Se inauguraron las Olimpíadas. Todo fue decorado, imagen, técnica, espectáculo, valores retóricos e incluso épicos, la ciudad luz, la ciudad del amor, etcétera. Los franceses siempre han sabido muy bien barrer para casa y hacer que los demás les envidiemos (es un decir, no necesariamente hay que incluirse)
Nos venden la magnífica y magnificente estructura urbana, los monumentos emblemáticos, los bulevares acogedores, el río (secuestrado, eso sí, y encorsetado), su propia revolución burguesa de 1789 que dio lugar a la República. También nos venden el arte de sus museos, en parte sustraído de otros países, como es sabido, y las canciones líricas del pasado, y los ambientes no menos fenecidos y hasta esa universalidad de la que presumen, tras la que subyace el viejo colonialismo de siglos pasados.
Los franceses, y todos, desearán algún día un tiempo nuevo y verdadero de las cerezas porque tanta parafernalia y exaltación de su tradicional grandeur no pueden ocultar su propia crisis de Estado y de sociedad, tan paradigmática y que a su vez nos roza a los vecinos de los demás países.
Tocaron tantos palillos, aleccionados desde hace meses parece ser que por el historiador Boucheron, y con una mezcla de ingredientes que unos no entenderán, otros caerán hechidos de gozo patrio o de envidia, según desde qué país se mire, con una dosis multibarroca y exuberante, que han debido caer exhaustos. Un gran montaje de barrer para casa. Reclamo para más visitantes, muestra de alta técnica, derroche de dinero.
Y qué decir del desfile de barquitos de la inauguración, algunos eso, solo barquitos, la mayoría paquebotes de envergadura. Durante el largo recorrido no dejé de pensar en la diferencia entre las reprsentaciones de las distintas naciones del mundo. Cuatro gatos en muchas de ellas, ya se sabe, los pobres de África, Asia, América o la Micronesia. Mogollón de triunfadores en potencia, los USA con 600 participantes, los franceses, los ingleses, los australianos y hasta los españoles tenían su buen número.
Liberté, egalité, fraternité...qué bien vendidos los lemas, ojo, que yo hago míos y ojalá fueran auténticos en todas partes. Y luego el archisabido pero no cumplido eslogan de la paz que, en un mundo convulso, herido, de alto riesgo, ya no sé si sonaba ni bien ni mal, o solo cínicamente.
Vamos que los franceses estuvieron en todo. Como productores de eso, de productos, de dinero en circulación, de saber recabar la atención mundial. Se olvidaron, y no ahora sino desde hace mucho, de citar siquiera de pasada a la otra Revolución, la de la Commune de París de 1971. La incómoda, la que nadie de las clases altas ha deseado nunca, y que quedó como una utopía más. Claro, aquello fue la primera y breve, acaso solo conato, revolución obrera de la historia que fue sofocada a sangre y fuego por la reacción, y algo así les conviene a las élites olvidar. Ya lo hicieron al poco tiempo, al erigir la mole del templo del Sacré Coeur, un homenaje al triunfo despiadado de las élites contra los insurrectos.