Un grupo de niños se acerca al borde de las aguas de otoño, desconociendo cómo se apodera la luna de ellas y las hace crecer. Nada saben todavía las criaturas terrestres de los enrevesados seres que habitan el piélago. Y, sin embargo, desde su osada decisión los desafían. Tal vez la propia fragilidad y el temor a lo que ignoran les haga cautos. Juegan a hacer zarpar navíos imaginarios que el oleaje caprichoso pone en riesgo. Tienen la mirada fija en esa distancia corta que es el batir y retirarse la espuma que besa una y otra vez sus pies. Acaso ahora son más pragmáticos que luego cuando se vayan haciendo mayores y otras medidas de distancia les engatusen y confundan. No saben calcular la repentina tromba que les va a hacer correr tierra adentro y eso les divierte. Esa fascinación hipnótica durará toda la vida. Con las olas, con el viento que agita los ramajes, con los colores de las estaciones del año, con las palabras de los poetas, con el susurro de cuantas ternuras les alivien. Ay, cuánto se acordarán, según les vayan pesando los años, de aquellos juegos primigenios donde siempre eran ganadores. Tendrán que aprender a distinguir entre el entrechocar de los elementos y los disfraces seductores de los hombres y sus obras. Como el viajero del canto homérico tendrán que desbrozar el camino, en una procura incesante de elegir y de desechar, de avanzar con precaución y de detenerse convenientemente, de confiar en sus fuerzas y de despreciar lo que aparenta cómodo. Unas veces acertarán, muchas errarán, otras tantas les confundirán. Porque la vida, muy a su pesar, no ha sido nunca una mera contemplación. Mientras, los habitantes sumergidos, agazapados ante las expectativas de que los pequeños seres terrestres sean adultos, les dejan regocijarse. También ellos gustan de una inocencia que en alguna ocasión perdieron.
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Toda vida en sus inicios resulta bella y emocionante en su fragilidad. Algun@s luchamos, pese a inversión perdida de antemano, para que su final comparta algo del asombro primigenio. Lo importante parece ser la dinámica mientras aguante el vehiculo.
ResponderEliminarTienes razón, por eso hay que rescatar en la medida de los posible no solo recuerdos sino asombros que aún se nos brinden en el presente. De las formas y rostros y comportamientos que adquieran esos asombros no voy a comentar. Dejemos la puerta abierta hasta el final.
EliminarAyer, mientras esperaba la salida del nieto del colegio, empecé a pensar de cuando yo iba a clase.
ResponderEliminarDe eso hace más de medio siglo, mucho más.
Y a lo que voy. Cuando uno piensa más en recuerdos que en el presente, es que se está volviendo añejo.
Así que inmediatamente dejé aquello de la bata a rayas azules para centrarme en el hecho del pitufo a punto de salir.
Todo pasa muy rápido, todo menos la tontuna del ser humano, que ni pasa ni desaparece.
Salut
Oiga, oiga, ¿ha pensado usted en el sabor de lo añejo? ¿En el punto que tiene y la calidad que posee lo añejo, jaj? Lo añejo bien llevado. No. Los recuerdos no son mera nostalgia. De ellos sigo sacando aún muuuuuuchas conclusiones de la vida y sobre mí mismo. Y me asombro. ¿Es eso añejo? Precisamente son tiempos en que la sorpresa, el asombro y la capacidad de admirarse pasan para muchos seres de largo. Y el subconsciente siempre actúa. ¿O crees que tu entrega al pitufo no está cargada de simbolismos de atrás, de lo que se tuvo y se retiene en alguna medida?
EliminarLa tontuna déjala para otro día, que tiene muchas variantes, hermano.
¡Idílico idilio!
ResponderEliminarCuando la redundancia responde a lo grato no viene mal, así sea el idilio de la infancia con su cercanía.
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