"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 21 de febrero de 2008

Renovación


Amó sus recovecos, amó su palabra abierta, amó sus abismos profundos, amó su etereidad, amó su nuca al huir de ella, amó sus exploraciones arriesgadas, amó su luz, amó sus recorridos tenaces, amó su humor alterno, amó su temperamento de fuego, amó su armonía de lluvia, amó sus caídas recurrentes, amó sus devaneos instintivos, amó sus distancias, amó sus derivas, amó sus ensoñaciones, amó sus desvaríos, amó su perfil alzado tras la entrega, amó sus cóleras pasajeras, amó sus desgarros, amó su olor a tierra fecunda, amó sus abandonos repentinos, amó su disposición a la sorpresa, amó su arrojo, amó su introversión, amó sus dedos alargados, amó sus palmas prospectivas, amó sus flaquezas, amó sus extravíos, amó su crin de adolescente rebelde, amó sus reencuentros, amó su sensatez, amó su pulso con el mundo, amó sus obsesiones, amó su solicitud, amó sus transgresiones osadas, amó su tiento justiciero, amó su sonrisa liviana, amó la generosidad de sus brazos, amó sus posturas de súplica, amó su fugacidad, amó sus prontos de locura, amó la danza de su imaginación, amó su tolerancia, amó sus noches de desasosiego, amó su imagen durmiente, amó su despertar apacible, amó su piel rugosa, amó sus caprichos, amó su capacidad de volar, amó sus vibraciones, amó sus euforias, amó sus hundimientos, amó su alegría improvisada, amó la senda de niebla que atravesaba, amó su rigor exigente, amó su sinceridad no siempre comprensible, amó sus letras, amó su desinhibición, amó las entonaciones de su lectura, amó sus dudas atormentadas, amó su escepticismo calmo, amó su espalda de gigante adormecido, amó sus búsquedas, amó sus invocaciones, amó su fruto deseable, amó la sustancia de su disolución, amó cada paso de él mismo, amó cada desprovisión de sí mismo, amó sus silencios rendidos, amó su encogimiento, amó su cuenta atrás, amó cada rictus de dolor, amó la perplejidad de su mirada, la mujer amó de él todo...todo menos su regreso a la nada.

(Foto de Mona Kuhn)

martes, 19 de febrero de 2008

Penúltimo canto
















En ese momento irrepetible de la noche has pensado que morías como el cisne. Pero el canto patina aún sobre tu propia piel, como la luz que rescata a las sombras la convexidad de tus formas. En la caída intuyes el cuerpo arrojado a la dispersión, pero sientes también su reagrupamiento. Sabes que el calor no te abandona, sino que recorre los infinitos recovecos entre los dedos de tus manos y los de tus pies. Un mapamundi de posiciones que pueden derivar en multitud de trazos. Posas para ti misma. Afinas tus músculos porque en cualquier momento precisarás alzarte. Si no tensas tu arquitectura desde el suelo tal vez el sol nunca tome tu cuerpo como suyo. Entrarás en un sueño extenso que propiciará para ti la fiesta de los sentidos. Porque sólo en los sueños reside la percepción total. Allá dentro estarás más poseída de tus dones. No cabrá distinguir las horas de la danza ni los ritmos del deseo ni los latidos de la necesidad ni el llanto de la música. Acaso no querrás volver. Reposas en tu cuarto menguante, preservándote de antiguos desconciertos. Sólo quieres yacer ahí y que nadie te mire. Y que ese tiempo de silencios cunda. Temes despertar. Temes que el canto quiebre. Ya estás escuchando los versos de Alejandra

No me entregues,
tristísima medianoche,
al impuro mediodía blanco



(Fotografía de Ruth Berhard)

lunes, 18 de febrero de 2008

Hallazgo



(Indagaciones, XV)


Al abrir la maleta, se destapó también un olor antiguo. O varios olores, según fue removiendo los objetos contenidos allá dentro. Una manta de viaje a cuadros negros y blancos, doblada, preservaba extrañamente los inocuos efectos. Un reloj de bolsillo, una cuchara y un tenedor de plata abollados, dos servilleteros de marfil, una tabaquera, una estilográfica, unas cuantas fotografías en tono sepia, varios recortes de prensa de antes de la guerra, algunos cuadernos, dos palilleros, una cajita con varios plumines para escritura caligráfica y un trozo de papel secante, un tintero de Pelikan con la tinta seca, el cargador de un Mauser Gewehr 98 con sólo tres proyectiles, una cadena de oro desprendida formando grecas, un conjunto de pequeños frasquitos conteniendo esencias de perfume, una ajorca plateada con entrelazamientos que recordaban los diseños de antiguas culturas célticas, un estuche con hilo, agujas y algunos botones de nácar, un block mediano de dibujo con apenas la mitad de sus páginas cubiertas de esbozos y apuntes emborronados tomados sobre la marcha. Mientras Winckelman revolvía en un primer vistazo el contenido de la maleta, se preguntaba qué significaría todo aquel repertorio de cosas tan dispar. Encontrarse así, de golpe, con aquella variedad le perturbó. ¿Habría estado allí siempre esa maleta o en el transcurso de la guerra alguien la había escondido? ¿Se trataba de recuerdos o era el alijo modesto de un saqueo cualquiera? Su dueño ¿había sido un hombre o una mujer? La mezcla de olores era difícil de definir. Si tocaba la manta se desprendían unos miasmas resecos. Si jugueteaba con los cubiertos se le adhería a los dedos un regusto metalizado. Si abría los tubos de cristal de las fragancias, éstas desprendían una hediondez en la que todo parecido con su antiguo contenido era mera memoria. El papel amarilleaba y emitía un tufo que hería el olfato de Winckelman. Se propuso sacar todos los útiles, colocarlos sobre una mesa y observarlos con atención. Reflexionó sobre cómo perdían consistencia al ser extendidos. Dentro de la maleta habían adquirido un cuerpo, formaban un todo, y el exterior diluía las identidades mismas de los objetos. Sólo agrupados adquirían una fuerza y un significado que a él no le eran revelados. Decidió volverlos a colocar otra vez dentro de la valija, tal como se los había encontrado. De alguna manera, los había hecho despertar de un recóndito sueño de los justos y no veía qué podían suponer para él desparramarlos por la casa, sino arriesgar aún más su orfandad. Fue en unos de esos ejercicios por reubicar el contenido de la maleta cuando topó con un cuaderno azul. Acarició lentamente con sus dedos el forro del cuaderno y lo olió antes de abrirlo. Al tacto le pareció fresco y reciente, y esta sensación de proximidad le vinculó con el hallazgo de una manera que no pudo explicarse.

jueves, 14 de febrero de 2008

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un hombre libre


Es terrible que la difamación, el falso testimonio y la acusación procaz cundan tanto en estos tiempos. A veces la ley se ejecuta y la justicia casi parece que exista, eximiendo al acusado en falso de los delitos que se le achacan por parte de los seres necios. Y no obstante, los mismos personajillos políticos y mediáticos que desataron la persecución de un médico inocente se mantienen en su torpe orgullo, no demostrando otra cosa con ello que su propia debilidad. Quiero honrar la dignidad del Dr. Montes, injuriado, acosado y despedido por las autoridades administrativas de la Comunidad de Madrid, y su labor en pro de facilitar el tratamiento del dolor y del bien morir de sus pacientes. El Dr. Montes ha ganado la batalla legal, aunque la guerra siga abierta. La grandeza de la democracia es seguir tejiéndola cada día, a pesar de que un sector de la sociedad y de la política intente desurdirla. Para llevar calma, a pesar de que haya que estar siempre en vela, no se me ocurre otra cosa que rescatar un texto de Epicteto, en su Enquiridión...

Puedes ser invencible si no entras en un combate en el que ganar no dependa de ti. Ten cuidado entonces, cuando veas a un hombre que recibe honores o posee un gran poder o es altamente estimado por alguna razón, no le supongas dichoso y no te dejes llevar por las apariencias. Pues si la naturaleza del bien dependiera de cada uno, ni la envidia ni los celos tendrían cabida entre nosotros. No aspires a ser general, senador o cónsul, sino sólo un hombre libre; y no hay más que un camino para ello: desdeñar todo aquello que no depende de nosotros.

martes, 12 de febrero de 2008

Venir desde atrás



(Indagaciones, XIV)

Y a pesar de la luz tenue, Winckelman sigue pergeñando apuntes rápidos, entresacando ideas hiladas de cualquier manera, instigándose con azotes del pensamiento que le perturban obsesivamente...


Venir desde atrás, desde un espacio que parecía extinguido, desde una base insegura y cuya definición se ha ido perdiendo lentamente, sin darnos cuenta; sentir que de pronto se hace presencia un entorno fugado, que se nos muestran unos individuos de los que sus rostros difuminados y sus gestos parcos en expresión nos cuestan reconocer; sentirnos asaltados de nuevo por el ángel de la bondad, aquél que en la infancia procuraba los encantamientos y prodigaba las alegrías, incluso las soñadas, y que no supimos jamás dónde se precipitó evanescente y traidor; proceder de un tiempo impreciso del que se duda que haya existido alguna vez, que sólo se ratifica cuando se hace ejercicio de pasatiempo en las escasas tertulias familiares, ya que es limitado el número de los sobrevivientes, y porque a pocos interesa el testimonio y menos el recuerdo; rebelarse por no haber hecho un esfuerzo excesivo por comprender los pasos dados y los errores cometidos; lamentar que la memoria no haya sobrevivido al enfrentamiento y al odio y a la dejación porque, incluso al recordar, cada cual justifica los viejos actos, cada cual defiende las experiencias que les conformaron dogmáticamente, y no se da el brazo a torcer sobre aquella visión reducida y negada que sembró la barbarie en nuestra propia casa; sospechar que nada fue como recordamos, sino como quisimos que fuera, sin pretenderlo, sin darnos cuenta de que avanzaban los días y no los aprovechábamos; muchos se solazaron en entelequias sumamente abstractas e intangibles que pretendían alcanzar tierras prometidas que nunca se mostraron sino en la tenebrosa fantasía, en vana condescendencia con las aspiraciones frustradas; sabernos ahora elegidos por el destino, ahora que estamos aquí exhaustos pero todavía vivos, si bien vendidos a una inercia irredenta y capaz de apagarnos lentamente; tentarnos unos a otros con el turbio silencio y el acre desdén, como remedio impuro pero consistente contra la falta de aceptación que nos atrae a los seres por el lado de la necesidad apremiante y nos repele por la parte de la elección impensable; considerarnos testigos de una existencia de la que otros no han podido ni siquiera medir sus cambios corporales, ni probar las opciones que la vida depara en la materia de los conocimientos, en la sustancia del amor, en la observación de la naturaleza, en la recreación de la estética, en la entrega al desafío de esfuerzos colectivos constructivos; llegar como un corredor de fondo hasta una zona nueva y desconocida que se va creando dentro de ti mismo; darte cuenta en el momento justo en que una excusa te ha arrancado de tu mundo habitual de que necesitabas alejarte de cuantos durante estos últimos años han compartido contigo penurias y desaciertos; presagiar que la fortuna es un ramalazo que te está hablando, que se dirige a ti, que no debes desaprovechar; calcular los años sin cálculo, no los que contabilizas en tus arrugas, sino aquellos que aún se te brindan como expectativa y destellan relámpagos de curiosidad; precisar...


Pero el hombre se rinde al límite de la medianoche fría y solitaria.

lunes, 11 de febrero de 2008

Vive y alégrate



Está acostumbrado al paisaje de la niebla desde niño. Nunca se acobardó cuando atravesaba los parques donde los árboles se diluían o las calles cuyas casas dejaban de existir. Cuando miraba la costa y sólo oía el rumor del mar, se sentía cautivo del misterio. Cuando volvía a casa desde un paraje del campo en que todo se condensaba en ese vapor incierto, temía perderse y deseaba perderse. Y cuando se acercaba al río y jugaba a imaginar los puentes y a adivinar la ribera opuesta, una vaga aprehensión le tomaba, sin comprender si sería posible un retorno ni en qué dirección. Había una extraña alianza táctil entre la niebla y él. Todo partía de no sentirse desasistido. De percibir la niebla como refugio, no como amenaza. De desear que las exigencias se paralizaran. Si dudaba, no era la ocultación del mundo lo que le hacía dudar, sino la incertidumbre de si todo el peso que le agobiaba iba a seguir igual después. Si temía, no era la atmósfera vidriosa lo que le hacía temer, sino la posibilidad angustiosa de que tras la niebla todas las acechanzas siguieran allí. Conjuraba todo aquello que se le reclamaba severamente adentrándose entre aquella humedad insondable. La niebla, una espiral protectora. La niebla, una forma de ficción. La niebla, una prueba de la que resurgía. Sensación de morada efímera, la niebla se ratificaba como necesidad más que como accidente. Acaso lo entiende ahora mejor, cuando lee lo que se emite desde la palabra del poeta jerezano José Mateos...


Dicen que en la oquedad de algunos pozos,
entre sus grietas, donde crece el musgo,
hace su nido a veces algún pájaro
y entona desde allí su canto incierto.

Dudas y cantas: ésa es tu creencia.
Salvar un poco de ese instante único
que llega a ti como un deslumbramiento,
como una sacudida que deshace
y diluye fronteras, cotos, límites...
Porque también el tiempo, cuando quiere
y se detiene en medio de dos cifras,
es un peso que eleva, es como un bálsamo
que alivia el daño de vivir sin rumbo,
de estar perdido en donde nada es nada
y todo cambia de sustancia y forma.

Vive y alégrate. Muerde la fruta
que es ser y respirar hoy todavía
aunque, al comerla, su sabor amargue.
Entra sin miedo hasta un lugar más hondo:
no hay caminos que salgan de este bosque.

Vuela a tu lado el cuervo y sientes frío.
Tus manos palpan una puerta, un muro.
Se oye a lo lejos un rumor de agua.
Te cercan voces, pasos de otra vida.
Y tu casa está aquí: en esta niebla.


(Niké Moritz fotografió entre la niebla)






jueves, 7 de febrero de 2008

Severidad



(Indagaciones, XIII)


Pero la mirada de los hombres de estos tiempos es dura. Pesa en ella el desconcierto. Se congela la esperanza. Se filtra entre sus párpados la desconfianza callada. Hay que reclamarse del silencio o arriesgar una definición que no se tuvo ayer. Los hombres miran ansiosa y fijamente todo lo que pueda ser tocado, asido, trasladado. El objeto hallado casualmente, la cosa robada, el espacio desposeído, el cuerpo prestado hacen renacer el instinto de supervivencia. No quieren saber de nada más. Es así de frágil y de áspero. No emiten destellos de compasión ni de piedad. Los extraviaron hace tiempo. La mirada de estos seres arrojados a la penuria y al desencanto tampoco imploran nada. Un extraño mecanismo de orgullo reprime sus emociones más naturales. Podría decirse que la expresión no se encuentra a sí misma, que les ha abandonado. Aletargadas por la sacudida del fracaso colectivo, escépticas de la palabra, carentes de una brizna de amor, las vidas se reconstruyen por causa de la inercia y de la necesidad. Los hombres miran con ausencia y observan rígidamente y se incomunican desde su evasión. Grava demasiado el sufrimiento de oscuras identidades perdidas. No desean seguir flagelándose, ya lo hacen otros contra ellos y temen que ese castigo dure un tiempo largo e indefinido. Cuando se desplazan por las calles ruinosas de la ciudad sólo se escucha el ruido de un acarreo de roces. Arrastre de sus pies, de sus encorvamientos, de sus toses, de sus piojos. Hoy en la cola del pan me ha mirado uno de estos hombres mecánicos y he creído que me observaba con ojos extrovertidos. Tenía un brillo en su pigmentación verdosa que atraía. Emanaba de ellos una luz que relajaba sus facciones y las hacía menos severas. Al desplazarme hacia un lado su mirada no cambió de posición. En ese momento me dio la impresión de que podía estar ciego...

Winckelman pone la mano sobre la página de su diario y echa la cabeza hacia atrás. La luz eléctrica es escasa y teme por su vista miope.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Mirador



(Indagaciones, XII)

Ha desechado varios objetos inútiles. Muebles desvencijados, útiles cubiertos de óxido, ropa apolillada, principalmente. Los aperos no; aun herrumbrosos, pueden servir de momento para recomponer la huerta. Aunque el pueblo no sufrió bombardeos ni muchos excesos a mano de las tropas ocupantes, acaso porque fue un lugar de paso, y porque se trataba de una entidad menor que no interesó a nadie, tampoco hay mucho que recuperar en la casa. Probablemente, la incuria ya provenía desde antes de la guerra y había prosperado entre sus paredes. Queda algo de vajilla, una cubertería diezmada, algunas cazuelas, unos pocos libros, un baúl con instrumentos de navegación con sus mecanismos bloqueados, algunas artesas y rodillos para amasar pan, un extraño aparato cilíndrico con una manivela para fabricar helado, un violín maltrecho, una vieja Leica cuyo obturador no funciona. Algunos objetos difícilmente podrán tener uso, pero los mira con ojos de etnólogo y no le parece oportuno despacharlos. Un sexto sentido velado le dice además, cuando los toca, que no debe deshacerse de ellos. Pero estos restos de vidas anteriores le parecen bagatelas. Lo que valora principalmente es que el edificio permanece en pie. Da por hecho la consistencia de los cimientos, ya que no observa especiales quebrantamientos en la estructura, sino sólo las típicas rajas producidas por los movimientos tectónicos silentes e inadvertidos que todo edificio muestra a lo largo del tiempo. La madera de los suelos está carcomida, pero puede subsanarse fácilmente. Faltan algunas puertas, y las jambas y los dinteles que han sobrevivido se muestran astillados. Tendrá que buscar por el vecindario o en el mercado negro aquellas piezas que hayan sobrado de otras destrucciones y que merezcan la pena recuperar. No es difícil, ni cree que sean muy caros, aunque el pulso de la oferta y la demanda en tiempos de escasez lo desajusta todo. Las paredes, desconchadas y maltratadas por la humedad, precisan una mano de cal y otra de pintura absolutamente renovadoras. Ha pensado en ello. Quiere que en aquellas habitaciones donde reposa el sol de manera más prolongada los colores sean intensos y en las estancias en que la luz se pasea con brevedad sean más suaves. Los colores deben triunfar acordes con la intensidad de la luz, piensa. Necesitará reponer los escalones hundidos y colocar una barandilla nueva; o tal vez no, pues no toda se halla en mal estado y la mano de los ebanistas hace milagros. Tampoco tiene prisa por acometer la obra de una vez, en todos sus detalles. Irá rehabilitando lo que pueda. Ya ha hablado con unos albañiles de la aldea escasos de trabajo y están de acuerdo en ponerse pronto manos a la obra. Habrá dificultades para encontrar los materiales necesarios, le han dicho, y habrá que pagar lo suyo, le insisten, pero todo se puede lograr. Quiere dejar limpio el desván. En realidad, pretende modificarlo, ganar el espacio, sobre todo dignificando su uso. No entiende que la parte de la casa desde donde mejor se advierte el paisaje haya sido postergada para almacén de trastos. Es posible que incluso instale allí el viejo telescopio que compró en Wetzlar y que ha tenido fuera de juego estos últimos años. Concibe ese altillo de la casa como el lucernario del faro que ha visto últimamente junto al Báltico. Necesita con urgencia ese mirador, como quien necesita un fanal que ilumine sus propios compartimentos del alma.

(Fotografía de Niké Moritz)



lunes, 4 de febrero de 2008

Afianzamiento


(Indagaciones, XI)

Hay días con una claridad fría y días con una oscuridad acogedora. Fue una oleada de clima templado que quebró por breve tiempo la dureza habitual del invierno lo que invitó a Winckelman a inspeccionar las zonas del valle más alejadas. Al volver a la aldea atravesó los juncales de las áreas pantanosas. La vegetación de ribera le protegía del viento, y éste, aunque incesante, se desplegaba entre las nubes y los caminos en una suerte de caricia que preconizaba una primavera ansiosa por hacer acto de presencia. Vana figuración. Envuelto en su gabán negro, el hombre no descuidó la guardia. Sabía de la caída traidora de las tardes y cómo el aire racheado sajaba con contundencia los cuerpos desprovistos de cuidado. La jornada le había permitido una visión más completa de la región donde estaba dispuesto a asentarse. A la ida su exploración había consistido en un dejarse impregnar por imágenes que procuraran una adecuación de su pensamiento y de sus sentidos a los límites de la geografía. Oteaba las alturas, medía la horizontalidad curva de los prados, acariciaba la escarcha sobre las plantas, escalaba y bajaba los desniveles que abreviaban el recorrido, calculaba en abstracto la división territorial de las lindes. Una especie de renacimiento le daba agilidad y le prendía de entusiasmo. Bullía en una euforia disimulada por adquirir un conocimiento del paisaje y de las vidas que se manifestaban dispersas, pero reencontradas. Percibía nerviosismo por llenarse de olores nuevos, por capturar gestos que entrañasen, por agitarse en pálpitos que estimularan. Pero a su vez sentía pesadumbre por la situación en que habían quedado tras la guerra los pueblos y las carreteras y las factorías y los servicios de las comunidades. Tal vez, a pesar del estado lamentable de aquellos pecios de tierra, pudiera hacerse una idea de la historia vivida. Acaso pudiera imaginar la monumentalidad erigida por los habitantes a lo largo de los siglos pasados. Mas también se desazonaba al contemplar lo desandado en la historia del país. Le indignaba la fiereza de unos efectos que no acaba de comprender que los pobladores se hubieran merecido con tan excesivo rigor. Fue al retornar a la pensión, ya en la hora en que el cielo renuncia a su presencia, cuando transcendió todo lo visualizado durante el día y meditó con amargura sobre lo paradójico de la vida de las sociedades. Se zahería a sí mismo al pensar en lo costoso y prolongado que había resultado materializar las ciudades a través de centurias. Ese emboscamiento secular y necesario donde las vidas venían desde tiempo atrás refugiándose, defendiéndose y hasta prosperando mientras pretendían una eternidad que los hechos les había cuestionado. Nadie había previsto que una trayectoria dinámica que parecía consolidada pudiera ser traicionada por la ignominiosa torpeza de los hombres. ¿Tan soberbios se habían manifestado como para ser víctimas de la fractura de la propia escala tendida hacia las estrellas? Tantos esfuerzos, tanto coste, tantas ilusiones en la construcción de las ciudades del pasado para llegar a esto, al desastre, al error de cálculo, al derrumbe total. Cuanto más reflexionaba Winckelman sobre lo evidente más consciente era de que su manera de superar el golpe era una doble jugada. El desarraigo de su lugar habitual se compensaba con el encuentro de lo desconocido, como alquimia para su necesidad personal de rehabilitación. Todo se iba ordenando en su entorno, reforzando la llama interior. El paisaje de los valles se iba apoderando de él lenta y caladamente. Las fronteras del Norte se derrumbaban para propiciar su atracción por la costa. La recuperación trabajosa de las comunicaciones propiciaban los viajes inciertos pero deseados que antes jamás había efectuado. La aparición misteriosa de una mujer, de la que nada sabía, pero a cuyas presencias espontáneas y breves se rendía, ahondaba en la esencia de sus sueños. Y la casa heredada, la que precisaba recuperar definitivamente para consolidar de una vez sus razones y despejar insospechados presagios, le esperaba como signo de un asentamiento en el peor momento de los tiempos más difíciles. Al atravesar el riachuelo que lindaba con la casa de piedra, oyó el chapoteo de las ranas. Un viento diagonal erizó su piel. Winckelman se sujetó con firmeza las solapas del abrigo y suspiró a las estrellas con ojos expectantes.

domingo, 3 de febrero de 2008

Vindicación de lo curvo



Es un axioma geométrico, que algunos pretenden además moral, que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pero ¿todos los puntos se sitúan para ser medidos? ¿Sólo lo recto permite llegar a llegar con satisfacción a uno de los puntos? Y ¿sólo se vive entre dos puntos? Este axioma toma como referencia una dimensión de la realidad. Pero la realidad ¿sólo se manifiesta en una dirección? ¿No es la vida un descubrimiento de dimensiones, tantas veces recónditas y misteriosas? Y además, ¿se trata de llegar antes? ¿Para beneficiarse uno mismo o para dar beneficios a otros? El lenguaje católico dispone la vida entre el punto alfa y el punto omega. Bien, pero asumiendo, y además sin dramas, que la vida se desarrolla tópicamente entre un comienzo y un final, ¿no es el transcurso de la misma un recorrido de sinuosidades, oblicuidades, transversalismos y tangencias varias? ¿Qué es lo recto, qué lo torcido? ¿Fue recto el origen? ¿Será recto el final? Qué obsesión tienen algunos por catalogar y traducir en metáforas tras las que ocultan ladinamente un querer regir la vida de los hombres. El pensamiento, ¿es recto? ¿Lo es el bullir de las ideas, el movimiento de las neuronas, la descarga de electricidad de la mente? La creación y el arte, ¿son rectos? ¿Y la investigación, la aventura del descubrimiento, la comprobación de las vidas que anidan dentro de otras vidas? ¿Dónde la rectitud de las bacterias, de los anticuerpos, de las defensas? ¿Lo es la aspiración, la experiencia, el deseo, la búsqueda de la satisfacción? ¿Lo son las risas, los suspiros, las muecas, las miradas, las caricias? ¿Son rectos los valles, las olas, las nubes, su contemplación? ¿Lo es el reposo, la calma, el diálogo, el viento?

Descubro un poema que viene al pelo y que me han dicho que fue escrito por un tal Jesús Lizano, y que ansío transmitirlo en el blog. Y se titula...


Las personas curvas


Mi madre decía: a mí me gustan
Las personas rectas.




A mí me gustan las personas curvas,
las ideas curvas,
los caminos curvos,
porque el mundo es curvo
y la tierra es curva
y el movimiento es curvo;
y me gustan las curvas
y los pechos curvos
y los culos curvos,
los sentimientos curvos;
la ebriedad: es curva;
las palabras curvas;
el amor es curvo;
¡el vientre es curvo!;
lo diverso es curvo.
Y la paciencia es curva.
El pan es curvo
y la metralla recta.
No me gustan las cosas rectas
ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas;
no me gusta la muerte porque es recta,
es la cosa más recta, lo escondido
detrás de las cosas rectas;
ni los maestros rectos
ni la maestras rectas:
a mi me gustan los maestros curvos,
las maestras curvas;
y los dioses curvos:
¡libérennos los dioses curvos de los dioses rectos!
El baño es curvo,
la verdad es curva,
yo no resisto las verdades rectas;
vivir es curvo,
la poesía es curva,
el corazón es curvo.
A mi me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas.



(Fotografía de Nimoy y cuadro de Petrov-Vodkin)