"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 30 de junio de 2008

Posos


¿Existen los posos del café? Claro, permanece la huella. Pura orfandad. Como en un whisky o en una cerveza. ¿Merece la pena buscar significados entre los posos del café, como hacen ciertos esotéricos? ¿O entre lo sedimentado tras un trago largo o después de un ingerir rápido? Depende del estado de la cabeza de cada bebedor, supongo. ¿Qué interés pueden ofrecer estas menudencias puramente físicas y testimoniales? Uno tiene sus dudas, o mejor, ninguna. Lo realmente interesante es lo que haya permanecido tras una conversación. O a través de ella. Lo que se haya aposentado entre los labios y los fervores del diálogo. Un escudriñar entre parejas, amigos o paseantes circunstanciales que se encuentran y platican. Las excusas para la indagación son variadas. Lo formal es lo que espanta. Lo que queda sobre la mesa es vacuo. Vasos, tazas y cucharillas apenas son testigos mudos de las palabras que se han intercambiado generosamente. Y he ahí lo importante. ¿Han sido auténticas, sinceras, espontáneas, aproximativas...o equívocas, quebradizas, forzadas, distantes, traidoras...? Una ronda de café da para todo. Las vísceras asimilan a la mayor brevedad los licores, pero la voluntad de los hombres seguirá deglutiendo durante horas o acaso días los argumentos e intenciones del encuentro. Pulso a lo inocuo y a lo representativo. Lo flotante se halla allí y también lo pasajero. Lo intencionado o lo arrancado a cuajo de la resistencia del interlocutor. Al final, restos, siempre restos. Las palabras son también absorciones. A veces, vómitos. Difícil el encaje de las palabras, más difícil que una mala digestión o la caída en falso de la bebida. Manchas sobre el fondo de la cuestión, como los lamparones sobre los recipientes. Y más allá o más acá de las palabras hiladas, los silencios. Hay cafés y copeos de silencios. Que hablen las tazas y los vasos. Los contertulios, callaron.

sábado, 28 de junio de 2008

Pulsión


La noche ha sido tan huérfana que no vacila. Despojada de lo superfluo arremete contra la carencia. Sabe que el espejo es tramposo, pero le hace un guiño. Luego se apodera de él. Luego lo opaca con su cuerpo de giganta en celo. Un pulso donde se transmutan imágenes. El cristal evapora las palabras. El reflejo la reconforta. La arremetida es enérgica, casi cruel. El diálogo secreto bulle en un silencio que el espejo no transcribirá jamás. No se mira, se toca. No se observa, se deja mirar. La fusión es tan íntima que confía en la representación efímera. Se basta en ella. No quiere nada más. Suple el tacto frío del vidrio con su ansiedad. Envite a un reflejo pasajero, pero que le da posesión de sí misma. En su ofrecimiento, se aísla. Reta a la ausencia. La invoca. Su contemplación nace apaciguada. Después se traiciona. Extiende su desasosiego, pero la refracción la insatisface. Pulsarse a sí misma es un desafío, pero no una respuesta. Ella desea mirarse en otro cuerpo. Donde un espejo no devuelva nada. Donde una oscuridad no le deje las manos hueras. Donde la pulsión de la soledad no le ofrezca el vacío. Añora otro cuerpo. El cuerpo deseado no es una mera imagen, ni un canon, ni una exhibición. Es un calor, una manifestación, una acogida, una entrega incondicional, una mudez acariciadora. Algo que la noche y el espejo no le otorgan. Dentro de un momento se girará y se hará un ovillo. Soñará que el otro cuerpo ronda su perímetro y que la envuelve en latidos. Percibir los latidos del otro cuerpo será el comienzo. Arriesga. Echa los dados.



(Newton fotografía la pulsión)

jueves, 26 de junio de 2008

Saborearse



No brindas, alzas la copa de cerveza para invitar a las máscaras, pero las máscaras no se conmueven nunca porque, si no, no serían máscaras; es, por lo tanto, una invitación fallida, y sus rostros agrios, exponentes de las cóleras más variadas, no podrán entender nunca tu ofrecimiento. Pero está bien que levantes el puño acrisolado de la hija del lúpulo. Su amargor se torna en una variedad de fermentos y gustos que se desparraman por tus vísceras generosas. Tú estás más allá de cualquier ira del instante, de cualquier desasosiego, de cualquier duda. Tu barro no te fue dado para constituir en ti un edificio blando, sino estancias acogedoras, una fortaleza ante las adversidades, una sustancia abierta a todas las sustancias que quieran aproximarse a ti, una atalaya desde la que observar lo lejano como si fuera cercanía. No te perturbes con el gesto hierático de las caretas. Desprovistas de una figura viva que desde detrás las dotase de agitación y movimiento, sólo son meras representaciones cuyo patetismo te da lástima. Así que alza la copa para que ingieras la propia aceptación de ti mismo. Bebe hasta el fondo. Saboréate.

martes, 24 de junio de 2008

Mecanismos




I. Y todo tan calmo. Un movimiento preciso -¿o tal vez impreciso?- del cambio de agujas y los dos trenes convergirán por la misma vía. Como si no pasara nada. Imperceptible. Pero habría pasado.

II. Y todo tan parado. Un giro, una mano propia -¿o una ajena?- y el tren marcharía por la vía inadecuada -¿o acaso por la adecuada?-. Palanca en aparente olvido, a la vera de los destinos, capaz de trastocarlo todo en un instante.




III. Como tantos otros oficios que han desaparecido o quedan en su mínima expresión, el de guarda agujas no tiene rostro. No se sabe quién maneja hoy el mecanismo. Tal vez éste ha caído ya en desuso. Tal vez los espectros de la noche juegan a circulaciones ferroviarias sin estaciones de origen ni estaciones término. Los vecinos más exaltados del lugar, por donde hace años que no pasa ningún tren, dicen haber oído algunas noches el chirrido seco de los movimientos de las vías. Se ha comprobado que al amanecer la posición de los raíles era diferente. A pesar de las hierbas salvajes crecidas entre las traviesas. Desafío a la obsolescencia.


lunes, 23 de junio de 2008

Preservación


Te resguardas de tu propia perplejidad. Nunca fuiste tan claro. Nunca tan audaz. Nunca tan contundente. Arriesgas en tu búsqueda. Tampoco es tan evidente que los hombres rebeldes se expongan más que los aquiescentes. El rechazo y el ansia de claridad les aprieta en una tenaza de plata. Pero se hallan más predispuestos a aventurarse. Eso les salva. No es fácil que tu mundo de símbolos sea entendido a primera vista. Hay unos cánones al uso, pero tú te inventas otros. Acaso son las respuestas a tus preguntas. Porque las respuestas no son nunca necesariamente objetivas, y no sirven si no te tocan el alma. Si no te abren caminos. Si no asumen tu naturaleza. Si no te remiten a empezar de nuevo. Hay unas líneas gastadas y tú dibujas unas nuevas. Hay expectativas que mimas, y otros sospechan dudas que en ti no existen. Difíciles los gestos, las palabras, las formas cuando dejan de ser académicas. Aunque tú los amparas porque los consideras más auténticos. Porque son más tuyos. Porque peleas por ellos. Porque nadie va a interpretarte y resolverte si tú no lo haces. No te sorprendes demasiado a estas alturas de que a veces te pierdas en tu propio laberinto. Has vivido tantos siglos dentro de él. Y sin embargo nunca tuviste tan claro que hay una luz, que hay una bocanada de aire circulando por las galerías de tu ser. La rendija se va haciendo cada vez más grande. Piensas en el hilo de Ariadna, lo tienes al alcance de tu mano, y no lo sueltas, has decidido sujetarlo y seguirlo. Él te conducirá a la salida. No te sientas excesivamente perplejo, tú lo tienes claro. No malinterpretes las adversidades de cada instante. Lo adverso no es la línea curva que se te ofrece para descubrir lo imperecedero. El trazo que se desplaza hacia todas las direcciones sobre las que te reclamas con viveza, con energía, con curiosidad, con pasión. Tampoco puedes pretender que cada uno de tus pasos sea comprendido por los habitantes de la ciudad. Los habitantes ya tienen bastante con lo que les pasa a cada uno de ellos, así que, ¿por qué tendrían que preocuparse de ti? Leva el ancla. No hay ciénaga bajo tus pies, ni fondo enmarañado capaz de amarrarte e impedirte salir a flote. No. No te ocultas, sólo paras. Sólo descansas. Sólo te preservas.



(Es Jorge Molder, el fotógrafo portugués, el que está tras sus autofotográficas manos)


domingo, 22 de junio de 2008

Tal tu materia


Pero emerges del sueño y no encuentras
ya el mismo paisaje.
Tal la noche
el recorrido incierto a donde te ha llevado
la orilla de las tinieblas.
Nada es dentro de ti
igual al día sin retorno.
Nada a lo que aspiras hoy
está provisto de la misma textura
ni mide análoga dimensión.
Y la profundidad
será más honda
y la extensión a la que te abres
más inabarcable.
Y tus raíces seguirán creciendo
sólo visibles a tu propio tacto
para engullir a su manera
la porción de tierra que ansías sediento
e incansable.
Tal tu materia.
La reconciliación con el origen
que sigues escrutando.
Tu elevación cada mañana
como nuevo nacimiento
dispuesto a deslumbrarte con la luz
y el aire.
Eso te basta,
aunque exijas el precio de la duda
(en ti dudar sigue siendo un aprendizaje)
mas tu mirada
es larga,
un bumerán de sangre
y de silencios.
Tal tu combate.



(Fotografía la mañana Mona Kuhn)

Viajera



viajera de corazón de pájaro negro
tuya es la soledad a medianoche
tuyos los animales sabios que pueblan tu sueño
en espera de la palabra antigua
tuyo el amor y su sonido a viento roto


(se desliza Alejandra entre las sábanas de la noche cálida, cuando respirar cuesta y el pensamiento se tuerce, cuando el eco de lo nombrado se ha fundido y las distancias se han disuelto, cuando la levedad de las estrellas lejanas son un signo en fuga, quién sabe otear las palabras en medio de la oscuridad pesada y densa, quién percibir un frescor de memorias desatadas en algún lugar de Oriente, quién humedecer su rostro con profundos aromas deseables, quién recibir la caricia de un aliento nuevo, quién mirar cara a cara al infinito, quién esperar, quién resistir, quién nacer mil veces cada día...)


(Connie Imboden desdobla un rostro para un poema de Alejandra Pizarnik)


viernes, 20 de junio de 2008

No entres si no sueñas



A la entrada del Gran Templo de la Noche hay una inscripción: No entres si no sueñas. El peregrino en busca de su tercera vida no comprende. Pregunta al anciano venerable que mantiene limpio el pórtico. Dime, anciano, ¿quién dispuso ese lema que figura en el frontispicio de entrada al Gran Templo? Porque yo puedo proponerme dormir, y conseguirlo, cuando estoy cansado, pero no puedo proponerme por las buenas soñar. El anciano le mira con ojos vidriosos y exhaustos, pero en realidad no le está viendo, porque para el anciano la mirada va más allá del mero rostro de los peregrinos. Nadie sabe quién ordenó que se grabase en letras de jade esa frase. Tampoco es un imperativo, sino sólo una recomendación para quien pretenda penetrar a través de las galerías y atravesar las inmensas estancias del Gran Templo sin tener claro lo que busca. El peregrino insiste: Pero no es lógico que se recomiende lo que no es alcanzable por un mero acto de voluntad. Yo mismo que dudo, ¿qué debo hacer? ¿Retroceder? ¿Permanecer en el umbral ahora que tras un largo viaje he llegado hasta aquí? Pero el anciano no le escucha ya. Ha oído tantas veces estas quejas que no se interesa. Sigue limpiando con su rama de palmera los rincones del atrio de columnas que rodea todo el edificio hasta perderse entre sus sombras. Mas el peregrino no ceja en sus dilemas. ¿No estará mal planteada la frase? ¿No querría haber dicho no sueñes si no entras? Sería un planteamiento de acogida estimulante y también de reprensión benévola a aquellos que llegaran y no tuvieran decidida su entrada en el Gran Templo. Tanto duda el peregrino que busca su tercera vida que, mientras, transcurre el tiempo, unas sombras suceden a otras y el anciano vuelve a aparecer calmo y lento bajo la crucería de mármol del majestuoso soportal. ¿Todavía sigues sin decidirte a entrar en el Gran Templo de la Noche? le inquiere el anciano hacendoso al peregrino de la duda irresuelta. Es que no sé qué debo hacer, le contesta el peregrino, no comprendo la leyenda y temo faltar al respeto de este santo lugar. Y el anciano le responde con contundencia afable: ¿Has probado a dejar de lado el pensamiento? ¿Has tratado de alejar los deseos insatisfechos que traes desde el origen de tu viaje? ¿Has intentado olvidar los aprendizajes y las experiencias? ¿Has marginado tu inquietud, tu ansiedad, tu angustia? Sólo si te propones resolver estas menudencias de la vida podrás soñar y entrar en el Gran Templo de la Noche. Entonces, el peregrino se postró ante el sabio anciano, el cual le ignoró y siguió haciendo su labor de aseo del entorno del Gran Templo para que los mandriles y las alimañas no convirtieran el mismo en un territorio de defecaciones malolientes. Fue en ese momento cuando el peregrino, agotado por el viaje y por sus dudas, cayó rendido en un profundo estado de adormecimiento.



jueves, 19 de junio de 2008

Destellos



En algún punto de nosotros la luz es incierta. Alba y ocaso se funden cada día a espaldas de nuestra conciencia. La claridad a veces es rebelde y las sombras demasiado majestuosas. Tiene razón Hiperión cuando le dice a Belarmino: “¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la pasión alivió su camino”. Navegantes en el firmamento, en cada nueva jornada nos asomamos a las acechanzas consabidas. Los ilusos sonríen con cara de imbéciles y los pesimistas se desploman en la renuncia. El destino de Sísifo no puede ser aceptado como un destino absolutamente irrevocable, por más que lo parezca, por más que lo esté siendo. Si no lo cruzamos de sueños, de ilusiones y de locuras, ¿tendremos suficiente energía para subir y bajar la montaña con el pedrusco a cuestas? Si no meditamos su incomprensión, no a la manera religiosa, que es abstracta y hueca, sino en la baraja de las posibilidades y de la reflexión, ¿permanecerá en nosotros alguna esperanza? No es el esfuerzo en sí de Sísifos lo que cuenta y nos perturba; lo desasosegante es el esfuerzo baldío. Haber hecho las cosas para nada. Para cubrir el expediente, para dejarse llevar, para no ser rechazado por la masa. Lo verdaderamente adverso sería no haber descubierto un margen de libertad, una brizna de placer, una tentación de amor, un instante de creación.



(El destello entre las nubes lo trae Niké Moritz)

martes, 17 de junio de 2008

Redentoras



¿Qué fue de tus muñecas sufrientes? Las meciste, las vestiste, las desnudaste, las peinaste, las enseñaste a caminar, las diste de comer, las sacaste de paseo, las hablaste. Ellas se dejaban, pasivas, entregadas a tus manejos y a tus habilidades. Proyectaste en ellas tus insuficiencias y volcaste tus odios. Te adentraste en su corporeidad y las cediste parte de la tuya. Atendiste sus caprichos y las castigaste. Salías a su encuentro y luego te alterabas y las encerrabas en la oscuridad del cuarto austral. Las trataste con ternura pero también con desdén. Las acogías protectora y de pronto mostrabas tu despecho enérgico. Te dirigías a ellas exigente e impositiva para luego manifestarte como salvadora. Cuánto haz y envés en tu comportamiento. Cuánta atracción, cuánto rechazo. Cuánto elevarlas para luego hundirlas. ¿Qué hicieron por ti más que tú por ellas? Tal vez permitieron que te manifestaras. ¿Cuántos gritos no habrían salido de tu pecho si no hubiera sido por ellas? ¿Cuántos lloros echaron ellas por ti, que no rompían aguas tus lágrimas? ¿Cuántos silencios de la niña no fueron consolados por los silencios expectantes de las muñecas? ¿Cuántas confusiones desviaste a su lento aprendizaje de muñecas rotas? ¿De cuántas desdichas tuyas no fueron ellas valedoras y pagaron por tus obcecaciones? Recuerda la tarde de tormenta tropical, que parecía no cesar nunca, cuando la calima húmeda te arrastraba al fondo de la estancia, huidiza y apartada de todos. Tu hastío desbordaba tus dimensiones. Te ahogabas. Nadie hablaba, nadie escuchaba, nadie parecía existir allí sino como estatuas apesadumbradas y frágiles, pero llenas de ira. No pudiste más y sacaste tus más bellas muñecas a aquella parte del zaguán que quedaba al descubierto, dejándolas a merced de los relámpagos y de la lluvia copiosa, abrumadora. Pero resistieron. No las reconociste cuando, pasado todo el aparato infernal, saliste vergonzante y temerosa a buscarlas. Pero habían resistido. Habían padecido por ti. De alguna manera, una vez más te habían salvado.






(Obras de Hans Bellmer)

lunes, 16 de junio de 2008

Vuelve el calígrafo


Han llovido muchos ríos de tinta para el calígrafo desde su primer adiestramiento. Muchos borrones, muchas líneas torcidas, muchos márgenes sin respetar, muchas redacciones abandonadas. Como si no hubiera pasado el tiempo, el reencuentro entre el texto y la mano tiene sus intermediarios testigo. La mesa, una luz centrada, el cuaderno, un tintero, el palillero, el plumín, tal vez un papel secante. El escribiente no ha perdido el pulso, ni el estilo, ni la manera de tomar la pluma. Acaso ejercitaciones testimoniales. Se siente vibrar en su imagen recordatoria. Quedan lejanas aquellas prácticas, y ahora las añora, las redivive. Nuevas técnicas han variado los soportes y, por lo tanto, los usos, y él se ha adaptado a unos y adoptado otros. Pero el perpetuo aprendiz desea volver a la caligrafía. A la disciplina de la mente y de la mano, a la estética de la letra y a la erótica de su vínculo antiguo con ella, a la recreación de lo conocido y al descubrimiento de otros alfabetos. ¿O tal vez busca la expresión de otra manera? Muchas veces se pregunta hasta qué punto el medio ha condicionado su búsqueda expresiva. El calígrafo se ha sentido huérfano de su propia caligrafía al atravesar el amplio desierto de otras derivaciones. La máquina, la exigencia del mercado que le contrataba, su búsqueda caótica del orden de las cosas y un concepto absolutista de la modernidad le despistaron hace tiempo. Hoy navega entre dos aguas. Bulle entre la transformación de un escribiente pegaso y la antigua llamada de la sangre de tinta que le reidentifique. ¿Qué piensa el calígrafo mientras traza, eleva, desciende, dibuja los signos? ¿En qué lógos deambula? ¿Qué meditación le absorbe? ¿Qué fijación le hace estar reconcentrado y ausente de lo accesorio? ¿Qué memoria intenta alterar la firmeza de su mano que es la de su voluntad que es la de su indagación? El calígrafo se siente zen en el territorio de la recuperación. Sabe que no está desposeído de su primitiva sabiduría, aunque al recordar sus primeros balbuceos se sonroje y aquellos le parezcan tibios e inseguros. Jamás ha dejado de hablar con las letras, que es otra manera de hablar con las palabras. Más metafísica, tal vez. Las palabras pretenden expresiones ajustadas, pero las letras sueldan las palabras, las dotan de carnosidad, de lenguaje interior antes de que éste exclame. Las palabras, más allá del estereotipo, se edifican en la arquitectura de las letras. La caligrafía, ese gran continente de las palabras, zarandea la vida del escribiente y le extrae de sus olvidos. Su piel sigue regenerando células y pigmentos en cada movimiento, aunque se la vea más rugosa. Lo importante es que no ceda al abandono. Que no se rinda a las novísimas herramientas. Que no deseche su fértil territorio, que, como tierra de labor, puede ser cultivado y recolectado una y otra vez por sus dedos. Aunque ahora le pese algo más su espalda corvada sobre el pupitre.






domingo, 15 de junio de 2008

Crepúsculo fronterizo


La fuerza del crepúsculo reside en el don de la preservación del tiempo. Una retirada, que no una rendición. Hay un pacto prefijado por el orden natural de aquellas cosas que huelen a tierra y a luna y a fertilidad y a relevo. Pero un pacto que se renueva cada día. La belleza del atardecer está en esa confianza que nos ha sido conferida desde antiguo. Los juegos de luces mortecinos, el ocultamiento lento del sol en el horizonte, la llegada del ejército de las sombras nos trasladan a la frontera. Ése es el signo en el que realmente vivimos cada uno de los humanos. Los nacimientos son siempre imprecisos, los ascensos son trémulos, los cenit son limitados cuando no ficticios, la depresión es relativa. En contra de lo que nos obligamos a aparentar y a caracterizarnos con una especie de convencimiento, todos aquellos estadios que nos hacen creer que hemos tocado techo son perecederos. Incluso a la corta. Lo único estable es ese estadio fronterizo perpetuo a través del cual apenas se delimitan y se distancian los ciclos de la vida. ¿Por qué temer el crepúsculo entonces? El crepúsculo es siempre más relativo si se contempla desde el mar o desde un tren. Obviamente, también lo es el amanecer, pero éste reviste un carácter sorpresivo: siempre hay que estar más atento a su destellar, siempre nos coge de improviso. Por el contrario, hay algo de inmersión plena de nuestra vida en esa fase del anochecer que nos vincula con la caída de lo diurno. Cuando observamos la puesta de sol con esa fijación obsesiva, posiblemente hipnótica, desde la cubierta de un buque o a través de la ventanilla de un tren es como si nos desplazáramos en su dirección. No hay contemplación distante, sí atracción potente que nos captura y nos traslada. Pero no tememos. Nos habla de las sombras de la noche como si fueran nuestras propias sombras. El crepúsculo se siente condescendiente con los humanos: nos brinda y trata de garantizarnos el resurgimiento al cabo de unas horas. Pero ¿por qué esa atracción irreprimible que nos hace volar tras su estela? Porque a pesar de nuestra existencia fronteriza hay algo que perdemos cada día y algo que nos hace concebir esperanza sobre el siguiente. Ese choque del tránsito ineludible nos llena de melancolía pasajera, pero no hay cesión, no hay capitulación, y sí un umbilical sentido de renovación que nos entrega confiadamente a la noche. Contemplar el crepúsculo es dejarse llevar por el aturdimiento divino de que ese cielo y esa tierra están también en nuestro cerebro, en nuestra aspiración, en nuestra progresión. Hasta donde lleguemos en el ejercicio fronterizo. Mientras, nuestras miradas se cubrirán de percepciones insuficientes, de atrapamientos imposibles, de reflejos de interior y de congojas reprimidas. Visiones desde un tren.

martes, 10 de junio de 2008

Presencia


Lates por él; asciendes y te hundes en la memoria que ejercitas en su nombre; abres tus párpados y los cierras con su imagen apenas comprobada; te lavas y se lava contigo; te vistes y te ajusta la prenda desde la sombra; ante el espejo hay una duplicidad distante que no acaba de percibirse con nitidez, pero intuyes que es su reflejo; tomas el tranvía y en cada parada lo ves; en el quehacer donde te ganas el jornal se cruzan muchos rostros, y ninguno es el suyo, pero tú lo reconoces; cuando bebes la cerveza con tus camaradas, en el destello de la espuma adviertes su destello; si te miran otros ojos, sólo ves sus ojos; si te hablan otras bocas, sólo escuchas su voz; en las páginas de un libro las palabras forman su palabra; si miras las nubes, le llamas; si llueve, le invocas; si el sol te toma, extiendes tus brazos; si te adentras en el bosque, el rumor te devuelve su eco; cuando caminas por las calles, los adoquines gimen con sus lágrimas; si te hiere la sangre, pides que te rasgue; cuando escribes, las letras componen su vocablo; cuando ansías, te calma; cuando deseas, se muestra; cuando permaneces en silencio, él es el silencio; cuando le escuchas, te conmueves; cuando vibra, te emocionas; cuando recorres la ciudad vieja, las estatuas erigen su recuerdo; cuando te golpea el aire, hueles su aroma; cuando te paras, sabes que te observa; cuando tropiezas, te alza; cuando te vienes abajo, un susurro se hace carne; cuando entra la noche oscura, es el fogonazo; cuando te desnudas, pides que te alcance su mano; cuando duermes, sueña por ti.


(Katia Chausheva y sus caracoles)

sábado, 7 de junio de 2008

Claudio Rodríguez



Se acerca el poeta. Llega la palabra de Claudio Rodríguez, como esa claridad que viene del cielo. Como esa lluvia que sementa los terrenos yermos. Traspasa lo etéreo y cae como fuego de demiurgo sobre la materia mineral. Pero la materia no está para ser despreciada, sino para forjar con ella la comprobación que los seres necesitan para sentirse tales. Nada hay puro en el mundo, y menos que nada la materia. Las imágenes pueden ser adúlteras; las palabras, traidoras; los discursos, bastardos; los silencios, engaño. Lo que aparenta sencillez es retorcido, aunque sea un grano de arena, aunque sea una lágrima, aunque sea un vagido. Es la materia, siempre cambiante. Se acerca la tierra. La palabra se eleva desde las raíces de los árboles, desde los estratos más antiguos de las rocas, desde los surcos sembrados para la supervivencia. Y la tierra genera la palabra, sin la cual el hombre no sabría sentir ni meditar ni soñar ni ser. La materia: gravedad y levedad. Siempre incandescencia.


Espuma


Miro la espuma, su delicadeza
que es tan distinta a la de la ceniza.
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida y le es fatiga
y amparo, miro ahora la modesta
espuma. Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola. El dolor encarcelado
del mar, se salva en fibra tan ligera;
bajo la quilla, frente al dique, donde
existe amor surcado, como en tierra
la flor, nace la espuma. Y es en ella
donde rompe la muerte, en su madeja
donde el mar cobra ser como en la cima
de su pasión el hombre es hombre, fuera
de otros negocios: en su leche viva.
A este pretil, brocal de la materia
que es manantial, no desembocadura,
me asomo ahora, cuando la marea
sube, y allí naufrago, allí me ahogo
muy silenciosamente, con entera
ceptación, ileso, renovado
en las espumas imperecederas.


(Niké Moritz trajo la espuma a mis pies)

jueves, 5 de junio de 2008

Umbral


Duermes, duermes ahora, o tal vez no, sólo te encuentras en el umbral a punto de franquearlo, tal vez el cansancio te desvela, hay ocasiones en que el mismo agotamiento descoloca, suele suceder, y un nerviosismo intruso trata de interferir en la relación con el sueño, pero lo más seguro es que duermas, que hayas dejado bien sujetas las bridas del jumento cotidiano y estés profundamente dormida, y entonces, si lo estás, soñarás, soñarás algo más que imágenes, porque en los sueños las imágenes aparecen descolocadas, son otras, parecen las mismas porque incorporan rostros y espacios y paisajes que se conocen, pero no bastan, en los sueños se vive lo que en este lado no se toca, en los sueños las situaciones se precipitan y disponen su particular albedrío, y más, soñarás sensaciones, soñarás geografías adaptadas a tu uso, aproximaciones deseadas, abolición de distancias, acortamiento de tiempos, soñarás eso y más, porque los sueños se exponen a sobredimensionar todas las posibilidades, a reducir los límites, a abolir lo imposible, soñarás con desconocidos y te hallarás frente a esfinges, soñarás con ausencias e ignorarás proximidades, soñarás con sabidurías que aún no habían llegado a ti y desecharás lo obvio, no hay un misterio de los sueños, hay tantos misterios como ensoñaciones, como reflejos, como efectos de las garras de la noche, y es que las situaciones soñadas son excusas para profundizar sin control en lo que no se alcanza en este lado, y es que en este lado esa exigencia por asegurarnos de que lo que vivimos realmente es lo verdadero nos desfigura, nos descompone más de lo que creemos, y eso en los sueños no sucede, pensamos que los sueños son el mundo al revés, pero acaso es el mundo que desearíamos, y eso le otorga una veracidad secreta y latente que sólo cada uno sabe lo que vale y significa para él, y por esa razón los sueños resultan tan gratificantes con frecuencia, nos acordemos o no de lo soñado los sueños estimulan, dejan un poso reconfortante, y es ordinario sentirnos defraudados al despertar, defraudados precisamente por despertar, y la conciencia que tenemos cada mañana de tener que volver al redil, a la ejecución de los compromisos y de las obligaciones nos deja en mal estado, y creernos con los pies en el suelo es una percepción huera, y precisamente por ese motivo es por el que hacemos tan largo el momento del despertar, el instante en que en el interior de nuestra mente miramos a ambos lados, en todas las dimensiones, más allá de cualquier perspectiva, confundiendo aún ángulos y vértices y planos, por eso se hace dilatado el desperezarse, porque hay una resistencia a aceptar, mejor dicho, a acatar las horas visibles en las que no somos ya nosotros, porque en ellas abundarán muchas intervenciones y se cruzarán gentes que no desearíamos que se cruzasen, y recibiremos órdenes que saben a blasfemias a nuestro Yo, y tendremos que tragarnos el rechazo que nos sugerirán las variadas representaciones, y por lo tanto prolongamos el despertar, y si aún saboreamos las mieles de un sueño reciente y satisfactorio, donde alguna historia se ha hilado para hechizarnos y mantenernos ilusionados, alargaremos su recuerdo, nos complaceremos en seguir trenzando su memoria, y aun cuando ésta vaya aflojando a medida que nos hayamos alzado, habremos consolidado siquiera un estado de ánimo fraguado en ese alma auténtica que es la del hombre que duerme, tan larga es la mano del sueño, seguro que duermes, o acaso la desazón de una vigilia insospechada ha alterado tu necesidad de descanso absoluto, y puede que estén echando un pulso dentro de ti los dos bandos de la conciencia, que uno no esté respetando el territorio del otro, que las reglas de juego hayan sido perturbadas por el agobio y la insatisfacción y la mediocridad de lo inconsistente, pero antes o después tu mente irá cruzando el limen del silencio y quedará conjurado otro día más, donde debes dormir, dormir, vivir los sueños...


(Fotografía de Katia Chausheva)

miércoles, 4 de junio de 2008

Memoria de la sed


Solitaria transita Alejandra Pizarnik...

Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo.


(Caminos del espejo. 1962)
(Fascinante óleo, Perro semihundido en la arena, de Francisco de Goya, Museo del Prado)

lunes, 2 de junio de 2008

La nave de las letras


Nos adentramos en lo más profundo del océano, varios días ya de nuestra partida, allá donde el aire cálido de la lejana patria no es sino recuerdo. La nave viraba por la acometida de los vientos, mientras un cielo cada vez más oscurecido se cernía sobre nuestras cabezas. Los hombres de a bordo comenzaron a sentirse inquietos. El patrón trataba de tranquilizarnos a todos. A los hombres libres, con el señuelo de la tierra generosa que nos esperaba por delante. A los penados, recordándoles que con este viaje salvaron al menos su vida y, si se superaba la prueba, podrían obtener el perdón. Una vez más se manifestaba la lucha entre los elementos, como si fueran instancias separadas y opuestas. Las fuerzas de la naturaleza contra las fuerzas de la condición humana. El oleaje arreciaba, la tormenta se manifestaba contundente y despiadada. No sabíamos qué podía ser peor, si caer fulminados por los rayos o vernos devorados por las aguas implacables que podían enviarnos al fondo del mar en cualquier momento. En medio de aquella acometida enloquecida, ninguno de los hombres parecía ser el mismo que en tierra. Ni los esclavos, a los que el patrón había librado de sus grilletes, se comportaban como tales, ni los hijos de las honorables familias de comerciantes demostrábamos mayor serenidad ni fortaleza de ánimo que aquellos. Cualquier visitante que se hubiera presentado en aquel momento no habría distinguido entre hombres sometidos y hombres emancipados. Diríase que la contumacia de la galerna podía con el arraigado ordenamiento de las costumbres y las diferencias de casta de los embarcados. La encarnación de los hombres que viajábamos fuera de control en aquella nave pertenecía ya a otro mundo y a otro tiempo. Nadie tenía en cuenta ni su procedencia, ni su naturaleza, ni su lengua, ni su temperamento, ni su fe. Unidos por el destino común de un último esfuerzo que nos permitiera mantener el control de la embarcación, parecía que todos formábamos parte de una nueva estirpe humana, improbable y desconocida. ¿Nos había transformado el temporal en una especie sobrenatural que nos proponía un pacto de fortuna? Ni los conocimientos técnicos de los marinos más avezados, ni las oraciones de los creyentes más observantes, ni la posición social de los más nobles, ni la fuerza bruta de los galeotes más osados contaban ya contra le ley de las tinieblas. Pero fue en ese pulso con la noche y la proximidad del fin, cuando todos los hombres de la embarcación comprendimos que lo importante no era ya el origen sino nuestro destino. No tanto dónde habíamos nacido, ni cómo habíamos llegado a ser lo que éramos, ni qué triunfos nos había deparado la existencia, ni qué castigos nos habían hundido en la servidumbre. Nadie veía ya otro destino que la supervivencia y nadie apreciaba otro bien que el apoyo que nos permitiera lograrla. Como una revelación, los hombres nos miramos unos a otros a los ojos, apenas reconociéndonos en nuestros andrajos y en nuestros cuerpos maltrechos. Todos nos ignoramos en nuestra calidad anterior. Volcados en el esfuerzo superior por mantener la nave a flote, no advertimos que se aproximaba el alba. Fue como una premonición. En aquella aún lejana franja granate que llegaba desde el horizonte venía también la disolución de la tempestad. Poco a poco los vientos aflojaron, el oleaje fue amansándose, las nubes se recompusieron ajenas a su carga intrépida y el bajel se estabilizó. Fue un milagro que el deterioro de éste no hubiera acabado con todos nosotros. Jamás podré olvidar el rostro de satisfacción y de olvido que teníamos todos. A partir de entonces nadie mencionó procedencia alguna. Ninguno de los embarcados, ni tripulantes ni presos ni comerciantes ni estudiantes, deseó hablar del origen ni de su búsqueda particular ni de su yugo. Yo, Muhamad Ibn Hachid, el calígrafo, doy fe de esta manifestación en que las fuerzas naturales pactaron con la condición humana para procurar su salvación.