El supuesto libro por excelencia (y supuesta buena nueva y mensaje y mandato incumplido) de esos descabezados dice en un pasaje: "...En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos pequeños a mí me lo hicisteis". Y no se refiere en sí a los niños sino en general a los humildes de la Tierra. No parece que los descabezados de púrpura de El Salvador piensen lo mismo ni actúen en consecuencia con lo que dicen que dijo su Maestro.
Los descerebrados no saben que están embarazados. Saben muy bien dónde tienen su cabeza -en qué parte del arca de los tesoros de este mundo la han depositado- pero su corazón gélido lo extraviaron hace tiempo. Esta casta conspicua quedó preñada por su promiscuidad con las riquezas y no cabe para ellos salvación alguna. Como son conscientes de su condenación (sigo sus propias premisas teóricas y doctrinales) quieren arrastrar a los demás a la miseria en vida, que suele acabar en muerte. Como sucede en el caso de la joven salvadoreña Beatriz a quien el Estado no la permite abortar aun cuando los médicos dicen que morirá de seguir adelante su embarazo. El Estado en El Salvador es, en parte, la mano ejecutora de esa cohorte que vendió sus cuerpos al mejor postor. El mejor postor no es el maligno de la tradición, es más maligno que el maligno. El maligno de la tradición fue traicionado y sobrepasado hace tiempo por los hombres de la púrpura santa, que han hecho bueno al malo de la película de toda la vida. Todo se resume en: los que babosean constantemente clamando por el derecho a la vida (su concepto de vida, minúsculo frente y contra la libertad que la vida supone) se abstienen de dar la cara por sus conciudadanos cuya vida peligra de mil y un formas cada día. Ay de esa enfermiza obsesión de los prelados por convivir con el poder por encima de todo y de convertir la alegría de la vida en pena y lamento. Menuda condena la suya.