Como son tiempos de vacaciones o simplemente de holganza o de mayor tiempo libre, si es el caso de quien sea, parece que se presta el lapso personal a perder el tiempo de manera más natural, esto es, no haciendo nada, aunque también existe otro modo, uséase, hacer lo que otros exigen que se haga aunque no sirva para nada, ergo la pérdida es mayor, y en estas tesituras de tirarse a la bartola con la sana intención de conquistar el verdadero ocio, no responder llamadas, no viajar a ninguna parte, no quedar necesariamente con citas obligadas o acostumbradas, no comer lo de todos los días, no ver telediarios, no cumplir reglamentos, no ajustarse a horarios, no tener que decir ni hola ni adiós ni mú, o eso se supone, en una situación así en que nos dejamos encantar por un vacío que enseguida comienza a aburrirnos, pero dando la espalda a la rutina cotidiana que tanto nos abruma, en un estado peculiar, propio, indivisible e intransferible en que nos miramos al espejo y nos vemos como una interrogación o simplemente cual una tilde ondulada, es cuando nos acechan las eternas preguntas de la angustia existencial, que no deberían angustiarnos, y Kierkegaard me disculpe, tales como quién pude ser y no soy, cuándo llegaré a no ser ni estar ni rezongar ni refunfuñar, cómo es que parece que fue ayer que uno crecía y luego se creía eterno, si quedaré calvo, ciego, impotente o simplemente flácido cuando las hormonas al uso tomen las de villadiego, o cuando llegamos a conclusiones tales como no hay mejor amor libre que estar libre de amor, o bien cuando recordamos que los primeros pobladores de España fueron Túbal y Tarsis y caemos entonces en la cuenta de que no tenemos ni puñetera idea de si eran pareja de hecho o solo de ligue, y si por eso del ocio que nos descoloca un poco nos da en pensar en la llamada Historia, ya se sabe, ese transcurso veloz de visión y versión idiota en que no salimos de que fue una cosa de moros y cristianos, las otras culturas para qué, y como mucho nos viene a la cabeza por testimonio recurrente de nuestros abuelos o padres o por aquellos que revuelven obstinada y generosamente en nombre de la memoria que hubo una matanza monumental hace apenas ochenta años, y la que siguió rondando luego, que casi está olvidada y que muchos recuerdan por alguna película de Berlanga o de Saura, y no pasan de ahí, y entonces en un punto de contrición sobre nuestra leve conciencia de la curiosidad nos exige saber algo, un poquitín más, un trocito de conocimiento nos reclama, oigan, no sé si para satisfacer instintos racionales o para quedar bien en las charlas de amigos cuando volvamos a la monotonía cotidiana, y de ahí que si nos apetece adentrarnos en algún texto que merezca la pena (y es aquí y ahora cuando me pongo serio) invito a acercarse a libros de historiadores reconocidos por su trabajo, nada por la televisión, por supuesto, eso sería excesivo, textos más o menos recientes cuya lectura no es farragosa, autores que merecen credibilidad, dentro de todo lo complicado que es analizar la historia en general y la española en particular (por aquello de que conocer es apasionarse por el conocimiento pero desapasionarse del partidismo que cada cual lleva dentro) y se me ha ocurrido retratar aquí las portadas de una lista de libros que andan por casa (no es broma, por las noches de insominio bajan de sus estantes, se pasean y los personajes charlan entre ellos), y lo hago por aquello de que no tengan de mí, amables lectores y estimados amigos que me aguantáis, la idea de que soy negativo por esencia, pesimista por vocación y destructor por incapacidad de construir nada, y eso sí, si ven algún rostro conocido que da miedo en la portada de alguno de estos libros no se me escandalicen, que hoy ese personaje es tan osamenta como la de los que yacen por las cunetas (no entro ahora en la dignidad e indignidad de las osamentas), así que buen provecho, que realmente quiere decir buen aprovechamiento. Porque chicha y sustancia estos libros tienen mucha. A gusto de cada cual.
(Viñeta de El Roto)