlo y acaso decidir si lo elegía. Rió para ocultar su desasosiego, hizo aspavientos con los brazos para despistar a la mujer, incluso lanzó pequeños gritos divertidos que la disuadieran de someterle a aquella presión. Ah, te rindes, lo sé, lo sé, dijo ella con una voz astuta que acabó desarmando al joven. Entonces, empujándole hasta la pared, le conminó a entrar en un portal apenas alumbrado por una luz débil. Fijó su cuerpo firme contra el cuerpo tembloroso del chico y le dijo queda al oído: ya no vale responder a qué huele.




martes, 29 de noviembre de 2016

Calçada de São Francisco




Bajando João Baptista Madeira por Calçada de São Francisco, a la altura de Nova de Almada, se encontró con el doctor Molder, que volvía de su consulta. A ambos les vincula una amistad no solo antigua sino cómplice. La complicidad no es únicamente cuestión de equipo deportivo o de asociación política, ni tiene por qué remontarse a la infancia escolar, ni por qué deberse al intercambio de cuitas sobre el estado de sus respectivos matrimonios. En bastantes ocasiones la complicidad se debe a algo adquirido a causa de un don especial, la curiosidad en los casos y cosas más inocuos y superficiales de la vida, que dan la impresión de ser torticeros pero son en realidad livianos. Así pues, el doctor Molder, incluso respetando el secreto hipocrático, se atrevió a relatar parcialmente a João Baptista confidencias que su paciente B. de R. -utilizó unas siglas para denominarle, seguramente inventadas a su vez-  había tenido con él esa mañana en su consulta. B. de R. dice que se encontró recientemente con Almeida Garrett, el escritor romántico, sí, todo dandy él, todo seductor él, y que estuvieron tomando cerveza mientras el escritor le relataba algunos de sus viajes. ¿Sabe, doctor?, me dijo Garrett que lo que más le preocupa últimamente era el viaje interior, entendido éste no como mística ni espiritualidad, sino como recreación de lo que habita físicamente dentro de un individuo. Acostumbrados a mirar alrededor de nosotros mismos, dijo B. de R. que le había confesado Garrett, cegados por una perspectiva exterior y ajena, ignoramos los paisajes que crecen o se marchitan dentro de nuestro cuerpo. Tal vez estoy siendo cada vez más hipocondríaco, dice que le dijo Garrett, pero cuando sufro un trastorno o caigo en una indisposición medito acerca de lo poco que sabemos sobre nosotros mismos. Porque ser nosotros mismos, había dicho Garrett a B. de R, no consiste en lo que aparentamos, en los bienes que nos permiten disfrutar o en los conocimientos que pensamos que nos han enriquecido. Ser nosotros mismos suele ser algo que ni siquiera está en nuestra mano. La otra noche fui víctima de una diarrea súbita, sin saber a cuenta de qué, dice B. de R que le contó Garrett, y tenía la sensación de que mientras yo mermaba en resistencia corporal y en claridad de mente había una serie de vidas dentro de mis vísceras que decidían por mí, que se convertían en rectoras, caóticas, eso sí, de todo mi supuesto ser. Todas las expresiones de aquella disfunción se me antojaban causadas por seres invisibles y minúsculos, con otras dimensiones y características, que cumplían sus objetivos sin pedirme permiso y mucho menos darme explicaciones, a los que yo había estado ignorando toda mi vida. Seres que vivían dentro de mí en alquiler o quién sabe si siendo en realidad propietarios de todo mi cuerpo. Pensé en los límites que un individuo tiene consigo mismo. Es frecuente escuchar sonidos profundos de los mundos que habitan dentro de nuestra naturaleza, de los cuales nos llegan ardores, flatulencias, dolores, picores múltiples o presiones inexplicables que alteran las funciones habituales y hacen que nos invada la preocupación, que seamos pasto del mal humor y nos asole incluso el miedo más arrogante. Porque el miedo es cobarde, sí, pero es también arrogante y es capaz de inducirnos a la catástrofe. B. de R. me hablaba del escritor Almeida Garrett con total sobriedad, dijo el doctor Molder, ya ve, y me aseguró que Garrett seguía lúcido como en otras ocasiones si bien le parecía que necesitaba consejos de un amigo para superar sus obsesiones aprensivas. Es por ello por lo que B. de R. había pensado en recomendarle que acudiera a mi consulta. Charle usted con él, doctor Molder, me dijo B.de R., le hará un favor a él y, por supuesto, yo me sentiré honrado por el hecho de que un doctor tan afamado pueda atender a mi amigo. Ya ve, querido João Baptista, tengo que recibir un día de estos a nuestro insigne Barrett, que lleva más de ciento cincuenta años muerto. Por si no fuera poco, mi paciente B. de R. me sugiere que averigüe cómo lograba Garrett tener tanto éxito con su seducción, no solo con las mujeres sino con los editores a los que engatusó para que publicaran sus efímeros periódicos liberales. Yo le he dicho a B. de R.: y eso, ¿a usted qué lo mismo le da? Es que Garrett no me lo quiere contar, me ha respondido mi paciente. 
  


lunes, 28 de noviembre de 2016

Chiado




¿Conoce usted muchos casos de un poeta que dé su nombre a todo un barrio? No digo ya a un pueblo o a una ciudad, que acaso hay alguno en el planeta por eso de que un escritor puede dar renombre a un lugar, sino a un sencillo distrito. Pues aquí tiene al personaje, me indica un empleado del servicio de limpieza, ilustrado él, entendido en calles y en letras, a lo que parece, y no solo en recogida de basuras. Y señala la escultura de aquel Antonio Ribeiro, apodado el Chiado, poeta de sátiras y otras chanzas de hace más de cuatro centurias. Chiado gesticula sobre su pedestal, declamando para nosotros y de paso convidándonos a que participemos en el jolgorio de sus versos, que uno imagina simplemente con contemplar su mímica y su entregada postura. Nunca había visto una estatua tan poco estatua, le digo al joven de la limpieza. Si no fuera por el color oscuro del bronce se podría pensar que es una figura humana que ha subido a hacer su número de circo para que los transeúntes le den un dinero. ¿Ha leído usted algo de Chiado?, me pregunta. No, ni siquiera había oído hablar de él antes, le digo. Pues entonces quédese ahí delante, contemple su rostro jocoso y de qué manera agita sus manos y cómo alterna la posición de sus pies. Me sale una carcajada benévola. El empleado de la limpieza tuerce el rostro y me suelta: es usted un hombre de poca fe literaria. ¿No sabe que antes de la escritura ya se narraba de viva voz y que incluso después de que se publicaran ediciones la voz seguía teniendo su importancia y su vigor? Por supuesto, por supuesto, pero  ¿es el caso?, me defiendo. El caso es que no teniendo a mano una obra de Chiado para que usted lo descubra lo que debe hacer usted es permanecer al pie de la escultura un rato. Busque, eso sí, el ángulo desde donde mejor le llegue la voz oculta del poeta. No se deje impresionar si le mira de frente, ni piense que le hace burla. Usted escuche, escuche. El camión del servicio ha arrancado y él se ha agarrado a vuelo de uno de los puntos de sujeción del vehículo. Perplejo aún, giro la cabeza instintivamente hacia Antonio Ribeiro, como si oyera algo. Y si ese eco que emana de su boca risueña le llegara a un viajero...


    

domingo, 27 de noviembre de 2016

Rua Rodrigues de Faria




"Lenta descansa la ola que la marea deja",

Fernando Pessoa, de Odas de Ricardo Reis.



Ellas juegan. Imagina que tú eres el sultán y yo Sherezade, dice una a la otra. ¿Por qué no yo Sherezade y tú Shahriar? Podemos alternar los papeles, unas veces tú eres uno y yo soy otra, y a la inversa. Pero ahora imagina que tú eres el terrible sultán y yo la incauta virgen, una de las miles que él ha reclamado para sus noches. Bien, sea así. Ven, Sherezade. Te perdono la vida a cambio de que me otorgues algo más que amor. ¿Qué puedo darte que contenga más que amor, mi señor? Eso tienes que preverlo tú; en que sepas sorprenderme reside el precio de tu vida. Puedo multiplicarme en mis artes de Eros, poderoso sultán. He conocido muchos artificios del amor y todos me han dejado insatisfecho. Tu tiempo corre; imagina o perece. Puedo llevarte a pasear por tus jardines a la luz de la noche, al olor de los nenúfares, al abrigo de las sombras. En infinitas ocasiones he deslizado mi soledad por la naturaleza creada y en las ciudades fantásticas ideadas por mis arquitectos. Tus horas se acortan; inventa algo o caerás en manos de mis guardianes. Puedo remitirte al pasado, convertirte en el hombre que era valeroso sin exigir nada a cambio, hacerte virgen de nuevo. Las artes mágicas solo existen en boca de los charlatanes. Pierdes el tiempo, aguza tu ingenio. Puedo trasladarte a la niñez y enseñarte algo más importante que las artes y las ciencias. Nadie puede enseñarme a estas alturas que aprenda aquello de lo que carezco. No tardará en clarear y no me ofreces una solución; yo pierdo algo pero tú pierdes todo. Puedo ser la esposa que nunca te traicionará, amado mío. Lo mismo dijeron las mujeres anteriores. Si eso es todo lo que me ofreces, puedes ir despidiéndote de la existencia. Puedo contarte una historia sobre un hombre poderoso que lo tenía todo y que al sumergirse en los sueños lo perdía todo. Oh, Sherezade, eso me intriga, sigue. Es una historia que no va a solucionar tu problema, mi señor, creerás que me estoy riendo de ti y me expulsarás con violencia de tu lado. Quiero saber por qué el hombre que lo tenía todo llegaba a verse desprovisto de todo. ¿Perdía incluso la vida? Mi señor, la historia es larga, si empiezo no habrá ocasión de que te la relate toda. Comienza y yo decidiré. Si los días y las noches no concluyen en una sola fecha del tiempo, bien puede prolongarse tu relato cuanto sea preciso. Yo decido, mi dulce Sherezade sobre los tiempos y los trabajos de los hombres. Pero no sobre los sueños; necesito saber más. Las dos mujeres se quedan calladas. Una pregunta a la otra: ¿Vas a perdonarme la vida o me cortarás la cabeza con tu alfanje? Mañana continuarás con la historia. Esta es la hora en que debemos entregarnos a la muerte o a la salvación, pues ambas caminan de nuestra mano.






viernes, 25 de noviembre de 2016

LX Factory



Ellas. Parecen dos gotas de agua. No porque sean gemelas, pues no lo son. No porque tengan costumbres semejantes, porque tampoco las tienen. No porque sus gustos parezcan los mismos, ya que siempre hay diferencias. Son dos gotas por la necesidad que ambas sienten de aproximarse. Poner otro verbo que califique es arriesgado. Ellas no creen que una mera palabra pueda definir lo profundo, la necesidad. Ellas saben que las palabras son vehículos que acaban instalando un lenguaje convencional a través del cual los individuos creen entenderse. Ellas se reconocen en el sentido de estar. No de ser, otro vocablo convencional, amplio, impreciso, que dispersa. Aunque los humanos lo reduzcan y le apliquen categorías abstractas. Se han bajado del tranvía 15 en la parada de Alcântara, a dos pasos de la vieja fábrica. Ellas quieren estar. Juntas tampoco es un término exacto. Desean estar la una en la otra sin dejar de estar en sí mismas. Saben por experiencia que lo que se denomina como junto acaba siendo forzado. Ellas quieren dejar a salvo siempre su unicidad. Yo te necesito y este es el momento, parece decir una a otra. Si tu momento de necesidad es ahora podemos estar. Si no, volveremos a hacernos la propuesta. No es que lo argumenten verbalmente. Con la sencillez de las miradas se bastan. La sencillez siempre es también una simulación. Dos personas que se miran pueden resbalar en su observación o pueden quedar fijadas. No solamente es la mirada. Son giros, acciones del cuerpo, gestos, actitudes. Toma este libro para que leas, dice una a otra. Pero en realidad está diciendo: toma este libro para que leas en ti. Ellas son lectoras apasionadas y cuando pasan la página de las caricias, por ejemplo, saben que están desarrollando un guión. Que avanzan en él, que lo enriquecen. Que no están pendientes del desenlace. Que se demoran. Han pedido una habitación en el pequeño hotel de la antigua textil. Habían empezado una novela, su novela. Cada una va a leer para la otra pero en realidad lo harán para sí mismas. Nadie reemplaza a otro en la lectura de un texto imaginario. Nadie sustituye las letras vitales del otro.  Porque un libro nunca contiene una sola historia. La historia que ellas elijan va a depender también de la necesidad.




jueves, 24 de noviembre de 2016

Alcântara




Soy ácrata desde los diez años, me dijo Boaventura Ferreira mientras nos servíamos tinto  de  una frasca. Y tengo casi noventa. Muy temprano para tener ideas, ¿no le parece?, le comenté con precaución. Las ideas no se aprenden con ideas sino por lo que se sufre cada día. Mi padre pegaba a mi madre cuando sus frustraciones le golpeaban a él. Por descontado, yo procuraba parar en casa lo justo, porque si me cogía se cebaba en mí. Mi madre prefería sacrificarse. Vete que está a punto de llegar tu padre, me decía. Ya ve, como para no ser anarquista. Crecí en medio de la violencia, donde el maltrato físico y oral se resumían en lo mismo. No era solo aquello que veía en la familia. Los capataces se lo hacían pasar mal a mi padre y a los demás que trabajaban con él y su ira reprimida la volcaba de mala manera con nosotros. En otros hogares pasaría lo mismo, pero la personalidad de mi padre era más visceral y tenía mucha dificultad para encajar su suerte. Podía haberse rebelado contra los que le maltrataban a él, pero no era valiente. Nunca fue valiente. Los que utilizan la violencia en nuestro entorno son los más débiles, además de los más cobardes. De eso me di cuenta mucho más tarde. Después de que mi madre y yo nos marcháramos al Norte. En las autoridades no se podía confiar; siempre se ponían de parte del padre de familia, aunque fuera una bestia. Así que ya ve, soy ácrata por naturaleza social, que se dice ahora, pero yo prefiero decir que por instinto. Por autodefensa primero, por reflexión después. Si mamas violencia, una de dos, o la reproduces como hacen otros o te rebelas contra ella para anhelar otro estado de cosas y buscar la manera de conseguirlo. Así que siempre odié el dominio brutal del padre y, con ello, todo tipo de dominio que emane de cualquier figura que se impone, que sojuzga, que desprecia. Usted pensará que al hacerme adulto tendría que haber superado las heridas de la niñez. Nada de eso. Todo se agravó. El Ejército me envió a las colonias y la violencia de palabra y obra, como dicen los creyentes de la religión que la justifica o que mira para otro lado, se siguió repitiendo. En parte con nosotros, la carne barata que iba a África a defender los negocios de los mismos que trataban cruelmente a sus obreros de la Metrópoli. Y en mayor medida con los nativos, seres a los que había que civilizar a imagen y semejanza de la santa patria. Para mí aquello era la continuación de la historia anterior de mi vida, solo salvada durante unos pocos años mientras vivimos mi madre y yo solos. Boaventura Ferreira hablaba con mucha calma y una extraordinaria precisión. No había odio en su relato y parecía haber suavizado viejos resentimientos. Para ser usted un anarquista, Boaventura, le veo como hacedor de paz, le dije provocativo. ¿Por qué iba a ser violento, joven?, me respondió. Sería no haber aprendido las propias lecciones de la vida. Además, el verdadero violento es quien propugna tener control y alguna clase de poder. Quien se obceca en mantenerlo a toda costa y a costa de todos. Entienda los matices. ¿Quiere que le siga hablando de mi vida? No todo fueron desdichas.




miércoles, 23 de noviembre de 2016

A Brasileira




Es el último reducto. El café es un flujo de turistas, pero aún hay clientes fijos de los alrededores. Para algunos es objeto de remembranza que pesa como referencia ineludible. Ni siquiera se libra el visitante accidental que llega con la tablet en la mano. Las puertas, abiertas de par. El trajín de los camareros sorteando al público curioso y al parroquiano de todos los días. Dentro, una mesa rectangular y estrecha reúne, comprime, a seis hombres de edad bastante avanzada. No parece aquella una imagen del presente, sino más bien una fotografía en sepia hecha carne caduca. Uno de los hombres habla y el resto escucha con aire recogido, evitando como puede el fragor del público. Ellos, ajenos al ruido, permanecen concentrados en el tema que les atrapa con interés. Es el momento de recuperar la tradición de las revistas literarias y culturales nacidas de tertulias, dice el que parece llevar la iniciativa. Habla bajo, templadamente, con actitud amigable, exhibiendo el fervor del nostálgico que siente resucitar dentro de sí un antiguo talante creativo. Tenemos experiencia amplia, cada uno hemos leído lo nuestro y según nuestras preferencias, y eso hace que nos complementemos. Pocos habrán debatido como nosotros sobre los avatares de la historia y sobre las expresiones artísticas, dejándonos empapar por corrientes, modelos y creaciones efímeras. Mantenemos además una insatisfacción viva sobre cuanto acontece a nuestro alrededor. Es como si nos mantuviéramos ojo avizor, aunque hayamos callado hasta ahora. Nadie duda de que disponemos de bastante destreza en la escritura y además en nuestras filas hay un dibujante agudo, un fotógrafo que aún mantiene el tipo a lo Heartfield o a lo Renau y es capaz de realizar fotomontajes incisivos, y tenemos un especialista en maquetación con un arte y un gusto especiales acerca de la tipografía y la composición. ¿Qué pensáis vosotros? Todos asentaron con la cabeza aunque no de manera claramente convincente. Entonces, si estáis de acuerdo nos repartiremos el trabajo. ¿No será mejor aclarar antes de qué fondo económico disponemos para la aventura?, preguntó uno. Ya sabemos que ese apartado es importante, pero no fundamental, replicó el de la voz cantante. Lo decisivo es tener claro qué decir y sobre todo qué actitud debemos mantener. El eje de nuestro proyecto debe ser mantener una mística clara que anime a fluir las ideas. En cierto modo los lectores nos verán como anacoretas que han preservado el alma de las viejas tertulias y que hemos decidido salir de debajo de las piedras. Todos volvieron a mover la cabeza, esta vez con un gesto más firme. Uno se atrevió a disentir. Ya, pero si el alma de las reuniones de otro tiempo no contiene ideas que irriten, propuestas indóciles e incluso transgresoras, ¿no se nos verá como los ermitaños que han permanecido en estado de hibernación? El hombre que expuso sus intenciones fue contundente. Tal vez, pero pasaremos desapercibidos. Hoy día las ideas en general están más refrenadas que lo que nosotros hemos estado. Y los que se mueven en los espacios culturales o de protesta solo giran en torno al mismo círculo, sin demasiadas ganas de sacrificar los donativos que reciben. Quién sabe si al exponer aquello que hace cincuenta o sesenta años planteábamos no se nos verá como modernos y rompedores. Todos se miraron unos a otros y sus rostros radiaban con un optimismo terapéutico. Otro preguntó: ¿Cómo llamaremos a nuestra revista? Sin duda alguna debe denominarse  Reducto. Una oquedad de resistencia que se abre a la luz, podría apostillarse tras el título. No está mal, aseveró con mordacidad uno que se acariciaba la barba constantemente. Aunque son contradictorios el título y el subtítulo. Ahí está la clave, saltó el organizador. De alguna manera también demostramos que aún laten las fantasías surrealistas. O la invocación a lo imposible, enfatizó el que estaba en el extremo de la mesa y no había abierto la boca.





lunes, 21 de noviembre de 2016

Elevador de Santa Justa




Doctor Sousa Gonçalves: los muertos no van ni al cielo ni al infierno. Los muertos no cremados van a los estratos de los períodos de la tierra. De aquellos seres desaparecidos hace miles, millones, de años decimos que son fósiles. Otro tanto se dirá de nuestros muertos actuales. Los paleontólogos del futuro hablarán de nuestro cuerpo, con ayuda de otras ciencias, como fósiles. A nadie se le ocurrirá entonces buscar alma alguna. Ya estará superada la dicotomía falsa de los teólogos. Cuando me muera quiero imaginarme como fósil. Cahaya Lestari, la arqueóloga indonesia, le ha contemplado con ojos entre sorprendidos e irónicos: ni a usted ni a mí nos interesa lo más mínimo, por lo que veo, dónde van los muertos, a los cuales no fragmentamos, ni lo hacemos cuando los individuos están vivos. No pensemos en estratos ni en descubrimientos del futuro. O en todo caso, sí, propongamos otros espacios y otros hallazgos. Ábrame usted las dimensiones de su hábitat, que yo le acogeré en las mías. Ese es el único sentido cabal y gozoso de la vida.



domingo, 20 de noviembre de 2016

Largo do Carmo




Hicimos una escapada del congreso de arqueólogos para mostrar a nuestros colegas indonesios la huella viva del terremoto. Fue una propuesta suya. Aunque la ciudad fue arrasada por el seísmo y los incendios y más tarde reconstruida, ¿no queda nada que recuerde el terrible acontecimiento?, preguntó la responsable de la delegación indonesia, la doctora Cahaya Lestari. A nuestro arqueólogo emérito Joaquim Maria de Sousa Gonçalves se le iluminaron los ojos. Yo me encargo de que vean algo de aquella catástrofe. Hagamos novillos, como en la escuela, y disfrutemos un rato mostrando a nuestros amigos rincones agradables de la ciudad. La doctora Lestari era dulce pero entregada con tozudez a las enseñanzas de su trabajo. Nosotros estamos acostumbrados a descubrir ruinas y a tener que afrontar rehabilitaciones sucesivas, explicó. Los elementos están siempre ahí, golpeando las piedras y las vidas. A veces se corre más riesgo procurando cuidados que mejoren el estado de las ruinas que aceptando su decrepitud. No todo suele ser tan ruinoso como parece. El doctor Sousa captó el mensaje. No tema, lo que le vamos a mostrar está más firme que lo que dejaron los constructores iniciales, dijo con cierta soberbia de occidental añejo que desviaba intenciones confusas. Eso sí, apuntilló, a mi modo de ver, si bien se trata de una seña de identidad a la que se le ha dotado de un uso para que no sean meras ruinas a la intemperie, tan importante como el museo que alberga es el mirador desde donde se contempla la zona de Rossio y las freguesías más altas por las que emerge el Castelo de San Jorge. Ustedes tienes muchos espacios elevados para admirar la ciudad. Además, creo también que la ciudad sabe contemplarse a sí misma, dijo la arqueóloga indonesia. Al doctor Sousa se le veía eufórico y satisfecho por el reconocimiento de un foráneo. Cualquier comentario le daba pie para alardear de su amada ciudad de las colinas, como la solía denominar. En efecto, se explicó. Hay miradores que miran hacia el interior, miradores que contemplan el estuario y la otra costa, cuando vienes de Almada la vista desde el puente es otro mirador, y si tomas el ferry se despliega una visión más horizontal pero no menos hermosa. Yo creo, pontificó el doctor Sousa, que hay miradores para todas las estaciones del año, para toda clase de estados de ánimo, para encuentros con diferentes personas, miradores para llevar a un amante oficializado o a uno clandestino, para entregarte a la soledad melancólica o para planear un guión cinematográfico. Yo mismo, a mi edad, no tengo un mirador favorito, los prefiero todos. Solo me defino por uno u otro en función de la luz del día, de la humedad, de un recuerdo o de la necesidad de respuestas que mi cuerpo me exige sobre la marcha. Cuando llegaron a Largo do Carmo, tras subir la empinada cuesta de Calçada Sacramento, Cahaya Lestari propuso al doctor Joaquin Maria de Sousa Gonçalves: esta plaza pequeña y vegetal me gusta. Y dirigiéndose al resto del grupo: el que quiera visitar la iglesia memorial del terremoto, que vaya. Usted y yo, doctor Sousa, tomemos algo en una de las mesas de ese bar y dejemos las ruinas para otro momento. Luego la doctora Lestari, con un tono que desbarató al hombre, dijo: hábleme más de usted y de sus miradores.  



viernes, 18 de noviembre de 2016

Saudade




Dicen que una vez pasó por la ciudad un caminante que tenía fama de que tañía con mucho arte un instrumento y que los cantos que recitaba causaban un efecto de encantamiento sobre los oyentes. Un grupo de vecinos le pidió que hiciera un poema para ellos como recuerdo de su estancia. El hombre no era de excesivas palabras, no obstante su fama de evocador de lugares y de amores. Pidió al grupo que le acompañara hasta el borde donde el agua invadía la tierra y la tierra empezaba a edificarse sobre sí misma. Por el camino se fueron sumando más paisanos y todos iban con gran algarabía pensando que lo que les esperaba era un recital del cantor viajero. Era la hora del atardecer y el sol se desplazaba ya excelente y soberbio hacia mundos inescrutables. El hombre se aproximó a la superficie cenagosa de la orilla y con un palo escribió una palabra. Saudade. El corro de gente que había acudido permaneció aturdida. El cantor, mientras, había dado media vuelta y se disponía a partir, pues era un hombre de costumbres melancólicas y le gustaba ausentarse de las villas y ciudades al caer el día. ¿Y la poesía?, le preguntó enérgica una mujer deteniendo sus pasos. Eso, ¿y ese canto que te comprometiste a regalarnos?, dijo otro del grupo con cierta severidad. El poeta viajero se giró hacia el barro donde aún permanecía marcada la palabra. Ahí la tenéis. Aprendérosla de memoria antes de que la marea invada la ribera. Muchos dicen que así fue el origen de un vocablo que es hondo, que no tiene fácil explicación y que solo puede comprenderse si se pronuncia con amor.





jueves, 17 de noviembre de 2016

Cais das Colunas




Un grupo de niños se acerca al borde de las aguas de otoño, desconociendo cómo se apodera la luna de ellas y las hace crecer. Nada saben todavía las criaturas terrestres de los enrevesados seres que habitan el piélago. Y, sin embargo, desde su osada decisión los desafían. Tal vez la propia fragilidad y el temor a lo que ignoran les haga cautos. Juegan a hacer zarpar navíos imaginarios que el oleaje caprichoso pone en riesgo. Tienen la mirada fija en esa distancia corta que es el batir y retirarse la espuma que besa una y otra vez sus pies. Acaso ahora son más pragmáticos que luego cuando se vayan haciendo mayores y otras medidas de distancia les engatusen y confundan. No saben calcular la repentina tromba que les va a hacer correr tierra adentro y eso les divierte. Esa fascinación hipnótica durará toda la vida. Con las olas, con el viento que agita los ramajes, con los colores de las estaciones del año, con las palabras de los poetas, con el susurro de cuantas ternuras les alivien. Ay, cuánto se acordarán, según les vayan pesando los años, de aquellos juegos primigenios donde siempre eran ganadores. Tendrán que aprender a distinguir entre el entrechocar de los elementos y los disfraces seductores de los hombres y sus obras. Como el viajero del canto homérico tendrán que desbrozar el camino, en una procura incesante de elegir y de desechar, de avanzar con precaución y de detenerse convenientemente, de confiar en sus fuerzas y de despreciar lo que aparenta cómodo. Unas veces acertarán, muchas errarán, otras tantas les confundirán. Porque la vida, muy a su pesar, no ha sido nunca una mera contemplación. Mientras, los habitantes sumergidos, agazapados ante las expectativas de que los pequeños seres terrestres sean adultos, les dejan regocijarse. También ellos gustan de una inocencia que en alguna ocasión perdieron.





miércoles, 16 de noviembre de 2016

Largo do Picadeiro





"Hay ojos que solo miran al sueño; y, cuando
el sueño se disipa, se quedan ciegos".


Nuno Júdice, de Viaje.


¿Por qué estamos callados un buen rato siempre que salimos de vivir una obra de teatro clásico?, interroga Sebastião a sus dos acompañantes. Has dicho vivir una obra clásica, no ver ni asistir a una obra clásica, eso me ha gustado, le corta jovial Regina. Yo entiendo a Sebastião, dice Maria. Vivir una obra no consiste en un mero asistir a un espectáculo, aunque éste sea el vehículo para atrapar al espectador. Pero la gente suele ir al teatro como espectadora, al menos en principio, asevera Regina. Esa actitud de ver, oír y callar se lleva en otros órdenes de la vida cotidiana, ¿no os parece?, precisa el hombre. Un espectador de la vida establece siempre una distancia con los demás, con los quehaceres, no te digo con esas supuestas responsabilidades cívicas que se invocan en su nombre y a las que el ciudadano espectador suele dar la espalda. Si muchos dan la espalda a la política es porque probablemente también tengan razones, saltan a coro las mujeres. Sebastião no quiere la deriva de una conversación que al enmarañarse difumina ideas que se pueden compartir y que entre todos deben explorarse. Por eso insiste. Chicas, sigue en pie mi pregunta. Siempre que salimos del teatro o también del cine tenemos un rato de silencios, vamos juntos pero andamos abstraídos, es como si cada uno de nosotros estuvieran deglutiendo con mayor o menor lentitud el alimento que acabamos de tomar. Yo siempre dije que a ver, perdón, a vivir una obra o un film hay que ir sola, matiza Maria. Entras y te sientas sola, te enfrentas sola al argumento, entras y sales cuantas veces quieres de cada escena, te demoras en sus cuadros y, en definitiva, que avanzas o retrocedes tantas veces cuanto quieras según te impresione lo que allí se representa. Regina no le va a la zaga: vivir, como dices, un drama o una comedia, nombres desiguales y demasiado rígidos a mi modo de ver, es un convite, con mucho de self service. Resulta difícil abarcar de principio a fin cada detalle, pero puedes tomar una parte u otra en función de tu necesidad de comprenderla mejor o de disfrutarla como te venga en gana. ¿No tenéis la sensación, cuando salimos del teatro, de que hemos estando viviendo un sueño?, pregunta Sebastião. Yo no, exclama Regina, yo tengo siempre la sensación de que el sueño comienza a partir de pisar la calle. Sí, dice la otra amiga, volver a lo ordinario tras una obra se muestra más nebuloso. Una buena película o la obra clásica como la que acabamos de presenciar nos han hecho comprender mucho más acerca de los trabajos y los días que nuestras vivencias cotidianas. Y en menos tiempo, asevera Sebastião. 


martes, 15 de noviembre de 2016

Rua Garrett




"La diferencia que separa el recuerdo de la evocación es que el recuerdo no tiene alma".

Vergílio Ferreira, Pensar.



Un joven poeta se ha sentado junto a un viejo escritor muerto en el velador del histórico café. Quiero que escribas por mí ahora que estoy muerto, dice el hombre desde su efigie de bronce, porque mi carne dejó esta tierra hace mucho tiempo pero mis quejidos sortean a los gusanos y aún quieren aflorar a través de los espacios mundanos. El joven se estremece asombrado. ¿Me ha elegido de medium, maestro? ¿O prefiere que me denomine intérprete? Déjate de nombres, suelen ser imprecisos y la mayor parte de las veces traidores. Tú escucha, escribiente, y transcribe, le indica el hombre de bronce. El joven se afana ante la voz de la estatua. Escribe que no deseo que nadie me recuerde como un individuo que vivió para las letras, sino que las letras me nutrieron a mí, le cuenta la estatua hombre. Ya me basté yo solo para verme desde individuos diferentes que crecían dentro de mí y acababan cercándome. Incluso muerto, los personajes que reproducían personajes han tomado mi relevo. No sé si por la perduración de los siglos, puesto que probablemente no solo el papel esté sentenciado, sino que también la palabra misma arriesgue su fin. Todos esos otros Yo que salieron de mí y se conjuraron contra mí siguen hablando por el hombre que no da cuenta de existencia alguna, y se reproducen hasta donde otros individuos que les escuchan hacen suyas las ocurrencias que redacté. Las palabras nunca se ciñen exclusivamente al origen sino que se transforman, unas veces adaptándose, otras transgrediendo. También se pierden las palabras, o se esconden, o se dispersan fuera del alcance de los cazadores de palabras. Quien crea que las palabras que una vez fueron expresadas se limitan a las páginas de un libro es como si pretendiera domeñar el aire. El poeta joven permanecía anonadado, sin estar seguro de si estaba transcribiendo correctamente las opiniones de un hombre muerto. ¿Sabe, maestro? Alguien de esta ciudad debió pensar sobre usted: evoquémosle con una imagen que resista el frío y el calor, que transmita quietud y a la vez se le vea absorto, que contenga al hombre que hubo dentro y se exhiba como memoria en una eterna actitud sedentaria de calle. En la nada que habito no me interesan las vanidades, dice el escritor muerto, pues todo es mudable, incluso una estatua. De ello dan testimonio los aconteceres de las pasadas civilizaciones. Sumergido en la liturgia de transcriptor el joven poeta no se da cuenta de que transcurren las lunas y los soles. Que el bronce le ha fundido también a él.  Ignora que hay muertos que pueden con los vivos. ¿Se habrá convertido en un heterónimo más del escritor inexistente? 


lunes, 14 de noviembre de 2016

Tejo




"Yo no te llamo para conocerte
Conozco todo a fuerza de no ser

Te pido que vengas y que me des
Un poco de ti mismo en donde habite"


Sophia de Mello Breyner Andresen, de En el tiempo dividido.



Hoy vienes, hoy llegas, pero no traspasas mi umbral. El rostro que yo conocía no era este rostro apagado de hoy. Nada tiene que ver tu adusto gesto con la sonrisa que antes crecía al aproximarte. Traes un cuerpo pesado, no aquel saltarín que a mí me conmovía. Tu mudez me da frío. Estás aquí y, sin embargo, estás ausente. Dime que llegas para quedarte, o no vuelvas. Dime que llegas para ser libre, o resígnate a tus ataduras. Dime que has cruzado ese trozo de mar para ser aquí tierra, o naufraga en tu orilla. Dime que vuelves para que no haya noches blancas ni esperas estériles ni presencia de fantasmas. Dime que todas tus palabras antes dichas fueron cuerpos. Que tus jadeos han sido lágrimas. Que tus caricias te han anclado en mi puerto. Que yo soy la costa donde te refugiaste y aún puedes salvarte. Di que no serás mi carencia. No puedes seguir habitando en una mera travesía. Pero si perseveras en tu indecisión, vuelve a tu gélida oquedad y consulta a la sibila. 



domingo, 13 de noviembre de 2016

Ferry




La espera ha sido en vano. Hoy tampoco llega. La amante ocasional se ha vuelto a presentar a la hora convenida pero su hombre no aparece. Quisiera creer que es accidental, que ha perdido el ferry, que le han entretenido en Barreiro. Tentada está de tomar el catamarán que acaba de dejar a los pasajeros del último servicio, a punto de partir para efectuar idéntica ruta. No es mujer de dejarse desbordar por sorpresas, pero sí de flaquear con dudas. Y las dudas engendran siempre desasosiego e incertidumbre. Si voy allí acaso le vea, sé dónde se detiene cuando sale del trabajo, pero no le gustará. Eso piensa. Además no debo ponerle en evidencia. Ver a su mujer no es algo que me importe, pero no estoy dispuesta a crearle problemas añadidos. Aunque bien pensado, ¿quién los genera? ¿Acaso yo, que me he dejado seducir como una novata? Pero ¿qué digo? Si ha sido cosa mía encandilarle a él sin apenas esfuerzo. No, no iré. Seguro que me llamará más tarde. Alguna complicación, un nuevo pedido en la fábrica, una avería de su moto. Estoy acostumbrada a estos vaivenes. Él nunca obra con mala intención. No puedo pretender que con el ajetreo que se trae sea puntual o cumpla con la cita. Además, sé que no ve sino por mis ojos, si bien este tipo de amor siempre resulta complicado. Debo asumir que una relación rara, pero de peso, como la nuestra es sacrificada. Que ambos quisiéramos más, que yo estoy libre pero él no ha tomado todavía suficiente libertad para que lo nuestro se equilibre. O acaso es mejor así. Un amor tortuoso es un aliciente. Exige que cada día se sienta renovado, y todo lo que lleva consigo, el impulso, el riesgo, la atención secreta, todo eso atrae y atrapa. Si pongo en la balanza lo que recibo y lo que no me llega pesa más lo primero, porque lo que me da él se valora más en calidad que en frecuencia. Una vez leí en un relato de trovadores que cierta aldeana joven que traía locos a todos los hombres de la comarca fue seducida por un poeta que pasaba por las villas del reino. Éste le prometió volver en cuanto se lo permitiera su actividad de aedo, pero no apareció. Ella se justificaba no solo por los amores de los que había gozado con él, no obstante su brevedad, sino por los cantos que el trovador la llegó a enseñar en su estancia pasajera. Nadie lo pudo entender jamás, y la mujer se fue ajando sin otras pretensiones que una espera sin fin. Yo lo comprendo, cuando lees historias de este jaez piensas que son irreales, pero ahora lo entiendo. No queda de bajar nadie de los que llegan de Barreiro, no importa. Seguro que tengo noticias del hombre más tarde. No me voy a enfadar por ello. Él admira que yo tenga una paciencia larga con la situación. Dice más cosas, como que nunca había conocido a nadie que supiera llevar de manera tan prudente las dificultades, que cuanto más cuesta soportar separaciones indeseadas más fidelidad se genera entre ambos, que los dos nos forjamos más intensamente en nuestros sentimientos. Tampoco me engaño, sé que todo esto suena a literatura, y prefiero verlo así, como parte de un argumento que nos embauca a los dos, o que me envuelve alocadamente a mí sola, pero que evita momentos de tensión excesiva o palía rupturas violentas. Mañana no fallará, no me cabe duda. Me cite o no de nuevo mañana volveré a la misma hora.  




sábado, 12 de noviembre de 2016

Alfama




Supongo que usted habrá visto los miradores que tenemos repartidos por las colinas, ¿verdad? El anciano vecino del barrio y yo entramos en su casa. Es un piso pequeño, humilde. El puchero sobre una cocina de gas butano, olor a berza, cuarto mal ventilado. Saca una botella de vino recién rellenada en una bodega cercana, echa en dos vasos pequeños, como los de antes. Tal vez son ya antiguos. Le cuento que, en efecto, he visitado algunos puntos especiales de la ciudad, donde la vista se pierde y el pensamiento se vuelve más abierto, como el paisaje. El hombre me toma el argumento. ¿Sabe? Los humanos tendemos a ver la vida como un belvedere, como si al dominar la vista desde una posición general y elevada comprendiéramos mejor el mundo que nos rodea. Pero es un error, porque apenas abarcamos nada, ni hay totalidad ni siquiera la parte pequeña que vemos la registramos adecuadamente ni la disposición más alta nos permite comprender lo concreto. Y además, dice, no vivimos en ninguna terraza permanentemente. Nuestra vida, señor, me dice, es la inferior, cuando no la del inframundo. No me considero un muerto, le respondo con ironía. No se considera, pero usted, como yo, como muchos otros, lo estamos en cierto modo. No por la edad o la salud en sí, sino por lo poco que contamos en esta vida para todos aquellos que prometen salvarnos. Pero yo no creo ya en salvadores ni en funcionarios que nos vayan a arreglar nada, le replico por aproximarme más a su pesimismo. Él insiste. No se trata de creer, se trata de que estamos condenados, y de que lo más a lo que podemos aspirar es a que no nos hundan más. ¿Vive siempre con esa angustia?, me atrevo a inquirir. Antes no era yo así, dice, antes vivía en la ilusión, en el error, en el engaño. ¿No tiene mujer?, pregunto, no sé por qué, acaso por suavizar la amargura del hombre, aunque enseguida me doy cuenta de que puedo contribuir a ahondarla más. Una vez tuve mujer, allá en África, y también hijos. No he vuelto a ver a ninguno. ¿Los perdió? Sí, al volver perdí todo. Y no es que tuviera mucho, pero allí me defendía y aquí ya me pilló mayor para emprender una vida nueva. Además, a la larga no se puede competir con los jóvenes. Perdí todo. También la fe en el género humano, también las ideas a las que me obligaban, que siempre me vinieron grandes. No culpo a nadie. Creo que la vida tiene mucho de moneda que se echa al aire y a veces ni siquiera cae ante nuestros ojos, se pierde por alguna rendija de la vida. ¿Le gusta este vino fresquito? Siéntese, coma conmigo. Sobre el mantel de hule hay una caja de galletas, la retira, limpia las migas esparcidas por el mantel con un trapo. Además de la verdura freiré unos peces, al menos como habitualmente productos frescos. No sé qué decir, me emociona su generosidad. ¿O se trata de que hoy soy para él necesario? Déjeme que vaya poniendo los platos, se me ocurre. Están en aquella alacena, indica distendido, incluso algo eufórico. No podría aplicar el calificativo feliz para personajes del subsuelo como él, como nosotros.  




jueves, 10 de noviembre de 2016

Feira da Ladra




Trabo conversación con un anciano mientras recorro el mercadillo. Dice que puesto que no tiene nada que hacer aprovecha los días que hay feira para recorrer los puestos. Ese chamarilero con tal alarde y prestancia tuvo una plantación en las colonias, me indica. Vino de allí con la hacienda requisada y sin un escudo. Aquel que vende cachorros tiene muy mal carácter, lo apresó una guerrilla allá lejos y su mente no rige. La que vende muñecas al por mayor es Albertina, tres veces casada y tres separada. Se lleva de calle a quien se le ponga por delante, los tipos con los que come la respetan porque es la que manda. ¿Está casada con todos?, le digo en guasa. Con ninguno, pero es  la que organiza dónde colocarse, la que les soluciona los permisos, como una madre. Aquel del mono azul de mecánico compra radios viejas, las arregla un poco y al que se interesa, si le parece caro lo que pide, le cuenta bajando la voz que aún se pueden escuchar canciones y melodías de hace muchos años. Que solo por eso ya se justifica el precio. Pone tanto empeño y convicción que algunos acaban comprándole por lo socarrón que les parece. Ah, mire, ese es João, solo sabe hacer maquetas. Iba para arquitecto pero se metió en política cuando la política no era una forma de vivir sino un jugarse la vida. Tiene representadas varias iglesias de la ciudad, y eso que no quiere que le mencionen a ningún dios, y hasta hizo una Praça do Comércio con todo detalle que se la compraron unos alemanes. ¿Ve en ese tenderete esos azulejos de colores? Apolónia y su marido los trabajaban antes en un taller que tenían aquí cerca. Aunque les dicen a todos que lo fabrican ellos yo sé que no es verdad, que el mal que tiene él en las manos ya no le deja, pero no voy a revelar de dónde vienen estas piezas. Oiga, parece saberlo todo de los vendedores de este barrio, ¿no?, le digo al viejo. Ya ve, llevo muchos años viviendo aquí a la vuelta y dos veces a la semana batiendo los puestos por Santa Clara da para conocerlos a todos. ¿Hace un Ribatejo en mi casa?, me espeta el hombre por sorpresa.




miércoles, 9 de noviembre de 2016

Sophia




El año es aún de los oscuros y una mujer escribe a hurtadillas entre las tazas de café, haciendo que juega con la cucharilla y los azucarillos. El año es aún de los arriesgados, y la mujer añade el riesgo de su innegable aliento de juventud. El año es aún de los torpes, menos torpe porque ella va interpretando la vida. El año es aún de los indescifrables y nada se sabe del futuro de las letras ni del destino de las personas. El año es aún ciego y seguirán siendo ciegos los años venideros, salvo por los destellos con que el caos obsequia a los humanos, salvo por la poesía que para la poeta emana de las cosas. Ay, cómo deslumbra el desorden del universo con su apariencia opuesta. Y el visitante de la ciudad de las colinas blancas, aun sabiéndolo, cae de bruces ante los versos de ella. Él ya no busca redención, ya no se deja seducir por prescripción alguna, ya no cree en más propiedad que la de la materia pura. Solo espera mantener una cierta fortaleza que afiance su escepticismo resistente y amargo. A veces la encuentra en unos versos como estos que una vez, algún año de aquellos, escribiera Sophia de Mello Breyner Andresen.


"No busques verdad en lo que sabes
Ni destino busques en tus gestos
Todo cuanto sucede es solitario
Al margen del saber y  de las leyes
Dentro de un ritmo ciego innumerable
Donde nunca fue dicho ningún nombre"




martes, 8 de noviembre de 2016

Rossio




Un hombre ha ido temprano a esperar a una mujer a la Estación de ferrocarril. Ella dispone de poco tiempo y él ha hecho una escapada del almacén donde trabaja para encontrarse con ella. No se sienten obligados entre sí, pero les atrae el riesgo. Tienen dudas, pero no son todavía obsesivas. Les acecha algo parecido a un retorno a la adolescencia, si no fuera por las traiciones que acometen. O es precisamente por esto, por dar la espalda a sus propias responsabilidades, por lo que se agitan. Sus inquietudes particulares son livianas hasta la fecha, pero temen que se enrarezcan porque un nuevo paso supera a los que han dado antes, y ellos no quieren atropellar a nadie. Se intrigan mutuamente, pero no pasan de observarse. Se acechan con disimulo, manteniendo la cortesía. Van encaminándose con contenida excitación hacia un bar de la plaza. Allí en medio las fuentes cortejando el rectángulo armónico que forman los edificios, el agua curvada como homenaje al flujo y belleza de la vida. Allí la columna presidida por un emperador de tierras lejanas, como si el país llegara todavía hasta el otro lado del océano. Allí el teatro dando empaque a un espacio de siglos, acaso el más transitado de la ciudad. Donde los acontecimientos de la historia han agrupado al gentío. Unos minutos de café son un mapa de sensaciones reservadas donde lo que menos importa es el sabor del café. Hablan con prudencia y se miran como si los ojos de uno llamaran a la puerta del otro. A veces uno de los dos esboza cierto descaro pero miden las palabras. Ella habla del quehacer que tiene por delante ese día y él exagera la tarea que le ocupa las horas. Él le asegura que le encantaría recorrer juntos rincones de la ciudad que ninguno de los dos conoce. La mujer quisiera abrirse a deseos más íntimos que se circunscribirían al espacio de una habitación, pero se abstiene de expresarlo. El tiempo disponible transcurre implacable. Les gustaría decirse más, mirarse más, alargar las manos hacia las sensaciones que cada cual requiere y calla. Ella estrecha sobre su pecho el libro que ha venido leyendo en el tren y él le pregunta de qué va. Es poesía, aunque no esté escrito como poesía, porque todo depende de lo que uno quiera leer y, sobre todo, como quiera sentir, le dice la mujer. Quédate con él y echa un vistazo, ya me lo devolverás, le anima. Tienes que terminarlo primero, le responde el hombre. Pero ella insiste. Me gusta parar siempre en las últimas páginas de un libro, demorar su final, incluso imaginarlo antes de comprobar qué desenlace ha puesto el autor. Salen del café y se separan al borde de una fuente. Sus últimas palabras se hacen rumor con el agua y les divierte. 



lunes, 7 de noviembre de 2016

Largo de São Carlos




Aquel libro, hecho de tantos hombres, dispersó por la tierra sus páginas. Y como cada página, cada alma de hombre, era fecunda no hubo vereda, ni costa, ni taller, ni antro, ni morada que no diera luz a otro hombre y, por lo tanto, a nuevas páginas y, consecuentemente, a otras vidas. Tal era la existencia infinitamente desdoblada de aquel libro que tenía apariencia de hombre. Donde no cabía encontrar la quietud de los dóciles sino la tensión de los desasosegados que se hacen a sí mismos.




domingo, 6 de noviembre de 2016

Estuario




"...Agua. Agua.
Todas las aguas, todas.
Oh antiquísima agua de las estrellas,
próximas distantes aguas matinales,
oculta agua dada a beber
en una sola mirada".

Eugénio de Andrade, De Todas las aguas.



Dos personas se dan la espalda y miran lo que parecen paisajes dispares. Una línea de agua y una corriente de letras. En ambos se concentran. Por uno y otro se desplazan. Entre ellos se aquietan. En las dos perspectivas leen. Porque siempre hay dos clases de lecturas por lo menos. ¿Cuál de ellas empapa más? ¿La que traslada imágenes horizontales aparentemente definidas? ¿La que se humedece con palabras a las que hay que poner rostro? Ninguna es obvia, ni clara, ni evidente del todo, aunque den la sensación de ser explícitas. ¿Vale más la sugerida comodidad de contemplar la naturaleza que llega a bocajarro? ¿Es más profunda la que exige el esfuerzo de dejarse arrastrar por una historia narrada? La persona que mira la lejanía se hace preguntas ante el piélago que acaricia con sus bocanadas de brisa. El lector se entrega  a un ámbito de mundos y submundos que nunca se agotan. Tal vez éste cierre el libro, respire hondo y se apoye en el barandal de mármol a leer el agua. Puede que la otra persona se gire y tome el libro que acaba de abandonar el lector para seguir otros cursos. Desalojaba yo de mí este pensamiento cuando ambos individuos cambian el rumbo de sus posturas, se apropian de mi imaginario y lo materializan. En su relevo se turban. Por un instante se observan cara a cara. ¿Se contarán después qué han visto en el río de sus lecturas?

   

viernes, 4 de noviembre de 2016

Adamastor




El gigante mira al estuario y qué mira. ¿A los navegantes del pasado o a los osados de estos tiempos que siguen empeñados en afrontar los elementos para ahondar en lo desconocido? El monstruo que se aparecía a los aventureros para disuadirles de avanzar en la ruta probablemente fuera hijo de los sueños frustrados de unos hombres. Pretendía detener a los audaces para evitar que las quimeras se hicieran realidades. El rostro de terror de Adamastor es el de su propio miedo. Teme a aquellos a los que trató de parar y que se han crecido ignorándolo. Desde lo alto de Santa Catarina el monstruo Adamastor se retrae de la llamada del océano porque sabe que el viaje de los hombres ya no conoce límites. Los cabos de las Tormentas de hoy siguen siendo duros y bravíos en multitud de costas de la vida, pero los exploradores se arropan y se suceden unos a otros con resultados imprevisibles. Los pioneros apenas lo son por unas horas y al fracaso de un intento responden con varios intentos nuevos. Adamastor ya no asusta ni frena a nadie, ni le desvía de sus objetivos. Es un gigante literario con nostalgia de Os Lusíadas, que ha pasado al retiro. Ahora solo teme por sí mismo. Desde su atalaya de roca sabe que los hombres lo han superado. Porque cada hombre engendra dentro de sí a un monstruo que proyecta dimensiones cuyos aciertos o desafueros serán juzgados por otros hombres. Adamastor Saturno ya no devora a sus hijos. Éstos se encargan de la tarea.




jueves, 3 de noviembre de 2016

Terreiro do Paço




"Me llaman las aguas,
me llaman los mares,
me llaman, alzando la voz corpórea, las lejanías".


Fernando Pessoa, de Oda marítima.



Desde el pretil en el que está subida la mujer mira fijamente la confluencia de las aguas. El oleaje golpea con furia los escalones, los cubre, salpica a los niños que rivalizan con él. La mujer mira a lo lejos con una nostalgia que no acaba de asimilar. Mira allá donde el río es ya todo mar. Donde la luz aún no se ha apagado. La humedad empapa suavemente el cuaderno de dibujo que tiene extendido sobre su regazo. De pronto se siente inmersa en la analogía que le sugiere la hora del día. Ve como un desafío el flujo creciente del agua y añora el instinto lúdico ya perdido. ¿En qué parte del camino estoy?, se pregunta, sin pretender obtener más respuesta que el engaño mismo. Utiliza la distancia que se prolonga ante sus ojos como símil de su propio recorrido. ¿Estoy todavía a tiempo de que me inunde la pleamar?, se ilusiona. La mujer, anclada en un punto aún seguro de la costa, sabe que no estará así siempre. Que nada es posible retener eternamente. Sus pensamientos la incitan a traicionarse con la metáfora. ¿Y si yo misma decidiera impulsar la corriente como si no existiera ni tiempo, ni freno, ni límites? ¿Y si el poder genuino de mis horas no residiera tanto en la condición física de mi cuerpo como en la imaginación que compense su parálisis y oculte su deterioro? La mujer se inclina sobre el cuaderno y traza dibujos del ocaso, matiza o difumina los personajes, intensifica el tono de los colores para que no se apaguen. La vida no es más que una sucesión de bocetos, al fin y al cabo, se apunta a sí misma.  




martes, 1 de noviembre de 2016

Largo de Camões




El guirigay del tráfico que cruza arriba y abajo las calles que esquivan el corazón de la plaza se suaviza en torno al kiosko de bebidas. Unas mesas y unas sillas sencillas, parada calma para charlas de tentempié o lectura de hacer tiempo. Un lugar como otro cualquiera para una cita a ciegas. Pero también idóneo. Si no sale bien es fácil perderse enseguida por la caída suave de Rua Garret. Desde el largo de Camões el individuo en fuga puede buscar cualquier dirección de la ciudad para consolarse -Rossío, Comércio, Cais de Sodré- o refugiarse en el interior del Chiado, porque el Chiado tiene algo de madre amantísima que envía a sus hijos a la búsqueda del mundo y que está siempre dispuesta a acogerlos si deciden volver. Ni el hombre ni la mujer que se habían citado eran de la ciudad. Ni siquiera del país. Tampoco jóvenes. Ninguno sabía hablar la lengua del otro, pero se entendían en un portugués a tropezones. En su conversación parecían ignorar sus vidas privadas. Intercambiaban impresiones y detalles de la ciudad y de las sensaciones que percibían en sus pasos. Hablaban de lo cómodo y abrigador que era recorrer las colinas extraviadas bajo los edificios, de la monumentalidad de sus calles y plazas, de la afabilidad de los vecinos, de tal museo que se les había revelado como hallazgo. Ellos mismos caían en el tópico, pero habían constatado la base acertada que éste puede tener. Cuando alguien asume como experiencia suya lo que se considera extendido y repetido hasta la saciedad lo vive como descubrimiento personal y valora aquello que se palpa en propia carne. No demostraban urgencia por darse a conocer el uno al otro más allá de lo que se habían contado por correo antes de concretar el encuentro. Se deleitaban comunicándose entre sí aquello que más admiración les había causado de todo cuanto habían visto o se incitaban para conocerlo más a fondo. Ellos mismos se sorprendían de que se resistieran a entrar en el juego personal y de este modo desembarazarse de la tensión que les había llevado hasta allí. ¿Quieres que te hable de mí?, le dijo al fin el hombre a la mujer. No hay prisa en ser más explícitos, dijo ella. Sigamos recorriendo juntos la ciudad. Voy sabiendo de ti mismo más de lo que crees mientras paseamos. En lo alto de su pedestal Camões permanecía ajeno, si no despectivo, a las cuitas de los amantes en ciernes.