Pongamos que ni Dalila ni Sansón son de Rubens. Que salieron de las manos de un aprendiz copista y avezado a la sombra de Sorolla. ¿Y qué? ¿Sería menos bello? ¿Expresaría el episodio fantástico del forzudo y la traidora con otros cánones? La polémica viene de hace tiempo y sale de vez en cuando en la prensa. Hay especialistas en arte que cuestionan la autoría del cuadro de la National Gallery, pero la National Gallery, que seguramente hereda la tradición orgullosa y pragmática made in UK, no da el brazo a torcer aseverando la autoría del pintor flamenco, contando para ello con otros especialistas. El tema nos remite al más recurrente de cuántas obras no habrá en museos que no respondan a autorías originales, algo que no me preocupa en absoluto, pero que desde el punto de vista de la Historia del Arte convendría tener claridad al respecto. No, por mi parte no voy a restar contemplación y respuesta emocional a lo que me transmite el musculoso rendido -¿a una pócima o a un orgasmo?- en los brazos de la vendida a los filisteos. Si fuera de Rubens me maravillaré porque Rubens me gusta mucho desde que hace años lo descubrí en toda su apasionante monumentalidad El Prado. Si fuera de un copista de la escuela de Sorolla me admiraría por saber que plasma un cuadro, probablemente desaparecido, de un maestro de siglos antes, y lo reproduce con una maestría nada objetable.
Pongamos, de otra parte, que una Virgen recompuesta no es la Virgen original. ¡Cómo si hubiera vírgenes originales! Todas las vírgenes del cristianismo proceden de las diosas de todas las culturas anteriores y paralelas, incluso de las paleolíticas. Hay un continuum en la idea de reproducción de las diosas. La Virgen cristiana sería una diosa pero dependiente de la mentalidad patriarcal aún dominante. Sería una adaptación de aquellas diosas denominadas paganas por la religión dominante, pero reconvertida a las ideas doctrinales que la institución ad hoc fue marcando desde el Concilio de Nicea. Pero el problema para muchos de fe ciega no es este. El problema angustioso es que la cara de una escultura, una reproducción de ficción, un rostro de fantasía adorado durante los últimos cuatro siglos y que ha suscitado tantas emociones a fieles seguidores de tal Virgen les parece que no es el mismo, luego ya no es lo mismo. ¿Cambiaría por ello la comunicación entre el fiel y la adorada estatua? ¿Quebraría la misma fe por ello? Pero en las afectaciones psíquicas y emocionales del personal no me meto. Cuando en una recomposición los restauradores han modificado facciones del rostro, produciendo sin duda otro gesto, ¿cómo es posible que haya suscitado tanto rechazo? Está claro. Los dioses y las diosas, como las vírgenes, no existen sino en el imaginario personal y/o colectivo que si le mueves un elemento se encuentra perdido. Los detractores de la restauración de esta virgen prefieren, a tenor de las protestas, un rostro tradicional al que estaban hechos y no el más tristón y afectado resultado del arreglo. Esta no es mi virgen que me la han adulterado, probablemente digan. Y lo que no dicen: es que entonces también yo -mis creencias, mi entrega emocional y sensorial, el sentido que yo he tenido con ella, etc.- me habría adulterado. En fin.
Se ve que aquello de que somos animales de costumbres, y esto vale tanto para los de la National Gallery como para los de Sevilla, sigue en vigor.