"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 30 de abril de 2007

Té y otros cafés



No soy de la cultura del té, como se dice ahora. Aunque hay mucha más gente que nunca en España que toma té, yo no tomo ahora té. Recuerdo haber tomado té allá por los finales de los sesenta, cuando conspirábamos, o a nosotros nos parecía que ejercitábamos tal pose. Un té, dos tés, tres tés, suena a trabalenguas, todos los tés que dieran de sí las reuniones disimuladas y expectantes en las cafeterías al uso de aquella época, como si de estudiantes ordinarios se tratase. Me lo inculcó mi amigo R., siempre con tanta clase, él que era hijo de ingeniero.

Después le di a la cultura del café, como se dice ahora. Primera hora de la tarde en casa de A., ya repuesto, es un decir, de sus diez años en el penal del Dueso por proscrito. A. era cafetero como era fumador como era fervoroso conversador como era hacendoso vengador: por necesidad compulsiva de buscar placeres, entiéndanse espitas y compensaciones entre rejas, primero, y por tomarse la revancha, después. Su mujer M. preparaba cafetera tras cafetera, es decir que entre A., M. y yo no caían tazas de café, sino cafeteras enteras. A. se cargaba de café muy cargado, densidad de aroma, densidad de rabias, densidad de búsquedas, densidad de frustraciones, porque después de la tertulia (obsérvese que A. en lugar de siesta hacía tertulia) reparaba coches y tenía que tirarse en el foso y magullarse y pringarse de aceites y breas y mirar las tripas de los utilitarios del momento. En aquellas primeras horas de la tarde supe más de la historia sufriente que en mis años académicos de la mal interpretada. Hoy sigo descubriendo que la Historia es no una vieja ramera, sino una pobre huérfana. La sociedad sigue sin querer reconocerla.


Mientras, acontecía también aquello de la cultura de los vinos, como se dice otro sí ahora, pero tenía horas diferentes. De lo que se deduce que las culturas son tiempos más que espacios, aunque requieran su espacialidad y sus compañías. Y estaba poseída de actitudes distintas. El vino no servía para conspirar ni para intercambiar pareceres ni para escuchar teorías, sólo para compadrear y elevar la euforia inmediata y desenfadada. Pero esto del vino aquí no encaja. No encaja porque no me imagino bebiendo vino en estas vajillas de Suetin. Aunque no olvido aquellos ribeiros bebidos a sorbos en tazones de barro que cierta taberna cutre deparaba acompañada de orellas. ¿O era al revés? Y todo este devaneo, ¿para qué? Para revelar un descubrimiento que nunca es tardío si es sorprendente. Nicolai Suetin, integrante de aquellas deslumbrantes vanguardias soviéticas, suprematista para ser más preciso, se apoderó de la forma convencional del plato y la taza para crear otro planeta. ¿Colisión formal? ¿Dominio del dibujo geométrico sobre la forma tradicional? Una belleza, ¿verdad? Y casi un siglo después, ¿se pretenden las creaciones de ahora pasar por modernidades? Anda ya. Esto es arte en el tiempo y en el espacio; lo demás sólo es copia trasnochada.


domingo, 29 de abril de 2007

Una película de la vida


EL ARTÍCULO DE JULIO LLAMAZARES


No tiene pérdida el artículo de Julio Llamazares en El País de hoy. Hablar de la película La vida de los otros para traer a colación la desmemoria y el olvido inmediato de los españoles, así como la manera de pensar simplona que domina en ciertos ambientes hoy día me parece acertado. Desde luego que las preguntas que se hace el escritor sobre las dificultades que tenemos en España para enfrentarnos al pasado próximo (nuestra guerra civil, la dictadura y la falta de rendición de cuentas de ésta) no son fáciles de responder. Aunque desde mi punto de vista siempre nos lleva a ese peculiar proceso de transición pactada que nos hizo acceder a la Democracia, donde nadie se planteó pedir responsabilidades. Todos miramos para otro lado para poder seguir adelante, se podría concluir.


Y esto en un país sin apenas trayectoria democrática, sometida a siglos de monarquías y de poderes fácticos ejecutores que se repartieron el país (recordando: Iglesia, terratenientes, militares, empresarios industriales) Llegado a este punto, no se sabe muy bien si lo que acontece en España, en lo que a mentalidad de masa se refiere, es debido a que la carencia de educación y debate democráticos está influyendo todavía o si la escalada de nuevos y relativos ricos que nos creemos los españoles nos lleva a vivir primaria e ideológicamente en lo inmediato, lo cotidiano y lo superficial, por aquello de si se acaba el mundo. Si esto fuera así, espanta. En las sociedades donde no prima ni el pensamiento constructivo, ni el diálogo amplio, ni el fortalecimiento cultural ni político puede pasar de todo. De ordinario, vemos a muchos conciudadanos manifestándose más por su inseguridad y miedos personales que por razones de solidaridad colectiva, de edificación política o de entrañamiento moral. Explicaría también el enfoque demagógico y destructivo que la derecha tradicional, no sólo la de los partidos y la prensa, sino también la perversidad de la religiosa, hacen sobre las cuestiones públicas de los españoles. Así que, avisando: de cualquier nuevo triunfo de la derecha, con sus secuelas imprevisibles ¿o previsibles?, me parece que habría que ir haciendo responsables a los votantes que les aúpen. En estos tiempos de anticipación a los hechos y de política de prevenciones, que a algunos tanto nos disgustan y nos parecen aberrantes, no desencajaríamos.



LA PELÍCULA ALEMANA

Pero La vida de los otros no es una mera película política, o sobre la situación política en la extinta República Democrática Alemana. El telón de fondo no es todo el escenario, a pesar de la estética gris del régimen y del control social que está presente en todo el film. Y precisamente porque es otra cosa la película, resulta que es también la vida de otros y de unos, y también una película sobre las posibilidades de salvación moral de uno mismo. El final, terrible y extremadamente realista a mi modo de ver, plantea cómo precisamente muchos de los que fueron altos ejecutores del antiguo régimen pasaron a seguir teniendo poder y mandato (encubierto o no) en la Alemania unificada. Y sin embargo, cómo los mamporreros de turno, los que actuaban por fidelidad y celo profesional (repugnante y cruel, por otra parte) resultaron los perdedores. (Se da por descontado los miles de disidentes perdedores antes) Y así puede decirse que la película es también la historia de un perdedor al que el ángel de las escuchas le toca el alma. ¿Cómo? A través del arte y sobre todo de la literatura. A través de la mística de los escritores disidentes que le van calando. Hay un reencuentro ético consigo mismo y con la sociedad en el duro y policial hombre solitario, donde un punto de contrición puede dar al espíritu la salvación, que se dice en el Tenorio. Aunque a veces no sirva para más. La historia se refuerza por la potencia del guión, por el nivel interpretativo de los actores y por una dirección medida de Florian Henckel-Donnersmarck que, a mi modo de ver, ha puesto su propio pabellón muy alto. No es una película de trampa, ni de dobles lenguajes, ni de apariencias, ni de querer y no poder y menos decir. Luego, el espectador tiene que poner su mundo interior (ya no digo sólo su racionalidad) para dejarse atrapar por ella. ¿Algo más se puede pedir a una película para que enarbole la bandera de buen cine?


sábado, 28 de abril de 2007

El aguijón


(Variaciones XI)


Al despertar, su cuerpo era un perfil brillante. Le costaba al día alejarse de sus tinieblas. La luz de las farolas rasgaba la habitación y su silencio. Al estirarse, la mujer alivió la pereza. También la hondura de sus pesadillas. Pensó en quedarse aún echada, deletreando la caligrafía de sombras y rayas que la persiana proyectaba sobre el techo, contra la pared. Demasiado lineal, excesivamente rígida y desazonadora. Le conduciría a textos oscuros y anteriores que ya conocía y que rechazaba amargamente. Le trasladaría incluso a la niñez. Recuerda un tipo de sueño indescifrable que causaba entonces estragos sobre su descanso. Tenía lugar siempre la víspera de algún largo viaje a hora temprana con sus padres o sus hermanos. No se trataba de un relato, ni siquiera de un sueño funcional y estereotipado donde se precipitaran personas o paisajes o situaciones que pueden resultar estrambóticas, pero siempre reconocibles y figurativas. Su pesadilla adquiría formas geométricas desajustadas y sensaciones táctiles. No era una alucinación benévola, sino más bien una sucesión de posesiones impersonales y agobiantes que le producían congoja, espanto y desataban sus gritos y concluían en amargos lloros. En este punto, su padre se levantaba alarmado y se dirigía a ella con firmeza y agitaba su cuerpo hasta despejarla. Luego le hablaba con dulzura, ya pasó, le decía, no temas y vuelve a dormirte, le decía. Nunca supo el cómo y el por qué de aquellos extraños delirios opresivos y casi febriles. Nunca pudo contar a nadie ni representar ante un papel o un diván algo semejante, ni sabría explicarse ni sería entendida. Tal vez estuviera la causa en la tensión producida por el viaje previsto, pero ya había tenido otras diversas y peculiares tensiones y jamás había reaccionado de esa manera. ¿O había algo más? ¿La sensación de alejamiento y ruptura que trasmite un viaje y que en el universo de un niño resulta simbólico y hasta cierto punto desgarrador? ¿Era aquella agitación una manifestación de sus neuronas, simplemente, o una afinación radical de las expectativas ante la partida? Desde entonces tuvo claro que los sueños no siempre se manifiestan con formas previsibles, por más que ya es sabido que son espejo del caos y del descontrol de la conciencia. Para ella aquellos trastornos oníricos eran algo semejante a la inducción mental de ciertos artistas, capaces de concebir su visión de la realidad con formas abstractas, con colores desmesurados, con identificaciones dinámicas discordantes con los objetos reales. Recuerda aquellas pesadillas con distanciamiento y aun con severa precaución. Esta mañana prefiere encender la luz de la mesilla, beber unos sorbos de agua, echar mano de un libro de apariencia ligera que su amigo le ha prestado el otro día, antes de desaparecer. Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa. Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Le sorprende el comienzo y a su manera halla similitudes de intención y de práctica con su propio pasado, a excepción de la guerra y sus consecuencias, naturalmente. Habla en el libro una mujer húngara desarraigada, sobre todo de su propia lengua. Y ella se deja cautivar por esa memoria que adquiere forma elemental y sencilla. Una mujer que ya inventaba cuentos y representaciones desde su infancia, aunque sólo ya de mayor elaborase una literatura con considerable cuerpo y desbordante originalidad. Si le ha admirado el comienzo del relato, no deja de descubrirse ante otro párrafo complementario. En primer lugar, hay que escribir, naturalmente. Luego, hay que seguir escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tenemos la impresión de que nunca interesará a nadie. Incluso cuando los manuscritos se acumulan en los cajones y los olvidamos para escribir otros. Leer, escribir, algo más que soñar. ¿O tal vez una reconducción de los sueños? ¿O puede que una ejercitación alternativa que renueve los maltrechos músculos del alma? Aunque el día ya ha despuntado y se muestra lluvioso y melancólico, ella se ha alzado optimista. Presiente que en cualquier momento va a tener noticias de su hombre pródigo. De cualquier manera, a través de la narración que él puso en sus manos ya se intuye reencontrada de alguna forma con él. Pero eso, a ella, no le preocupa demasiado en ese momento. Se siente aguijoneada por otro despertar.

(Fotografía del alemán Bernd Voitl)


viernes, 27 de abril de 2007

Mirarse o no





(Variaciones X)

Mirarse o no mirarse, he ahí el problema, la curiosidad o la indecisión. La escapada le ha convertido en esa especie de hombre articulado sobre el que los aprendices compulsan las medidas de los cuerpos. Para el hombre el distanciamiento es el canon. Se ha cotejado a sí mismo, se ha aproximado a su memoria, ha tanteado sus deseos, ha barajado posibilidades, ha sopesado riesgos. Eso cree él. Pero el realismo siempre es algo que sólo se comprueba tras haber tenido lugar el acontecimiento. Los humanos se debaten entre soñadores y acatadores. Soñar es rebeldía, pero proporciona conflictos y dificultades. El pragmatismo no es necesariamente conocimiento, sino sólo adecuación, resistencia débil y a la postre claudicación. Se han encendido en los últimos tiempos tantas luces de alarma en su vida que se encuentra aturdido. Más, se diría que no sabe bien en qué dirección encaminarse. Por otra parte, ¿es nueva esta situación? El hombre ha abierto siempre tantos frentes sin cerrar ninguno que podría parecer que se siente casi cómodo en la actitud. No sabe si persistir en sus planes profesionales en vigor o si probar actitudes en nuevos conocimientos o si recuperar antiguas inquietudes cívicas o si cambiar de hábitat o si consolidar una nueva relación afectiva, ahora que ha conocido a la mujer joven. Se muestra disperso y cercado. Pero, ¿por qué habría de cambiar? ¿Sólamente por la percepción de cierto cansancio y considerable hastío? Sería razón suficiente. ¿O acaso porque lo que le pide su alma profunda es esa mutación continua, ese gusto por la experimentación diferente, esa arraigada patología de la huída hacia adelante? Hasta ahora él ha llamado a esas inclinaciones búsqueda. Demasiado resumido, excesivamente ambiguo quizás. Hoy la mera distracción no le basta. Debe ratificarse en nuevos pasos. Le espanta la idea de envejecer en los propios círculos que se van cerrando como anillos pesados sobre su cuerpo y sus mermadas aspiraciones. Otros desearían la quietud y la conformación que se le brinda. Él debe ser un desagradecido que no demuestra satisfacción con la oferta de la vida. Mientras ha estado estos días apartado en el campo ha vivido lo inhabitual. Y se ha encontrado asentado, apacible. Es fácil vivir lo que no sucede todos los días, lo que no obliga ni ajusta tiempos ni responde a complacencias. Tal vez por esa razón la gente se urge en escapar de las ciudades en cuanto llega ese mito de nuestra época denominado fin de semana. ¿Será que los individuos no soportan lo cotidiano? Entonces, ¿cuál es la ficción: la semana laboral o la huída? Pero hay más. Cuando se dice semana de trabajo se habla de una constelación de asentimientos, silencios, desposesiones, consumos y exigencias, en la cual el ámbito laboral no es lo exclusivo. Ni la empresa superior es siempre la concentración en una labor realizada a cambio de un estipendio. Pesan tanto o más las relaciones con el entorno, con la familia, con la competitividad, con los propios placeres, con las manías y los enviciamientos adquiridos. Según retorna va elaborando para sí mismo este discurso que le parece una gran malla a punto de caer de nuevo sobre él y de atraparle. Se deja llevar por ese cuerpo de pensamientos recurrentes y de esbozos razonados mientras contempla el paisaje virtual a través de la ventanilla del expreso de alta velocidad. Según se acerca el tren a la ciudad va cambiando la escenografía del exterior y se va alterando su vista íntima. Se asombra de no haber llamado ni un solo día a la mujer urbana, a la que no ha olvidado, pero cuyo recuerdo no ha querido activar. Él ha pretendido hallarse más centrado en su soledad. Saca del bolsillo de su chaqueta un komboloi que ella le ha dado el último día, uno de esos fetiches que la mujer apreciaba y que había traído de uno de sus viajes a las islas griegas. Juega con él, separa sus cuentas y lo entrelaza entre sus dedos. Aspira su aroma. La vieja madera perfumada tiene mucho también de la fragancia de ella.


(Composición fotográfica de Ivan Cap)

miércoles, 25 de abril de 2007

¿Aprovechas?




La densidad de las últimas horas te ha gastado. Y tu limitada capacidad para soportarla te ha disgustado. Cada vez más fabril, acompasas las horas como parte integrada de la laboriosidad y de la rutina por la que te pagan. Temes una respuesta enfebrecida, un recurso que puede hacer saltar en ti posibilidades y acaso límites. Lineal, cercado, unidireccional, apenas queda en tu personalidad una sombra confusa de aquellos resortes optimistas que hace años permitían que te mantuvieras creativo y vivaracho. Apenas un rastro, recóndito y secreto, para seguir conjugando el verbo soportar y así compaginar lo forzoso con tus ilusiones más íntimas. Te sabes molesto contigo mismo, irritado en tus reacciones, débil en alternativas. El ambiente no se oxigena porque tampoco haces nada por llevar aire a la tarea colectiva. No tienes fuerza ni empeño ni crees en ello. Acaso nadie aporta nada de acuerdo a tus exigencias. Todos os hicisteis ya tan mayores. Percibes una atmósfera cargante, y las otras caras con las que trabajas no te trasladan sino fastidio, desinterés, incomodidad, renuncia. Duro el esfuerzo por el bíblico ganarse el pan, piensas. Sobre todo cuando a la pérdida de fe se suma el abandono del brío y el olvido de los afanes. Sólo persistes, te dejas llevar, aguantas. Esta actitud se ha convertido ya en un pulso interior. Y eso te hace temer sobre manera.

Es en medio de este hatajo de inconveniencias en que te desgarras cada jornada, cuando al anochecer abres Pensar, de Vergílio Ferreira, y encuentras un texto sabio. Pensar se está convirtiendo para ti en otra especie de escritura pessoana, más taxativa, más pragmática, más positiva anímicamente tal vez. Acaso no reúne la espontaneidad, la belleza literaria y el hondo ambiente interior del Libro del desasosiego, pero resulta de otra manera más empírico y contundente, y te puede venir bien. Y ese texto que anotas dice...

Aprovecha la vida mientras sea vida dentro de ti. Aprovecha tu cuerpo mientras seas tú quien vive en él. Aprovecha. Primero tienes más espíritu que cuerpo y dentro de ti hay una convulsión de ideas, una agitación insufrible de proyectos, decisiones, descubrimientos. Después la convulsión se mitiga y empiezas a vivir de las ideas recabadas. Después, poco a poco, vas perdiendo esas ideas o las vas olvidando por tus desvanes. Después, apenas quedan una o dos con las que te vas gobernando. Hasta que por fin, te quedarás sólo con la carcasa de tu cuerpo, sin nada en el interior, mientras las normas municipales esperan a que se abrevie para poderlo tirar a la fosa. Aprovecha tu cuerpo mientras estés dentro de él. Aprovecha mientras estás.



(La fotografía es de la norteamericana Dorothea Lange; te resulta duro y extremadamente atrevido poner de acompañamiento ese rostro y esa mano, a cuyo lado tu vida es jauja; te avergüenzas incluso)

lunes, 23 de abril de 2007

Y sueñas...



(Variaciones IX)

Sueñas que tu piel se alumbra con sangre. Que tus brazos son grandes venas que discurren sin control y se hinchan y se ponen tumefactas y prolongan su espesor hasta el extremo de los dedos de las manos. Que las uñas se diluyen bajo la apariencia de la laca y la corriente imparable que fluyen entre ellas y la carne. Sueñas que ante el espejo te observas los labios abultados y la nariz rasgada y los pómulos ardorosos y que las mejillas se han convertido en unas bolsas apenas contenidas que pueden rebosar en cualquier momento. Te horrorizas al contemplarte desfigurada. Te duele la carnosidad desbocada de tus facciones, te inquieta la textura adulterada que tu cuello adquiere y cómo su grosor crece con desmesura y unos nódulos ennegrecidos jalonan su perfil. Estás soñando que, sin ser el tiempo de la sangre sobrante, no dejas de herirte y cómo el flujo de la corriente oculta hincha tu vientre y revienta tus cimientos y humedece tus muslos. Te desgarra esa percepción desentrañada. No puedes escapar de un sueño enrojecido cuya densidad resulta tan pronto cálida como fría. El picor de tus cabellos es insaciable y al rascarte te da la impresión de que los filamentos atezados se desprenden y se licuan y resbalan incontenibles hasta tus pies. Te atormenta el volumen repentino que adquieren tus pechos y cómo los pezones crepitan y temes el furor que desate el magma preservado secretamente. Apenas te tienes en pie sobre unas piernas convertidas en criadero de varices coléricas. Un sabor intensamente salado y húmedo se extiende por tu boca, crecido desde las papilas más sensoriales que la nutren. No sabes que estás enfebrecida, que aunque estés padeciendo bajo la forma más subrepticia de tu mente, llegarás a despertar y a vencer tus temores. Cuando abras los ojos, sentirás una tranquilidad desconocida. No temas. Te palparás en cruz todo tu cuerpo, reconsiderarás tus angustias y volverás a dar tregua a tus deseos, acaso domesticados.


Día, ¿de qué?






La fiesta del comercio del libro. Cuántas palabras vanas se despachan en este día. De cuánta apariencia se revisten los grandes almacenes desde hace varias fechas (para ellos las ventas de un día son siempre insuficientes) De qué repetición monótona y cansina no estarán carentes hoy las televisiones del país. Cuánto ejercicio a precio módico de actos institucionales proliferan en este día por nuestras autonomías. Qué concentración de loores, reconocimientos, méritos, ante y sobre personajes de triviales aportaciones. Podría decirse que hay una cotización elevada de ellos en la bolsa de valores. Qué exultaciones, qué engreimientos, que disimulos. La mascarada del libro adquiere porte eclesial y litúrgico. Nuestros profesionales dedican más tiempo a leer que a jugar al golf; nuestros empresarios abandonan sus intereses y descubren la buena nueva; nuestros políticos se impregnan de la sabiduría descarada de los textos para corregir sus directrices; nuestros obreros abandonan las fábricas, la televisión y el coche para sentarse a la sombra de un árbol a vivir una aventura de letras revolucionaria; nuestros jóvenes hacen un alto en el gremio de la hostelería nocturna y ligan y se embriagan con los personajes de ficción. El mundo está cambiando de base, se nos contará en tal jornada como hoy. Y se dirán mil y unas frases grandilocuentes que son flor de un día. Se pontificará sobre las facultades de la lectura, se ensalzará la virtud de los escribientes, se recitarán cosas bellísimas, es decir, cursilísimas, sobre los valores morales que entrañan los libros. Quien más o quien menos se volverá un rapsoda acerca de las propiedades curativas sobre el espíritu que tiene el ejercicio económico de leer. Pero yo, hoy, por llevar la contraria, no me da la gana de leer nada, ni de comprar libro alguno (que mi librera me perdone) Esta protesta la he aprendido también de los libros, sobre todo de los malos, es decir de los inmorales, de los ilícitos, de los retorcidos, de aquellos libros que nos hacen dudar, los que nos cuentan lo que no nos gusta admitir, cuantos ponen el placer por delante de la instrucción, los que socializan la estética en lugar de transmitir la repetición cotidiana de lo cutre. Señoras, señores, hoy miren al cielo (está preciosísimo) y sobre todo lean algo también en sus venas. Tiene tanto que contar la sangre de cada uno...


domingo, 22 de abril de 2007

Combate con la ausencia



(Variaciones VIII)

Has estado confusa estos días. Su desaparición te ha molestado. Quizás hasta te has sentido al borde de la exasperación. Reconócelo: no te preocupaba él, no le conoces lo suficiente para que suscite en ti inquietud. Tu rabia era tu propia debilidad. No has adelantado decididamente todos tus peones como para empezar a sentirte derrotada a las primeras de cambio. No sabías a qué atenerte, y nada más lejos de tu intención que mostrar nerviosismo y flaqueza ante tus amigos. En ese sentido, lo has sabido hacer. Te has aislado también, has recurrido a excusas, has reducido las visitas a los lugares acostumbrados. Y sin embargo, aunque nadie ha advertido tu intranquilidad, y la gente ha admitido que tu comportamiento es parte de esas rarezas que te sacuden periódicamente, para ti ha sido suficiente saber que has sufrido por él. Has reaccionado con control y tu rabia, virulenta y axial, ha engendrado su lado positivo y te ha conducido a sobreponerte. Hasta te ha gustado salir menos, y has disfrutado cuidando de las plantas de la terraza, o leyendo a alguno de esos autores que él te recomendó generosamente, o escuchando una y mil veces a Bach a través o no de la mediación de Gould, por ejemplo. ¿O acaso has hecho todo esto de una manera inconsciente para crear un puente invisible con el hombre que se ha ocultado sin aviso y sin delicadeza? ¿Ha sido su evanescencia la que te ha concedido visualizar una parte de ti misma que ocultabas y a la que no prestabas la mínima atención? Estás pensando en el milagro, en esa imagen caduca y tópica de que desde las tinieblas y las dificultades y los desconocimientos más hondos puede alzarse un cambio de actitud, por obra de una mano mistérica que te ha cambiado de lugar. Pero nunca te han seducido esas categorías religiosas. No olvidas que los milagros suelen ignorar las propias capacidades, y que lo que parece fruto del azar y de la benevolencia de fuerzas superiores no es sino esfuerzo de búsqueda y convergencia con los elementos. En definitiva, esta situación extraña ha servido para valorar tus momentos en otras dimensiones más reconcentradas. Según pasan las horas te encuentras más tranquila. Has combatido la ansiedad con tus propias ejercitaciones. Has hallado otro placer en los sentidos, rendida a la música, receptiva a las figuraciones literarias, dispuesta a otro significado del tiempo. Y ese placer sensorial se concentra en el área del pensamiento, y sientes que se pone en marcha una danza acorde dentro de ti. Es como si no necesitaras la urgencia de las salidas, el acuciamiento del movimiento exterior, el tropel de la gente a tu alrededor para palparte en tu propio valor. Pero te falta su presencia, eso piensas. Y estás a punto de convencerte de que podrías vivir incluso sin su revelación afectiva, pero dudas, te parece que hablas con la boca grande. Una sensación de decaimiento te estremece cuando miras a través de la ventana y sólo ves oscuridad y el brillo de las luces sobre el pavimento. Te desnudas, te acuestas, te cubres ligeramente con una sábana, te imaginas como difunta primero, luego como reencarnación. Te enervas cuando recuerdas al hombre, y todos los improperios de la lengua resultan escasos para maldecir la privación de él. No sabes que vas a caer muy pronto en un sueño que se va a apropiar hasta de tus sentimientos.

sábado, 21 de abril de 2007

Despertar


(Variaciones VII)


El paseo ha sido largo, y vuelve sudoroso. No ha andado deprisa, sólo lo ha hecho sin parar. Los aromas del campo se parecen a los suyos, a veces no distingue los unos de los otros. Hay un aire común, un efluvio que se reparte en todas las direcciones. Aquel que se esparce invisible y pausado entre la mies que crece también hace reverdecer la piel del hombre. Se huele su propio cuerpo según camina. El sol, aún indeciso, penetra su espalda, sus sobacos, su pecho, su pelvis. Le gusta olerse al agitar sus brazos, mientras tremolan sus cabellos, cuando alza su torso. La atmósfera le anima también a ejercitar respiraciones medidas, hondas, transversales. De vez en cuando traza círculos con el cuello, de izquierda a derecha, y a la inversa. Si advierte un mareo ligero se sobrepone dando saltos. Se sabe hombre de reacciones, más primarias que meditadas, pero que le han dado resultado casi siempre. Si se para un leve instante es para comprobar la perspectiva. Le gusta comparar la visión del paisaje desde ángulos diferentes. Trampea con las distancias y simula las dimensiones. Para él, lo espacial siempre es una sorpresa. A veces cree que el universo es un encaje de espacios irregularmente concéntricos. Lo difícil es sentirse imbricado con claridad en un medio que se debe a otros medios y estos a su vez a otros. Caminar propicia los pensamientos, los tensa y los relaja. Aunque se manifiesten convulsos, imprecisos, marginales, fugaces, obsesivos. Pero siempre aparecen destellos de una luminosidad que puede desembocar en revelaciones. Sólo hay que estar receptivo. Cuando llega al caserío casi anochece, se lo encuentra vacío. Atraviesa las calles como si el lugar entero le perteneciera y abre la cancela de la casa. Despoja al ventanal de la sábana protectora, baja las persianas. Sale al patio y saca a través del brocal del pozo un cordel que sujeta una botella de agua envuelta en un trapo humedecido. Bebe con ganas. Bebe como de niño, purificándose. No quiere saber nada de alcohol ni de cerveza mientras dure estos días de aislamiento. Al fin y al cabo ha venido hasta este lugar a ausentarse de sí mismo, con todas las consecuencias. Se ha sentado de golpe, cree que es un sano cansancio. Mira las intensas rayas rojas que merman en el horizonte, que acaban desapareciendo. Sus ojos se extravían entre la línea que marca la posibilidad. Y sueña. Sueña que sigue recorriendo sendas y que los paisajes se alteran y que los colores se turnan y que las oscuridades y las claridades se combinan con horas diferentes y que las gentes hablan en lenguas que él entiende aunque sean otras lenguas y que nadie le acecha y que entra en hogares y que descubre los mercados y que atraviesa líneas de fuego donde todos han desertado y que es capaz de golpear en una fragua como jamás imaginó que pudiera hacerse. Y sueña que se sumerge, no exento de pánico, en un piélago y que no deja de caer y que todo le parece calmo y que el agua le adorna y que en la precipitación de su caída toca el fondo y que el fondo se abre bajo sus pies y que aparece de nuevo con una edad imprecisa y con un talante optimista en otro territorio donde unos hombres le miran con estupor y una mujer joven le toca los cabellos crecidos y densos y le pregunta que si allí de donde viene todos los hombres tienen el cabello que él tiene y él besa la mano de la mujer y de la mano de ella sale un agua nítida y fresca y no deja de beber y no deja de soñar...


(Imagen de Bill Viola)

viernes, 20 de abril de 2007

Diwan





En una librería de viejo encuentra Diwan, la obra maestra de Gunnar Ekelöf, el poeta sueco por excelencia del siglo veinte. Mientras hojea el libro se siente poseído por el espíritu de letra e imágenes de William Blake, y el seísmo de Urizen se le planta delante y compara y la blasfemia redentora se le consagra como una necesidad inevitable y una racionalidad salvadora. Abre Diwan y lee, por ejemplo, aquella parte del poema que dice...



El Diablo es dios
y Dios es diablo
y a mí me enseñaron
a adorar a ambos
a uno de una manera
al otro de otra
pero ambas maneras eran idénticas
porque las dos eran igual de autoritarias
Hasta el día en que conocí
el Amor, brecha
entre los dos contendientes
el Amor, un rayito
de luz entre los labios sangrantes
La brecha por la que
entran los elegidos
al mundo de indiferentes
Indiferentes los que adoran a un Dios
Indiferentes los que adoran a un Diablo.



Se sumerge en la noche, y desbordado, trata de descubrir pausadamente un poema de mitos embriagador.















(La pintura superior es de William Blake; en la foto de abajo, Gunnar Ekelöf)

jueves, 19 de abril de 2007

La visión velada


(Variaciones VI)
La tarde caía sorprendentemente cálida sobre la casa. El ventanal ardía y la persiana no funcionaba. Sólo quedaba apartarse y abandonar la estancia, o utilizar un viejo recurso que las mujeres de su niñez ponían en práctica. Desplegar unas sábanas que frenaran levemente la acción del sol. Resultaba chapucero y su acción era limitada, pero al menos no recibían los rayos solares con toda su brutalidad, aunque no pudieran conseguir rebajar el calor. Según se sienta a leer las está viendo. Sus tías dedicadas desde la mañana a la noche a labores de cosido y planchado, inclinadas sobre una Singer y sobre los bajos de decenas de pantalones y mangas de americanas. Sudando la gota para malvivir. Le choca que en estos tiempos de abundancia él tenga que recurrir a un método antiguo y casero. Es una primavera tan calurosa, se dice. Pero él no tiene que soportar estos rigores inusuales por obligación, sino por ocio. No se siente a gusto. Comparar imágenes sufrientes con sus pautas elegidas le incomoda. Y además él quiere contemplar los márgenes de color y de sombras que los desniveles del terreno ofrecen a su vista. ¿O simplemente desea aislarse hasta extremos imprevisibles? Le resulta lóbrega esa cortina con aspecto de sudario que acaba de colocar sobre la ventana y que la brisa mueve con lentitud. Demasiada rigidez y más opacidad de la que él quisiera. Ha convertido su comportamiento en una estética que le aplana. Desde la terraza que da al otro lado de la casa le viene una corriente con los olores penetrantes de los jazmines, las jaras, los heliotropos. Permanece pensativo. Le acecha cierto desasosiego. ¿Estará siendo así su vida? Se pregunta. ¿Debatiéndose entre el albur de las fragancias que las nuevas experiencias ponen en su camino y los tules velados que desgastan su cotidianidad cada vez más marchita? No puede apartar la mirada de la sábana que se agita pero que esconde el más allá. Le confunde esa pantalla ocultadora y sin embargo, a la vez, su admirable blancura le hipnotiza. Se siente aprisionado por su propia metáfora.
(Fotografía de Jorge Molder)

miércoles, 18 de abril de 2007

Confortación



(Variaciones V)


Ha dormido una parte inusual del día. Él, que tanto gusta de madrugar, ha permutado su tiempo. La vieja disciplina debe quebrar de vez en cuando siquiera para sentirse uno trasgresor. La trasgresión es huída, y sin duda, conminación. Se impele a sí mismo al abandono de los compromisos, al olvido de los ejercicios habituales. Ha dormido sin pretenderlo. Acaso el agotamiento causado por el trabajo de los últimos días, el nerviosismo de la exposición en ciernes, y sobre todo, la emoción por la mujer apenas descubierta le ha roto. Demasiado esfuerzo a varias bandas. Necesitaba el descanso. Hay algo de parada y de separación en el descanso. Y mucho de encontrarse con el propio individuo perdido. Aunque se sienta abúlico. Demasiadas obligaciones suelen citarse frecuentemente con la indolencia. Es una extraña, secreta y morbosa relación de necesidad. No se encuentran tan lejanos comportamientos como actividad y paralización. Él no los vive como opuestos, sino como elementos que proporcionan equilibrio. No siempre. Hoy no tiene ganas de comer, los mensajes en el contestador telefónico los ignora, las ideas pueden quedarse congeladas, desea. Siente tan entumecido su cuerpo que, apenas levantado, se estira con escaso ánimo y se deja hundir en un viejo sillón de mimbre, junto al amplio ventanal que da a la llanura. La luz del día da sensación de calor, pero la primavera se presenta fría y lenta. Ha echado mano del libro de una escritora húngara que le tiene cautivado. Tanta literatura a nuestro alrededor, piensa. Tantos descubrimientos con la edad ya tardía. Recapacita sobre los años perdidos de lectura, sobre la desinformación que le denegó el acceso a los textos interesantes, sobre los prejuicios que le ocultaron a los autores más próximos, sobre las aventuras que le distrajeron. Querer correr hoy intelectualmente no es algo que difiera de la carrera estrictamente física. No se tiene ya resistencia para el esfuerzo desmesurado. Sí, tal vez, para una lectura medida, tranquila, elegida con rigor. Los años vividos le han dado claves para adentrarse en la escritura difícil, pero debe hacerlo con otro ritmo. Sin premura, sin ansiedad, sin ganas urgentes de llegar al final. Él mismo se traduce en propuestas aquello que desea. La visión del paisaje le relaja, pero recorre su pensamiento y agita los colores. ¿De qué manera ha condicionado durante estos últimos años su vida el paisaje que tiene antes sus ojos? Le ha marcado, le ha sujetado, le ha apartado de un mundo cuyas categorías duda ya en reconocer. Y sin embargo es su deambular por las calles habituales y la entrada y salida de las casas de sus amigos y las reuniones en los entes de su vieja ciudad lo que le hace agitarse y sentir sus pulsiones. Venir a este paisaje es otra cosa. Son las sensaciones por sí mismas, la revelación de una naturaleza que no necesita de él para manifestarse a lo largo de las estaciones. Desde aquí respira su propio aire y se desprovee de lo inmediato y se hunde en la ociosidad saludable y los recuerdos se alejan y los deseos se atemperan. Recuerda a la mujer de la sorpresa con la que estuvo la otra noche, y no puede evitar reflexionar sobre las distancias que intuye que existen entre ambos. No puede tampoco despojarse de la fatalidad de la atracción. Pero el paisaje del llano es más poderoso. Se cubre con un jersey, dobla sus piernas sobre el sillón y mira sin más. Al contemplar los campos roturados y los árboles jalonando los arroyos y las laderas coloreadas de piornos y amapolas se desintegra. Y luego ese silencio, casi olvidado, consagra su tiempo y le conforta.



(Dibujo de Antonio Agudo)

lunes, 16 de abril de 2007

La boca (según Pio Rossi)




A propósito de la mentira, el italiano Pio Rossi (1581-1667) escribió una deliciosa obra titulada Léxico de la mentira, que forma parte de su obra grande Banquete moral. Aunque define a su modo y manera conceptos como Adulación, Amistad fingida, Calumnia, Engaño, Traición, Máscaras, Secreto, Hipocresía, Maledicencia, Corazón, Dolor oculto, y unos cuantos más, y lo hace con una enjundia y una capacidad observadora transversal, no he podido resistirme a reproducir aquí lo que dice referente a la

BOCA.

Todo hombre debería conocer la medida de su propia boca.

¿Qué es sino un mar de perlas entre dos riberas de rosas? Puerta engastada del palacio de la risa. Seto de rosas que difunde los perfumes de Arabia, arco de perlas de donde fluye toda alegría; antro oloroso; camarilla purpúrea; copa de rubíes en la que beber es beber una nueva muerte. La boca es la sede principal del amor; estuche compuesto de rubíes, que manifiesta cuantos tesoros preciosos encierra; arco del que parten principalmente las flechas hacia un corazón ulcerado por las risas o herido por las palabras. En último lugar, morada de la aurora que precisamente enrojeciendo en el cielo de un rostro hace nacer el día de la felicidad de los amantes.

Boca, madre de las palabras, engendradora de besos; teatro con cerco de rubíes, con puertas de coral resplandeciente, collares de perlas cándidas, cortinas de púrpura natural, pasillos de rosas animadas: por donde, divertidas, pasan las Gracias, la risa tiene allí su residencia.


Es cosa difícil conservar puros los labios. Isaías -por otra parte la pureza misma- confiesa que su boca no está desprovista de manchas. “Quien no haya faltado con palabras será honesto también en sus acciones”, dice el apóstol Santiago.



(Fotografía genial del genial Man Ray)

domingo, 15 de abril de 2007

Los niños


En la hora de la distancia, ¿qué significado adquiere una fotografía? ¿Es la sorpresa, el choque, cierto olvido? ¿Se vuelve al tiempo, al lugar, a la vieja querencia? ¿Se compara? ¿Se establecen conclusiones, siempre relativas y equívocas? ¿Se conmemora? ¿Se medita sobre lo acontecido desde ese instante lejano e irrecuperable? ¿Qué se sabe de las gentes que estaban en el entorno de los niños? ¿Qué se hizo de la casa, de la calle, de la ciudad? ¿En qué derivó el viejo taller de los tintes? ¿Sigue hiriendo el frío de los largos inviernos? ¿Qué medida humana ha estado en vigor desde entonces entre ellos? ¿Se reconocerían hoy aquellos niños en su pose hierática? ¿Se mantendrán las mismas miradas a pesar de la alteración natural de los cuerpos? ¿Se seguirán tomando de la mano? ¿Percibirán cercano su palpitar? ¿Se escucharán? ¿En qué punto de la emoción convergirán hoy? ¿En qué límite de sus silencios se desencontrarán? ¿Se reconocerán a sí mismos? ¿Lo harán el uno respecto al otro? ¿Les arroparán viejos allegados y nuevos observadores?

Al final nos ahogamos en las preguntas. Ellas siempre tan desbocadas. ¿Las hacemos para respondernos y, como a veces se pretende, para liberarnos de los viejos fantasmas? ¿Intentamos con ellas reaprender, retomar, revivir? Pero las respuestas jamás no satisfacen. ¿O es que acaso no hay verdaderas respuestas? Es decir, respuestas que respondan, nos plazca o no obtener aquellas que nos gustarían. Las verdades, me temo, siempre tan ocultas. Siempre tan pendientes, siempre tan condenadamente desconocidas. Y, sin embargo, uno sigue queriendo a sus portadores sufrientes.

sábado, 14 de abril de 2007

Celebración



Las flores pueden ser colores. También aromas. También mirada.
Sin duda, paisaje. Y además, símbolos. Incluso banderas agradables y calmas. Siempre entrega. Siempre celebración. Estamos a 14 de Abril.






(Pablo Picasso creó el ramillete para ser compartido)

viernes, 13 de abril de 2007

Dedicatoria


¿Es el origen? ¿El tránsito? ¿Acaso el acontecer? ¿Puede que la renovación? ¿Quizás la disolución? ¿Simplemente la sombra? Cada día se abre y se cierra sobre sí mismo. ¿Sobre el día? No, sobre el hombre. El tiempo es la nadería, la inconsistencia, lo improbable. El hombre es lo sufriente, la irrealidad hecha carne, la probabilidad hecha duda, pero también obligación, exigencia, compromiso. Y siempre accidente. Emersión, elevación, acontecimiento, fluctuación, hundimiento. Los griegos hablaban de que en ese momento era necesaria la catarsis. Retorno al proceso, reencarnación del ritmo, cálculo de la reiniciación. Purificarse para intentarlo ¿todo? de nuevo. O acaso evitar el desarraigo anticipado. Siempre espera la noche estrellada. Siempre acoge la oscuridad y el silencio. Yo no creo que más allá exista otra luz. Atravesemos el espejo de agua.
* Dedicado a cuantos pasan su tiempo ora resistiendo, ora indignándose, a partes más o menos iguales.
(Perfomance de Bill Viola, Water)

jueves, 12 de abril de 2007

Yasmin


(Variaciones IV)

Ha levantado las persianas al entrar en su casa. El día gana luz y las habitaciones necesitan absorberla también. Hace varios días que el hombre no ventila ni limpia y la atmósfera cerrada le tira para atrás. Abre ventanas. Recoge los objetos que están desparramados de cualquier manera. Algunas prendas esparcidas por su cama, otras por los sillones del estudio. Tiene ropa por lavar, sabe que la colada le espera. Hoy deberá dedicarse a amañarse y aparcar la disciplina de sus ocurrencias. Algunas cartas, algunos mensajes en el teléfono, algunos correos atrasados en el ordenador. Sin urgencias. Se mira en el espejo del servicio. Cara de poco descanso. Se atusa la barba, se la revuelve, se la huele volteándola hacia su nariz. Comprueba que permanece aún el penetrante olor de ella. Al oler se siente exultante, como si siguiera poseyéndola. Al mirarse, se desconcierta. No acaba de entender que una mujer mucho más joven se interese por él. Se admira. La mirada que le devuelve el espejo le concede confianza, le insinúa sospecha. ¿Es él el de siempre? ¿Se nota latente? ¿Se advierte que su tiempo transcurre y le pasa cuenta? Hay matices en su aspecto, diferencias, cambios, algunas nebulosas, cierto perfil sombrío. Un observador no involucrado en la escena lo vería así. Él respira profundamente, se hace un guiño, se rebaja. Mientras se observa se pregunta. Solamente reflejos. Tras el diálogo mudo se siente reforzado. La respuesta no está en el espejo sino en lo que la mujer ve y pretende de él, cree. Ficción, tal vez. El espejo puede esperar, piensa. El espejo no miente, duda. Las últimas horas con ella le han dejado buen ánimo. Se sorprende. ¿Será un estado pasajero, un humor circunstancial, una providencia transitoria? No desea obtener respuestas. Está acostumbrado a dejarse llevar por las ráfagas de su propio viento interior. Siempre le gustó escuchar el rumor, que era a la vez un acicate. Mientras tenga lugar dentro de él, mientras lo perciba, mientras le dé seguridad el hombre se confirma y se refuerza. Pero ¿significa eso capacidad y robustez? Recuerda que dejó un texto a medio escribir y que las ideas puede aflorar en cualquier ambiente y ocasión. Siempre lleva en el bolsillo una libreta, más que nada para prevenir. En los momentos de iluminaciones escribe desde unas neuronas a otras y luego las palabras vuelan. Cuando está en casa es distinto. Deja lo que hace, apunta, pergeña. Es curiosa la afinidad de las palabras, ¿o es la de las ideas? Hoy no está por vincular nada, simplemente se recrea en el encuentro último, en las conversaciones iniciadas, en los tonos de la voz, en los silencios. Ambos han construido la noche pasada un hábitat de nómadas que les ha acogido generosamente. Se han dejado la puerta mutua abierta, con la misma debilidad y a la vez la misma confianza que la de una jaima del desierto. Ella se quedó allí, observándole a través del ventanal, probablemente interrogándose a sí misma. La vio al doblar la esquina. Debe dedicarse hoy a ordenar la casa. Y al pensar en esa novedad que le renueva de euforia no hace planes, ni requiere exigencias, ni aloja ansias de inmediatez. Activa un disco, no sabe por qué elige los Preludios de Listz. La melodía se eleva con una sugerencia que salpica la luz de la mañana, poco a poco cálida. Todo es un preludio, un perpetuo preludio, intuye. Al salir a la terraza, un aroma delicado pero penetrante le perfuma las venas. Los viejos jazmines han emergido exultantes desde la noche. Como estrellas de la primavera resucitan una presencia. Mira las flores con ojos de niño que registran con curiosidad incipiente la vida. Deja las puertas del balcón abiertas de par en par para que la fragancia se apodere de él. Bendice su apelativo árabe. Yasmin, los nombra con voz tenue y acariciadora, mientras se deja tomar.

miércoles, 11 de abril de 2007

Candelabro



Tras la jornada laboral, hoy los obreros se emborrachan menos. O lo hacen de otra manera. Nuevos recursos, nuevas opciones, diferentes medios, combinación de relaciones y entretenimientos. Juegos de ofertas y demandas que los enguyen e incorporan a su mundo irresistible de mercancía. La jornada laboral se presume más humanizada (paradoja metafórica) a cambio de una mayor entrega y condescendencia del coro de los empleados. Incluso para muchos tiene un atractivo irresistible y ególatra, y las nuevas generaciones entran, ingenuas, al trapo. Al final del día, entre la faceta de productor y la de consumidor, el cansancio se reparte a su manera entre la plusvalía perdida de los arrendados. Al caer la noche, quien más o quien menos se vuelve anodino y ausente. Pasan los días y la maquinaria social funciona en detrimento de la expectativa de significados de cada individuo. Algunos resisten. Otros se aíslan. Una minoría diseña para sí un mundo onírico de supervivencia moral. Incluso hay quienes leen, sin ceder a más leyes que las del agotamiento. Y uno de esos productores grises, que lee lo que puede y su cuerpo maltrecho le permite, hojea a Konstantino Kavafis, por ejemplo, porque, en ocasiones, una poesía viene bien y da aquello que falta en el turbio acontencer de los días: calma y ensoñación. Ésta se titula Candelabro...

En una pequeña habitación, sin adornos,
con paredes cubiertas de tela verde,
había un hermoso candelabro encendido;
y ardiendo en cada una de sus llamas
una mórbida lujuria, un lascivo calor.

Dentro de la habitación, resplandeciente
por las velas del maravilloso candelabro,
no es una luz vulgar la que brilla.
No es para cuerpos temerosos
el cálido placer de ese ámbito.


(Fotografía de George Gasz)

lunes, 9 de abril de 2007

Masópolis


Me espantan los movimientos de masa anodina y ordenada. No puedo evitarlo, me transmiten todo lo contrario de lo que pretenden: donde se supone que hay miles de personas no veo sino impersonalidad. Debido a las condiciones coercitivas del antiguo régimen bajo el que crecí, fui ardoroso partidario del salto a la calle como medida de protesta política o social. Claro que entonces los que salíamos éramos poquísimos, pero a pocos que fuéramos nos creíamos multitud. Y el efecto nunca estuvo muy claro si era hacia el exterior o hacia nosotros mismos. Sin negar que la proliferación de aquellos actos tuvo su efecto (no creo que tampoco aquello derribase el régimen, aunque contribuyó a crear un ambiente), pues sí, probablemente hubiera en ello mucho de necesidad de nutrir una mística de la resistencia, vamos. Lo vi entonces necesario y lo doy por bueno, y cuando lo recuerdo no puedo sino enaltecerme de ello. Y qué quieren, soy de los que pienso que los objetivos que pretendíamos eran además nobles y éticos, y eso salvaba (algunos nuevosviejos filósofos no me lo aceptarían) Además lo excepcional dotaba de significado por sí mismo.
Pero hoy acontecen otras cosas. Hoy cierta gente sensata, de orden y de bien, como se autocalifican impúdicamente, que parece que acaban de descubrir las posibilidades de la democracia (también el terrorismo las descubrió hace mucho) quieren que la calle sea permanentemente suya. Pero estos fenómenos no son de ahora, más bien son viejas ocurrencias de la partera llamada Historia. Dos ejemplos de los gordos: la Iglesia hizo suya la calle durante siglos (aún colean sus residuos trasuntados en turismo de la Semana Santa) y el totalitarismo alemán la tomó para ratificar sus impotencias, hasta llevar a la sociedad a la destrucción.
La masa me desasosiega, uno no tiene ya mucho aguante al respecto. Conocí en mi infancia ciudades de la España profunda en que la población se masificaba simplemente como respuesta aturdida a la llamada del espectáculo, y se apuntaba da igual que fuera a las procesiones, a las paradas militares o a los desfiles florales. Podría entonces justificarse este comportamiento como un recurso contra el aburrimiento. Siempre me pareció que la masa ejecutara una especie de desfilar sin uniforme, ¿o acaso la masa no lleva el uniforme pegado a su propia piel?
Ni que decir tiene que ahí están esos otros movimientos de masa normales que me imponen y me desalientan: las escapadas masivas en los puentes vacacionales, la toma de las poblaciones rurales, de las playas o de los rincones más apartados de las sierras. Y hasta en la ficción, cuando ponen alguna película sobre catástrofes en que la gente huye desconcertada y caóticamente por causa de terremotos, inundaciones, invasiones extraterrestres o amenaza terrorista, me cuesta concederles un tanto por ciento de mi morbo particular (prefiero reservarlo para intimidades más elegidas) Lo siento si parezco elitista o raro, pero es que el ruido continuo me aturde, la visión frecuente del movimiento desenfrenado de gentes me obnubila y, en fin, el bosque me impide ver el árbol que uno quiere ver y desea ser.
(Fotograma de Metrópolis, de Fritz Lang)

domingo, 8 de abril de 2007

Fragilidad


(Variaciones III)


Escuchas las Variaciones ejecutadas por el mago del Steinway. Él te ha regalado el disco porque quiere hacerte llegar otra cosa. Algo más. Transmitirte no tanto una parte de sus gustos o de las bellezas que él admira sino también y sobre todo porque al hacerlo deposita algo de sí mismo en tus manos. ¿O creías que encontrarte con el hombre consistía solamente en dejarte llevar por las sensaciones de su cuerpo? Deberías darte cuenta. Él no entrega exclusivamente su presencia, sus caricias, su calidez, el sonido de sus palabras tenues pero sólidas, su excitación controlada, su desatarse lento y enervado. Él te está trasladando toda su vida, no por los recuerdos que pueda relatarte o por los deleites que muestre al narrarlos, sino por la absorción que de todas sus experiencias ha ido efectuando y ahora cataliza en ti. Deberías apreciarlo, aun cuando en tu juventud estés lejos de comprender el detalle que te llega en cada tacto suyo. Te apoyas en el alféizar bajo de la ventana para verle partir. Ahora los recuerdos del hombre te suenan vagos, pero al abrir tus oídos y tu receptividad a las cadencias de Gould tratas de imaginar. Es decir, pones imágenes: la cara de su ex mujer, sus tiempos de la facultad, sus cabellos más nutridos y vivarachos, su estilo de relacionarse, los amigos con los que conspiraba, la poblada barba intensamente rubia, la figura más estilizada, su actividad inagotable. No tienes una base firme en que apoyarte para representar tal como era todo. Sólo confías en tu propia habilidad para dibujar otro tiempo, otras modas, otras actitudes, otras ilusiones. Estás acostumbrada a las grabaciones y a las fotografías. Eres de una generación en que todo te ha sido dado ya hecho. Eso te ayuda en muchas ocasiones. Ahora no. Ahora apenas te sirves de las herramientas para vincularte a un tiempo, esbozarlo difusamente y trasladar a él lo que te ha contado. Te esfuerzas en dotar a la historia de un cuerpo exterior y de una atmósfera. Vas a tener que poner de tu parte, y eso hace más interesante la recreación. Fantasear sobre lo que no se ha conocido tiene su riesgo, está poblado de inexactitudes, pero alienta. La libertad de la desfiguración está también en tu mano. Merece la pena. Es como cuando lees, ¿o creías que los escritores por el hecho de serlo te hablan con mayor aproximación de la realidad y de la justeza de la vida? Los libros hablan de la vida, sí, pero cómo: simulan, inventan, alteran, reproducen anodinamente, cuentan lo que les parece que ha sido como si hubiera acontecido, ofrecen superficies y no siempre sabes lo que hay debajo. Cuando lees puedes acertar o simplemente ratificarte en tus ensoñaciones o permanecer anclada en tus desasosiegos. Leer no necesariamente libera. Sólo si tú quieres liberarte, es decir, que lo que lees te ofrezca otras perspectivas, te aporte claves sugerentes, reproduzcan espirales que te hagan descender por la escala de la curiosidad a dimensiones que intuías pero no te eran mostradas. Lo importante, piensan algunos autores, es intentarlo, pretender desde un ángulo algo diferente a lo que ofrece otro autor, marcar la diferencia. No te fíes. Te lo venderán así. La belleza de la lectura no reside en la competencia ni en los premios ni en el ensalzamiento de la crítica. Todo eso está condicionado, está convenido. ¿Hay algo al final? El goce, simplemente el goce, que puede parecer un objetivo pero es también una comprensión y una transformación. Y ¿se puede categorizar sobre el placer, algo que es tan de cada uno? Tienes que buscar en los libros, vieja frase, oscura afirmación. Como tienes que buscar en la música, como tienes que buscar en los hombres, como tienes que registrar en ti misma. Te pegas, acurrucada, al cristal. Según contemplas sus andares y adviertes su envergadura algo pesada, según compruebas que hay cierta lentitud en su caminar y que ese aire más calmo da una seguridad que no habías notado hasta ahora en otros, te dejas embriagar por un cariño extraño, menos juvenil, menos ligero, pero más exigente y también más perturbador. Nunca hasta ahora te habían gustado los hombres de una edad madura, nunca les habías atendido, jamás se te hubiera ocurrido prestarles importancia cuando lanzaban insinuaciones o miradas o propuestas encubiertas. Con los hombres jóvenes jugaste siempre con ventaja, las mujeres jugáis siempre con ventaja, y era fácil aprovecharse de ellos, malearles, conducirles al territorio que vosotras deseabais. Luego, a medio plazo, os insatisfacían, y teníais una vana sensación de extravío, de descontento. Ahora te sorprendes. Le conociste a él entre dudas y sospechas. O porque querías emerger de otra manera sobre ti misma. Piensas todas estas cosas cuando le estás viendo alejarse hacia sus quehaceres. Le invocas calladamente, te das la vuelta, te sientas en la tarima amable. Cierras los ojos y ves alzarse las manos de Glenn Gould sobre el teclado, cómo vuela con ellas, cómo las deja caer con apariencia de fragilidad, pero con efecto contundente. Tal como tú misma te sientes ahora mismo.

Los viejos, un viejo



















Canta Octavio Paz en su poema Los viejos...


Los hombres son la espuma de la tierra,
la flor del llanto, el fruto de la sangre,
el pan de la palabra, el vino de los cantos,
la sal de la alegría, la almendra del silencio.
Estos viejos
son un ramo de soles apagados.


Bebe del agua de la muerte,
bebe del agua sin memoria, deja tu nombre,
olvídate de ti, bebe del agua,
el agua de los muertos ya sin nombre,
el agua de los pobres.
En esas aguas sin facciones
también está tu rostro.
Allí te reconoces y recobras,
allí pierdes tu nombre,
allí ganas tu nombre
y el poder de nombrarlos con su nombre más cierto.


sábado, 7 de abril de 2007

Variaciones Goldberg



(Variaciones II)
No se ha despertado del todo, encuentra su cuerpo quebradizo. Se levanta a tientas, sudoroso, despojándose de las sábanas. Piensa de repente en las Variaciones Goldberg. No sabe por qué. Acaso el silencio templado de la mujer que se ovilla a su lado se lo sugiere subrepticiamente. Jamás una recurrencia en el tema puede resultar tan diferente, piensa. Las asociaciones de ideas siempre traen sugerencias desconcertantes, discurre. Prepara el café. Vierte el agua en el cacillo inferior y pone la medida a rebosar con un Ghana que intuye amargo. La cafetera tiene muchos años y encaja mal, acaso es la arandela de goma. El quemador de gas se deja prender. Tal vez el aroma la despierte, piensa. Con el pan que sobró de la víspera viene bien hacer unas tostadas, se sugiere. Corta unas rebanadas, que se le desmigan estrepitosamente. Ha vertido una ligera capa de mantequilla en una sartén y con una espumadera, lo primero que ha pillado a mano, aprieta ligeramente contra el fondo las lonchas de pan. Las da la vuelta. Mientras quita la cafetera del fuego, algunos de los panecillos se han tostado excesivamente y un humo pegajoso se extiende por la cocina. La ventila. Del vasar ha tomado unos tazones, el azúcar, un bote de mermelada que debe llevar abierto ni se sabe, y unos vasos no demasiado limpios. Coge unas naranjas y busca desesperadamente el exprimidor de mano; siempre hará menos ruido que el eléctrico, concluye. No sabe si es el aroma del café o la fragancia del cítrico lo que activa la memoria de su descubrimiento de las variaciones de Bach. Hasta entonces sólo sabía de algunas cantatas, o de la tocata y fuga o de los conciertos de Brandeburgo.

Recuerda la audición que Gould ofreció hace unos años, cuando su antigua mujer trabajaba en la fundación de cultura de la facultad y recibieron dos entradas gratis. Ella tuvo que hacer de asistente en la organización y disponer el auditorio donde el pianista iba a interpretar. Luego se enteraron de que Glenn Gould no era muy partidiario de ofrecer aquel concierto, pero debido a ciertos compromisos discográficos y determinadas presiones políticas de la universidad había condescendido. Gould no era un hombre de conciertos. No se encontraba a gusto en público. El día que él le conoció ni siquiera logró estrecharle la mano; ni el pianista estaba por la labor. Tal vez ni siquiera se molestara en prestarle atención. Gould permanecía lejano, comprobando cada una de las teclas de su Steinway, acariciando sus costados lentamente, casi huraño. Pidió agua caliente y durante media hora al menos estuvo en el camerino enjuagándose las manos, manteniéndolas con el vapor, procurando preservar con la humedad un tacto extremadamente sensible. Él lo vio, mientras ayudaba a su mujer a cuidar los detalles. No sabía que Glound era tan reconocido, y sin embargo tan extraño y maniático, y esto le impresionó. El pianista, que vestía abrigadamente, no obstante la temperatura templada de aquella época del año, se mostraba reconcentrado, pero había algo que lo estaba poniendo nervioso: no aparecía la pequeña banqueta que acostumbraba a llevar consigo para adecuar su cuerpo a la entrega sin reservas que le exigía. Tal vez el chófer de la camioneta de atrezzo la hubiera extraviado.


Mientras extiende unos pequeños manteles de esterilla sobre la mesa de la cocina y coloca unas servilletas y el juego de café, lo recuerda todo vivamente, como si aquella tarde se reencarnara en todos sus detalles. Fue él mismo quien encontró el pequeño asiento de Gould, y cuando se lo entregó al concertista éste le recompensó con una sonrisa que revelaba más liberación por el peso que se le había quitado que una hipotética simpatía. El concierto, que él esperaba convencional y de compromiso, se desató con todo tipo de emulsiones vibrantes que el público acogió con fervor. Gould era otra cosa. Un intérprete que rompía los cánones y rasgaba el corsé de la lentitud severa para volverla ágil y cambiante. Envolvía al auditorio en una espiral expectante y relajadora que convertía el silencio en una fuga. Con el cuerpo encorvado, apenas posando los afilados dedos sobre las teclas, Gould acompañaba la armónica dispersión de sus sones con el canturreo. Parecía que en cualquier momento iba a levantarse y a seguir ejecutando las Variaciones con sus labios o tamborileando con sus frágiles dedos sobre su propio cuerpo. Gould era un pegaso mixtificador que hacía volar las notas, recolocar los cambios, sugerir altos y bajos tonos como si una garganta emergiera desde las tripas más hondas del piano. Y de pronto otra vez esa lentitud que era atmósfera y simulación de ruptura, porque el tema seguía allí, y él, que había ido más que nada por condescencencia, entonces, sintió que una angustia le subía por el esófago y le atravesaba el paladar y le resecaba la nariz y le desprendía la humedad de sus lacrimales. Fue cuando comprendió el tedio que en los últimos tiempos impregnaba su vida, y de qué manera le estaba destrozando, y de qué forma tan infame se estaba privando de las nuevas experiencias que aún debería depararle la edad. Al día siguiente del concierto, se ausentó de su casa con una excusa poco creíble y no volvió a ver más a su mujer, al menos hasta que los abogados le citaron.


Ha vuelto al dormitorio, invadido aún por los recuerdos de la melancolía. Envuelto en el perfume del café invita a la mujer a desayunar. Ella entreabre los ojos, esboza una sonrisa, alarga los brazos hacia el cuello del hombre. Él sólo quiere que escuche las Variaciones que le revelaron otro mundo y hablarle del Glenn Gould que conoció.



viernes, 6 de abril de 2007

Geometría rota



Hay veces que creemos vivir en tantos planos.
Planos secantes y planos paralelos.
Planos que proyectan y planos que nos recogen.
Planos que nos hacen crecer y planos que nos empequeñecen.
Planos que nos ensalzan y planos que nos derriban.
Planos que restan y planos que multiplican.
Como si la eternidad no tuviera medida.
Como si las dimensiones se hubieran inventado para nuestra satisfacción exclusiva.
Como si el desgaste no se produjera y la materia que nos forma
y nos recrea juguetonamente
estuviera naciendo cada día.
No se sabe muy bien qué papel juega la noche
y la luz y nuestras inquietudes y nuestras soberbias
y nuestros quiebros y nuestra desolación
en esa crucería de experimentos e insensatez que poco a poco se va desvaneciendo.
Ni de qué manera el amanecer oculto del sol
o los atardeceres cargados de tormenta o las tinieblas que se nutren de estrellas
revientan los silencios para sentir que nos estremecemos
con la pesadilla del dolor.
Calladamente, con o sin aspavientos, se irán disolviendo las torpes
y engreídas líneas
sobre las que nos hemos erigido.
Los planos se reducirán a la única y primitiva expresión, la original.
Nos recogeremos en circunferencia cerrada
entre los dos puntos de las extremidades,
ya mermadas y lasas,
para protegernos de una fuerza desafecta.
(La fotografía acompañante es obra del artista soviético Alexander Rodtchenko)

miércoles, 4 de abril de 2007

España, por fin


¿Es la metaEspaña? ¿Es éste el territorio costumbrista e identitario a donde hemos llegado? ¿Para qué discutir más de política, de lo bueno y lo malo, de las trancas y barrancas? He aquí, pues, la suma de ideales, el acontecer de lo inmóvil, ¿Qué necesidad de banderas si cada uno encarnamos tan en cuerpo como en alma la idiosincrasia por excelencia, la de la apariencia y el postín? Unidos en la mística uniforme y simpática, queda visto y superado todo lo que haya detrás: la hipoteca llevada con penuria y dignidad, la excursión cotidiana a la jornada laboral, los chatos de mediodía, las cañas vespertinas, las huidas de puente, los naufragios conyugales, los insomnios. He aquí la estampa de lo seguro y lo recio: el marchamo de la masculinidad protectora y protegida (¿qué habrá bajo el capuchón de supuesta carne y hueso?) He aquí la advocación más entregada: la santa esposa de volantes y seguiriyas. He aquí el futuro ratificador de esencias y desavenencias: las nuevas generaciones de la alternancia sin player ni mp3. He aquí, el espíritu de San Francisco encarnado en esa metamorfosis del bulldog ¡y español!, nunca mejor dicho. ¿Lo más entrañable? El toque humanoide y caritativo con los objetos, representado en la silla colgada de la pared en la que se sientan con comodidad las macetas cual nalgas floridas. Tras tantos años de tránsito, globalización y obituarios varios, al fin España se ratifica en su propia chusma y poderío. Tanta fina tela de araña, que decía el poeta, para, al fin, ser la de siempre. La de los capullos. Que no se esfuerce ni se desasosiegue la derecha española. España sigue siendo una unidad, decena o centena de destino en lo primaveral.
(La fotografía de Antonio Iglesias nos brinda la imagen más íntima del Ruedo Ibérico)

martes, 3 de abril de 2007

Acercamiento


(Variaciones I)


Te has vuelto de lado. La excusa es la calle, el ruido viene siempre bien para desviar lo que no se quiere afrontar. El ruido absorbe nuestras debilidades y las apacigua. Sorprendente, ¿no? Me has hecho sentir entre tus manos como...¿Cómo te diría? ¿Debo repetir aquel tópico de un juguete, un capricho, un devaneo...? No, es falso, no he sido sino aquello que yo he buscado. Sin que previamente pretendiera serlo. A estas alturas debería haber sabido que no podía obtener sino esas horas de sorpresa. No me parecía poco. Tú tal vez tampoco intentabas otra cosa. Ni esperabas la novedad, ni una seducción especial, ni una entrega incontenible y desbordante. Acaso tratabas de lograr una noche de acompañamiento cálido. No era poco. Para mi tampoco era algo desdeñable. Ambos lo necesitábamos y, aunque a través de estas horas, ha transcurrido por el filo de nuestras pieles un espectro de ansiedad que pedía más, éste se ha evaporado. Tú miras ahora el amanecer mientras me visto lenta y calladamente. Aunque esa mirada no esté prospectando nada exterior, sino más bien midiendo tu pulso íntimo. Recuerdas precipitadamente este rato, te confundes en un análisis de urgencia, te bloqueas al intentar procurar una salida airosa. Por eso miras a través de la ventana. Proyectas una perspectiva con el ojo sobre la avenida, porque no dispones de una claridad de visión de lo que aquí ha pasado entre nosotros. O acaso por todo lo contrario, porque en esta habitación se ha producido un destello, sugerente y leve, pero lo suficientemente luminoso en este ambiente de tinieblas en el que ambos vivimos. Por la fijación de tu mirada están transcurriendo infinidad de imágenes. Lo presiento. También por mi cabeza, pero su acontecer atropellado me perturba. ¿Consigues tú ponerlas en orden? ¿Son las mismas valoraciones, semejantes tanteos, parecidas inquietudes las que te apremian para entender algo que resulte diáfano, antes de que yo me vaya? Me cuesta creer que el calor de esta noche se haya vuelto tibio. Quiero pensar que si te toco de nuevo, simplemente la cabeza, o pongo una mano sobre tu hombro o hago girar tu rostro hacia el mío, estaré atizando nuevamente los rescoldos que no han debido apagarse. Y sin embargo no sé si debo hacerlo. Como tú no tienes claro si debes exigirme que lo intente. Este silencio que recorre de punta a punta la habitación está poblado de voces que no queremos escuchar. Me he atado los cordones de los zapatos y me dispongo a echarme por encima de los hombros la chaqueta. Me has mirado desde la penumbra. Yo he dado otro paso. Vas a decirme: cuídate. O bien: llámame cualquier día. O tal vez: estuvimos a gusto. Y mira que temo estas frases de ritual, que tanto taponan las indecisiones. Según te acercas a mi me llega una bocanada cálida de tu cuerpo. No hablas. Rastreas con tus dedos púas mi pelo ensortijado, en un ademán de peinarme y hacerme presentarme. ¿Para quién? Me vas a echar sin palabras, sospecho. Todo está más calmo. Hasta el desasosiego. De pronto, nerviosa, intuitivamente me revuelves los cabellos, te desposees, te fundes sobre mi cuello. El alba se ha detenido de la ventana para dentro.

lunes, 2 de abril de 2007

La otra carta




Sabes que no, Vladimir. Sabes que tu despedida violenta es para nosotros abandono, pero no olvido. Todos tus amigos, nuestros amigos, y yo misma, hemos tomado buena nota de tu actitud. Ésta ha sido amarga y nos ha descompuesto a todos, pero ha tenido un inmenso valor. Por una parte, nos has alertado de forma sobrecogedora, pero irredenta, sobre los malos tiempos que pueden avecinarse. No tenías suficiente con tus críticas a los camaradas oportunistas que iban segando la hierba bajo tus pies. Tenías que demostrarles además al precio de tu propia vida lo bajo que iban cayendo, aunque seguramente ellos ahora se estén riendo de tu determinación. Por otro lado, nos has llamado a la atención contra las traiciones estéticas, que es tanto como decir contra las felonías que se empiezan a cometer con aquellos objetivos que nos hicieron activar la vida y la creación artística, sobre todo durante estos años decisivos. Si te soy sincera, a pesar de presenciar últimamente tus estados de desgaste y de derrumbe anímico, nunca llegué a pensar que alguien tan capaz de sortear las adversidades con ese vuelo tan espectacular de ilusiones como el que tú siempre exhibías pudiera renunciar de manera tajante a todo. ¿Tan irresoluble veías el futuro? ¿Tan difícil te parecía su encaje en tu personalidad? ¿No te éramos de suficiente peso cuantos te hemos protegido de tus crisis y aliviado de tus momentos desesperanzadores? Temo que tu problema ha sido que te has considerado juez y parte en la vida. Demasiada afección ha circulado por lo más hondo de tus venas, aunque siempre lo disimulaste con tus energías inextinguibles y montaraces y lo paliaste con tus impetuosidades. Te costó siempre tanto reconocer las limitaciones, relativizar las respuestas de los demás, distinguir los lenguajes de sus comprensiones, canalizar el ritmo de tus propuestas entre esos otros hombres que han ido escalando poder. No resulta fácil comprender el carácter usurpador que todo poder tiene, incluso antes de afianzarse con todos sus atributos, si no sabe respetar la opinión de los ciudadanos. Sobre todo para cuantos hemos contribuido de alguna manera a construcciones que empiezan a estar en entredicho y pretenden retornar al campo de las utopías. Ya sé que esto no debería decirlo, ya sé que temerías que yo también fuera incomprendida, pero es un diálogo oculto y esta carta no habrá sido sino un ejercicio mental dirigido al viento, por si quiere llevarte el mensaje. Sólo entendiste la felicidad, mi dulce Vladimir, como una dinámica, como un movimiento continuo en el que afrontabas dificultades pero también extraías satisfacciones, pero jamás como un cuerpo espacial y un estado temporal donde asentar tu edad y consolidar tus aspiraciones. Te crecías en las creatividades, te enervabas en las declamaciones de tus versos en público, te ensalzabas con nuevos proyectos cuando resurgías de tus días y tus noches de acres soledades, te emocionabas, en fin, entre mis brazos como el primer día, tú, que habías amado a tantas mujeres. Eso era para ti la felicidad, una afirmación de las leyes de la física, un reencuentro día a día con tu cuerpo y tu naturaleza, grandullón. Caronte ha lavado con tu sangre las esperanzas de cuantos te han precedido con la señal de la insatisfacción y no han sabido sobreponerse. Puede que los que quedamos en esta orilla seamos los cobardes, y si renunciamos a todo lo que tu impulso vital nos ofreció lo seremos más. Puede que algún día nos veamos obligados a seguir tus pasos, a pesar de que nos dejaste dicho en tu testamento póstumo y moral "lo que hago no es una solución, no se lo recomiendo a nadie..."
Siempre tu Lili.





(Ver el post titulado "La carta (póstuma)", colgada en este mismo blog el jueves 8 de febrero de 2007. La fotografía de Lili Brik la sacó Alexander Rodchenko en 1924 para uno de los fotomontajes publicitarios característicos, el cartel titulado Lengiz. La fotografía de abajo reproduce a Maiakovski, y también es de Rodchenko)