(Variaciones II)
No se ha despertado del todo, encuentra su cuerpo quebradizo. Se levanta a tientas, sudoroso, despojándose de las sábanas. Piensa de repente en las Variaciones Goldberg. No sabe por qué. Acaso el silencio templado de la mujer que se ovilla a su lado se lo sugiere subrepticiamente. Jamás una recurrencia en el tema puede resultar tan diferente, piensa. Las asociaciones de ideas siempre traen sugerencias desconcertantes, discurre. Prepara el café. Vierte el agua en el cacillo inferior y pone la medida a rebosar con un Ghana que intuye amargo. La cafetera tiene muchos años y encaja mal, acaso es la arandela de goma. El quemador de gas se deja prender. Tal vez el aroma la despierte, piensa. Con el pan que sobró de la víspera viene bien hacer unas tostadas, se sugiere. Corta unas rebanadas, que se le desmigan estrepitosamente. Ha vertido una ligera capa de mantequilla en una sartén y con una espumadera, lo primero que ha pillado a mano, aprieta ligeramente contra el fondo las lonchas de pan. Las da la vuelta. Mientras quita la cafetera del fuego, algunos de los panecillos se han tostado excesivamente y un humo pegajoso se extiende por la cocina. La ventila. Del vasar ha tomado unos tazones, el azúcar, un bote de mermelada que debe llevar abierto ni se sabe, y unos vasos no demasiado limpios. Coge unas naranjas y busca desesperadamente el exprimidor de mano; siempre hará menos ruido que el eléctrico, concluye. No sabe si es el aroma del café o la fragancia del cítrico lo que activa la memoria de su descubrimiento de las variaciones de Bach. Hasta entonces sólo sabía de algunas cantatas, o de la tocata y fuga o de los conciertos de Brandeburgo.
Recuerda la audición que Gould ofreció hace unos años, cuando su antigua mujer trabajaba en la fundación de cultura de la facultad y recibieron dos entradas gratis. Ella tuvo que hacer de asistente en la organización y disponer el auditorio donde el pianista iba a interpretar. Luego se enteraron de que Glenn Gould no era muy partidiario de ofrecer aquel concierto, pero debido a ciertos compromisos discográficos y determinadas presiones políticas de la universidad había condescendido. Gould no era un hombre de conciertos. No se encontraba a gusto en público. El día que él le conoció ni siquiera logró estrecharle la mano; ni el pianista estaba por la labor. Tal vez ni siquiera se molestara en prestarle atención. Gould permanecía lejano, comprobando cada una de las teclas de su Steinway, acariciando sus costados lentamente, casi huraño. Pidió agua caliente y durante media hora al menos estuvo en el camerino enjuagándose las manos, manteniéndolas con el vapor, procurando preservar con la humedad un tacto extremadamente sensible. Él lo vio, mientras ayudaba a su mujer a cuidar los detalles. No sabía que Glound era tan reconocido, y sin embargo tan extraño y maniático, y esto le impresionó. El pianista, que vestía abrigadamente, no obstante la temperatura templada de aquella época del año, se mostraba reconcentrado, pero había algo que lo estaba poniendo nervioso: no aparecía la pequeña banqueta que acostumbraba a llevar consigo para adecuar su cuerpo a la entrega sin reservas que le exigía. Tal vez el chófer de la camioneta de atrezzo la hubiera extraviado.
Mientras extiende unos pequeños manteles de esterilla sobre la mesa de la cocina y coloca unas servilletas y el juego de café, lo recuerda todo vivamente, como si aquella tarde se reencarnara en todos sus detalles. Fue él mismo quien encontró el pequeño asiento de Gould, y cuando se lo entregó al concertista éste le recompensó con una sonrisa que revelaba más liberación por el peso que se le había quitado que una hipotética simpatía. El concierto, que él esperaba convencional y de compromiso, se desató con todo tipo de emulsiones vibrantes que el público acogió con fervor. Gould era otra cosa. Un intérprete que rompía los cánones y rasgaba el corsé de la lentitud severa para volverla ágil y cambiante. Envolvía al auditorio en una espiral expectante y relajadora que convertía el silencio en una fuga. Con el cuerpo encorvado, apenas posando los afilados dedos sobre las teclas, Gould acompañaba la armónica dispersión de sus sones con el canturreo. Parecía que en cualquier momento iba a levantarse y a seguir ejecutando las Variaciones con sus labios o tamborileando con sus frágiles dedos sobre su propio cuerpo. Gould era un pegaso mixtificador que hacía volar las notas, recolocar los cambios, sugerir altos y bajos tonos como si una garganta emergiera desde las tripas más hondas del piano. Y de pronto otra vez esa lentitud que era atmósfera y simulación de ruptura, porque el tema seguía allí, y él, que había ido más que nada por condescencencia, entonces, sintió que una angustia le subía por el esófago y le atravesaba el paladar y le resecaba la nariz y le desprendía la humedad de sus lacrimales. Fue cuando comprendió el tedio que en los últimos tiempos impregnaba su vida, y de qué manera le estaba destrozando, y de qué forma tan infame se estaba privando de las nuevas experiencias que aún debería depararle la edad. Al día siguiente del concierto, se ausentó de su casa con una excusa poco creíble y no volvió a ver más a su mujer, al menos hasta que los abogados le citaron.
Ha vuelto al dormitorio, invadido aún por los recuerdos de la melancolía. Envuelto en el perfume del café invita a la mujer a desayunar. Ella entreabre los ojos, esboza una sonrisa, alarga los brazos hacia el cuello del hombre. Él sólo quiere que escuche las Variaciones que le revelaron otro mundo y hablarle del Glenn Gould que conoció.
Despertarse con las Variaciones es un verdadero amanecer. Sí, él se sentaba en una postura casi fetal ante el piano, recogido, dentro, muy muy dentro de algo que sólo el llevaba en sus manos.
ResponderEliminar¿La energía tal vez, la humedad de la tierra, la savia de la planta que cultivaba en su mente, el genio robado a los dioses, la música en estado puro y bruto...? Buenas noches, Olvido.
ResponderEliminar