I. Y todo tan calmo. Un movimiento preciso -¿o tal vez impreciso?- del cambio de agujas y los dos trenes convergirán por la misma vía. Como si no pasara nada. Imperceptible. Pero habría pasado.
II. Y todo tan parado. Un giro, una mano propia -¿o una ajena?- y el tren marcharía por la vía inadecuada -¿o acaso por la adecuada?-. Palanca en aparente olvido, a la vera de los destinos, capaz de trastocarlo todo en un instante.
III. Como tantos otros oficios que han desaparecido o quedan en su mínima expresión, el de guarda agujas no tiene rostro. No se sabe quién maneja hoy el mecanismo. Tal vez éste ha caído ya en desuso. Tal vez los espectros de la noche juegan a circulaciones ferroviarias sin estaciones de origen ni estaciones término. Los vecinos más exaltados del lugar, por donde hace años que no pasa ningún tren, dicen haber oído algunas noches el chirrido seco de los movimientos de las vías. Se ha comprobado que al amanecer la posición de los raíles era diferente. A pesar de las hierbas salvajes crecidas entre las traviesas. Desafío a la obsolescencia.
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