Me lo cuenta Max a su retorno de Berlín. Paseábamos Victoria y yo por ese jardín inmenso que es el Tiergarten, y acabamos saliendo a la avenida que atraviesa el parque, dice, cuando nos llegó el eco de una voz larga. ¿Qué decía? Los de aquí la conocen como el que llama, dijo ella. A mí se me ocurrió: yo le nombraría como el voceador. ¿Y por qué no el avisador?, corrigió rápidamente Victoria. ¿Reclama la atención de los transeúntes o pregona en el desierto? ¿Invita a alejarse o a llegar hasta él? ¿A tener en cuenta lo que dice o a poner oídos sordos porque vocifera en exceso? ¿A recapacitar sobre el pasado o a estar en guardia ante el porvenir?
Cuando está conmigo Victoria entra en el juego de las dudas que, en realidad es el de las posibilidades, señala Max. A mí de esta figura solo me gusta el tercio superior, la dije no sin cierto prejuicio. Ya quisiera tener la esbeltez del auriga de Delfos en el resto del cuerpo, con su peplos y su vestimenta estriada, expresando capacidad de control. Pero el aire clerical de esta estatua se me resiste. Tú siempre tan clásico, Max, saltó ella. ¿Es que no sabes que todo lo griego evolucionó? Además cualquier comparación suele ser injusta y sobre todo ineficaz. Por tiempos, por mentalidades y por intenciones diferentes, me corrigió. En este caso creo que la intención de Der rufer es francamente constructiva. Por una parte, es un hombre intemporal, o si quieres trans temporal, envuelto en una túnica sencilla. Por otra, en una urbe como esta, pisoteada en el pasado en su concepto de ciudadanía por el poder para hacerla capital de la encarnación del mal, bien vale que el hombre de bronce clame activo y exigente por algo que no debe repetirse.
Ella siempre sabe templarme si ve que me desvío hacia mis interpretaciones tan subjetivas, y me centra de nuevo en lo existente. Cierto que la ubicación de la escultura, a dos pasos de la ostentosa y gigantesca puerta neoclásica, que la gente ha recordado más por siniestros desfiles que por la apertura a un nuevo urbanismo, es adecuada. Fuese idea de Gerhard Marcks, el escultor, o de los patrocinadores, esta obra incorpora una cita del poeta Petrarca: "Yo voy por el mundo y grito: Paz, Paz, Paz". Hay algo de desconsuelo en ese gesto inquieto del hombre que clama, dijo Victoria con agudeza, ¿no crees? Observa, la interrumpí, cómo al otro lado de la amplia avenida, con nombre también significativo, el ángel sobre Berlín nos contempla. Y ella: ¿Lo dices así por el filme de Wim Wenders, peliculero? Pues mira, no es un ángel precisamente. Y no creo que esté pendiente de una pareja de paseantes. Es nada menos que Niké, e hizo una mueca con doble sentido. ¿Niké, como la diosa de Atenas?, dije estupefacto. Pero ella se abstrajo.
Muchas veces me adelanta en las reflexiones. Con más enjundia y acierto que yo. ¿Te das cuenta de la cantidad de símbolos contradictorios que hay en la monumentalidad de esta ciudad? Una puerta representativa de la apertura de la nueva ciudad a finales del XVIII, pero que fue adulterada durante los peores años de dos dictaduras. En una ocasión con el paso de oca y en otra con el muro separador. Luego esa columna conmemorativa que canta a la victoria sobre naciones enemigas en lejanas guerras. Y como contraste una estatua humilde pidiendo Friede, paz. Todo ello en línea y en un trayecto no excesivo. ¿No representa en síntesis la historia de Berlín de los últimos siglos? Afirmé anonadado por su criterio y luego añadí: ¿a cuál de estos símbolos harán caso en el futuro? ¿Elegirán los cantos áureos o el chillido repetido de Der rufer para evitar que el lado negro de la historia vuelva a las andadas? Victoria, esta Victoria sin corona de laurel, me hizo un guiño: ¡premio! Buena pregunta. Pero mientras, añadió, que el voceador vocee: Paz, Paz, Paz, y sin embargo habría que pronunciar algunas palabras clave más. ¿Las cito? Yo entonces, compartiendo la intuición de la mujer dije: no hace falta. Están a la vista de todos. De todos los que quieran escuchar. Solo que lo importante no son tanto las palabras como los hechos.
Eso me contó mi amigo, a su vuelta de Berlín, donde se quedó aquella Victoria. ¿O era la Niké?