"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 25 de julio de 2010

Masa, ¿dónde está tu victoria?


Masa, ¿dónde está tu victoria?

La pregunta no puede ser entendida por su destinataria, porque la destinataria no escucha sino un mensaje preconcebido. Error mío en plantearla, por lo tanto. Salvo mis ganas (intenciones) de provocar.

No es la masa la que piensa y racionaliza, sino el individuo. Dos o varios individuos pueden coincidir en el ejercicio, y por lo tanto pueden ser emisores y destinatarios, porque no han renunciado a su individualidad. Pueden hablar y entenderse. Más allá, el pensamiento y la acción pueden disociarse, luego traicionarse, luego anularse mutuamente. Queda cuestionada, por lo tanto, la propiedad que tradicionalmente se le concedía a la especie humana como intercambiadora de ideas y esfuerzos superadores.

Especie y ser se comparten y son dos caras de la misma moneda. Si se articulan armónicamente resultan constructivas. De lo contrario, se contradicen y pueden llegar al exterminio mutuo.

La masa no tiene ideas, ni particulares ni generales, tiene una adscripción que la vincula más a la materia bruta que a la racionalidad. Perded toda esperanza los que en ella os transformáis. Y quien pueda, que se salve.

Puede que la masa sea manifestación y tendencia, pero es innegable que tanto en situaciones históricas como meramente temporales o en concurso de modas y espectáculo, no es exclusivamente una expresión sociológica o de psicología colectiva. Veo algo más profundo y lejano en ella. Algo más biológico, incluso anterior a la biología humana. Masa es masa. Materia dura, aluvión, precipitación enajenada, fase anterior a la evolución cultural humana. Negación de la negación.

No es la masa la que delega. Delegan los individuos. Delegar es perder y extraviarse. Quedarse sin control y quedarse sin rumbo. Al delegar, al admitir ser sustituidos por una acción amorfa y brutal, se arriesgan hasta límites insospechados. Ejemplos hay a miles en la denominada Historia.

Admito que al individuo le gusta sentirse otro. Incluso otros. Incluso todos. Si para sentir esa vorágine de masificar su Yo se entregan a una teoría, una doctrina o una ideología excluyentes, su entidad personal palidece y se reduce a la mínima expresión. Puede hasta desaparecer.

A veces al individuo le apetece identificarse -¿morbosamente? ¿por límites de evolución de su personalidad?- con su antítesis, incluso a través de un simple espectáculo de masas (una procesión, un desfile, un concierto, una parada, un mitin) La atracción morbosa de sentirse un colectivo del que pretenden que les ratifique está a la orden del día. Pero uno no se confirma en el grupo por la vía de dejarse arrastrar. Sí por la coincidencia en el pensamiento y en el lenguaje.

Puede que el miedo lleve a los individuos a arroparse obcecada y oscuramente en un ente difuso que llamamos masa. Cuidado: detrás siempre hay una minoría dispuesta a manipular y conducir el miedo de los hombres.

La masa mata a la masa. Peor: mata a individuos concretos. Sea bajo sus formas de imposición política o religiosa o de convocatorias de ocio, si el individuo se entrega en su desnudez se desprovee de sí mismo. Renuncia a ser. ¿Qué le queda?



(Fotografía de Misha Gordin. Me parecía más oportuno colocar esta foto que una cualquiera de las que corren por internet sobre la autoinmolación fortuita de un montón de jóvenes en la Love Parade en Duisburg, Alemania, Europa, Primer Mundo. El titular reconvierte el versículo del libro epistolar bíblico I Corintios, 15:55...¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?)

sábado, 24 de julio de 2010

Temes



Temes los libros como temes a la experiencia.

Crees hacerte fuerte con ellos de la misma manera que piensas que tu pasado, en forma de digestión asimilada, te hace poderoso. Pero tu propia e inseparable historia no la tienes digerida todavía y mucho menos asimilada. Entonces, ¿qué fuerza nutriente pretendes haber obtenido de ella?

Lees para vincular contigo las historias, fingidas o no da lo mismo, que otros ponen al compás de los sonidos del abecedario y de las sintaxis. Muchas veces esas historias ajenas, y que tú sientes tanto como si fueran tuyas, no te vienen directamente. Hay intermediarios. Hay lenguas que se convierten en otras lenguas como paisajes en otros paisajes. Hay transposiciones. Y disfraces, y alteraciones (y aliteraciones) Tú mismo te preguntas cuando lees si hay vínculo con lo que lees. No es fácil. El vínculo, la aceptación, dependen del tiempo. La lectura está repleta de fogonazos que deslumbran, seducen, arrastran. ¿Cuántos de esos destellos iluminan de verdad tus sentidos profundos? Sólo hay vínculo estable de tus lecturas contigo si el tiempo que te llega transmitido coincide en algún modo con el que tú has vivido hasta ese punto. Y no me refiero a un tiempo genérico ni puramente histórico, sino de experiencia común. De asunción de hechos que nos hacen saber de nosotros como individuos.

Leer no es tanto un ejercicio de pensamiento, como de vivencia. Me refiero a comprender lo leído o, mejor dicho, a comprehender lo que te llega. Las lecturas lineales son como el aprendizaje infantil: seguir las palabras ordenadas con el dedo; y ello fue útil al principio, hasta que tu cerebro se convirtió en la red que cazaba las fieras expresivas, hasta que pudo hacerlo sin una guía física añadida. Cuando tu cerebro se convirtió en delimitador total del texto naciste a la independencia de lector. Poco importaba si el acierto era grande o pequeño. Empezabas a andar y también a perderte entre las posibilidades abiertas de unos relatos y las escrituras abstractas o cerradas de otros.

No hay lectura entendida si no nos ratifica. No leemos tanto para iluminarnos como para descubrirnos. No tanto para descubrirnos como para asegurarnos de que lo que hemos vivido ha tenido, está teniendo, significado. No tanto para que nos signifique como para que nos convenzamos de la utilidad que ha supuesto el acontecimiento del vivir hasta ese momento. Leemos para seguir sintiendo el pálpito de la vida, no la general o la difusa, sino la propia de cada uno de nosotros. No es una acción directa ni unilateral. Por mucho que abramos los ojos o el pensamiento o las zonas profundas de la mente donde se acumula el tesauro de la información, si no hay aceptación, si no hay identificación con lo vivido, nos quedamos cortos. No hay verdadera captación ni garantizada asimilación mientras no sentimos.

Cierto que a veces parece bastarnos la llegada de esos otros relatos, que siempre nos sobrevuelan como si fueran los de los demás, para entretenernos. Relatos que se nos entrometen y, en ocasiones, los revivimos sin haberlos vivido. Y no me refiero solamente a una actitud formal, sino a lo que supone saber algo de las otras vidas. Nos motivan ilusión, deseo, curiosidad, emulación, aproximación, arrobamiento. Pero siempre nos queda la duda. ¿Son las vidas tal como nos las cuentan otros (los narradores)?

Temes lo que viene en los libros como temes lo que aún no has rastreado con éxito dentro de ti mismo. Te preguntas más bien si no tendrás que leer cada vez menos, y sí hacerlo de otra manera. Tienes la suerte de elegir y de perderte en la elección. Pero debes buscar la suerte del hallazgo. De aquello que otros escribieron sobre ti sin conocerte.



(La foto es de Jorge Molder)

jueves, 22 de julio de 2010

A través



Decae la luz del día
mas no la luz que miro y me hace ver.

La que permanece
encendida
para que no me apague.


martes, 20 de julio de 2010

Malditas las autoridades del mundo


Malditas las autoridades. Las autoridades inexistentes. Ellas son la anarquía despiadada, no la creativa. Ellos el gobierno del caos. Y me refiero a las mundiales. Y más en concreto a las occidentales. Sí, a esas que proceden de lo que el Vaticano, en su soberbia malsana, denomina la cultura cristiana. Como si la cultura fuera la religión. Las que nos rigen. Las que incumplen las leyes y dejan sin contenido las reglas de juego de las sociedades. Malditos. Todos.

¿Recuerdan ustedes un nombre o una palabra o un sonido que decía algo así como Haití? Digo un vocablo. No un país, porque no existe. No un estado, porque no existe. No una entidad reconocida, porque se ignora. Debe quedar por alguna parte del Caribe un espacio que dicen que tiene una nominación, que fue diezmado por un terremoto. ¿Oyeron hablar ustedes de cierto terremoto no lejano en un lugar llamado Haití? No, no lo oyeron. O sí, pero las palabras, incluso las mediáticas, se las lleva el viento. No el buen viento. Sino el pésimo viento de las autoridades. El putrefacto viento de la Historia. El descompuesto viento de nuestro desinterés. Dicen que en ese supuesto lugar queda gente. ¿Será cierto? ¿Gente abstracta? Ah, vale, lo abstracto se pierde, y nuestras conciencias se limpian, ¿se limpian?, por mediación de las onegés.

Uno ya no sabe qué debe creer. Se guía por el olfato más que por la información. Uno escucha en alguna información secundaria, perdida, que la multinacional Monsanto, sí, esa que se dedica a hacer negocio con todo lo transgénico habido y por haber, regala a un país casi inexistente semillas de maíz adulterado. ¿Piedad? ¿Altruismo? ¿Amor? ¿Entrega? ¿Justicia? Oigan: simplemente negocio. En mayúsculas: NEGOCIO. Hoy se lo dan, lo justito, para que esa desconocida propiedad de la tierra de un desconocido Haití le coja el gusto. Para que las plantaciones y las cosechas del futuro sean ya de maíz transgénico. Haití: un nombre, un espacio, una sociedad, un territorio…para que una transnacional se apropie para sus perspectivas e intereses de empresa.

¿Qué nombre tiene esta acción? Yo ya dudo de los nombres, de los conceptos y de las leyes. No, no dudo. Cada vez soy más descreído. La miseria de hoy de unos es negocio para mañana de otros. Pero, ¿dónde las autoridades? Subsidiarias, secundarias, vendidas. Tampoco tienen nombre, aunque presuman de renombre. ONU, USA, UE, OIC, FAO, FMI…vocales y consonantes indefinidas. Menudo futuro nos espera. El de la maldición. ¿O hay otro? ¿O queremos que haya otro? Si existe un gobierno del mundo que se ajuste al término, que venga Belzebú y lo vea.



PD. Consulten, consulten informaciones libres que circulan sobre el tema por internet. Antes de que privaticen las opiniones de internet.

domingo, 18 de julio de 2010

Inclemencia



El sol era tan intenso e inclemente que le derribó. Sus alas cerúleas se derritieron al poco de emprender el vuelo. Sus extremidades no habían sido dotadas por la naturaleza para flotar en el aire, y menos para tomar impulso en el vacío. Su soberbia no bastaba para confiar en el éxito de la empresa. Fue un error de cálculo. Sintió durante unos ligeros instantes que era posible sentirse leve y que podría enderezar un rumbo sentenciado. Pero esa percepción equívoca no tuvo piedad con él. Al caer, todo su cuerpo esbelto quebró en infinidad de porciones. Las aves, que reclamaban satisfacer su necesidad, lo cubrieron rápidamente con ansia y le desposeyeron de la carne. Hicieron una excepción. Respetaron su cara, de una belleza excepcional. Fue lo último en quemarse. Las aves estaban advertidas de que su rostro pertenecía al sol y éste se lo reservó como trofeo inútil. Fue una lenta combustión. El audaz e ingenuo volador no debería haber echado aquel pulso con la belleza suprema. La que todo lo da y la que todo lo quita. En un gesto postrero de perdón simbólico, el sol permitió que su faz quedara convertida en una máscara para aviso de los osados. Una representación irreconocible en el límite entre el recuerdo y la ignición total.

martes, 13 de julio de 2010

Aforismo del color perdido


Tanto le pasaron por los morros aquel color que acabó por no distinguirlo. Pasaba, por ejemplo, los semáforos cuando circulaban también los automóviles. Y al hacerse una herida no comprendía bien de qué se trataba aquel líquido viscoso y salado que le escurría. Cuando escampó la otra tarde, tras una tormenta de estío purificadora, se quedó doblemente boquiabierto; el cielo trazaba un arco iris generoso, pero le parecía que faltaba en él un color importante, que siempre había estado ahí. Al tomar por la mañana café en el bar y ver en televisión escenas de una fiesta de toros en una ciudad del Norte se sorprendió de que la vestimenta de los mozos hubiera cambiado y toda fuera uniformemente blanca. Estuvo a punto de comentarlo con los parroquianos, pero estos parecían abducidos por el espectáculo de carreras de una masa humana que asustaba a las bestias y se calló. Cuando pasó a saludar a su amigo, el panadero de la última tahona artesana que quedaba, y vio crepitar las llamas del fuego que calentaba el horno de barro, le preguntó qué tipo de fuego era aquél que no parecía fuego. En el mercado se extrañó por unas modalidades de pimientos, guindas o tomates que no había visto jamás. Tanto se preocupó por esa percepción ausente que se dirigió a sus libros y buscó uno sobre el pintor ruso que utilizaba aquel color que ahora no veía por ninguna parte. Aquel autor pintaba jóvenes desnudos sobre espléndidos e intensos corceles surcando las aguas de la orilla de la playa. Mas le pareció que debía tratarse de otro pintor, porque los animales se disolvían en el color malaquita de las aguas, perdida su identidad cromática. Con todo y con eso lo que le preocupaba fundamentalmente era que cuando se situaba sobre la terraza de su casa a ver el crepúsculo no lo percibía en su intensidad, tan sólo demediado. Y hubiera dudado de que fuera el ocaso de no haber sido por la posición oriental y decadente del sol. Este extravío de la fidedigna puesta del sol le parecía sacrílega. Tanta fue la ira y tanto el sentimiento que puso al pensar en el color perdido que lloró. Cuando las lágrimas bañaron sus ojos hasta cegarlos, sucedió lo que parecía ya imposible. Lo vio emerger de nuevo en su deslumbrante vigor, como algo propio. En toda su plenitud y significado. Aquel sí que era el color de la belleza, de la energía y del sentido que tanto había abanderado las aspiraciones de su alma inquieta a lo largo de su vida. Él simplemente quería que existiera de nuevo. En su justa ubicación y medida. Permaneció inmóvil sin abrir los ojos.

lunes, 12 de julio de 2010

Aforismo del escéptico


Como tenía los ojos muy cansados no alcanzaba a ver con claridad la felicidad de los otros. Pero como había visto tanto no interpretaba esa expresión sino simplemente como la euforia de quien se entrega a un aliciente exterior en mayor o menor medida, o incluso sin mesura. Él mismo conocía bien ese estado anímico cuando había buscado a través de su disolución en la grey la compensación de un bienestar o la satisfacción de una carencia. Pero siempre acababa mal. La compenetración con la masa no le proporcionaba el sentido adecuado a sí mismo. No le aclaraba de qué estaba formado, ni qué buscaba si no se dejaba exigir por su intuición íntima ni a qué destino le podía conducir. Él estaba acostumbrado más bien a sus propios pero intensos ciclos euforizantes, frecuentes y siempre solitarios. Era producto de su magma interior y los vivía como ingredientes de su construcción. Podía o no coincidir con los procesos colectivos estimulantes, aunque casi siempre se desviara de aquellos. Pero hace mucho que se dio cuenta de que confiar exclusivamente en los golpes de exultación colectivos llevaba al final a los cantos de sirena odiseicos. Sus ojos no están tan cansados como para no saber mirar, ni su mente tan agostada como para no poder interpretar. Por el contrario, su sabiduría no era completa. No resolvía aún su dificultad para evitar ni la curiosidad ni el deseo. Como si confiara en que estas propiedades tan apreciadas se fueran a mantener siempre dinámicas y criadoras, seguía proponiéndose objetivos que ningún espectador podría sospechar. No, no le llevaba al huerto la aparente felicidad de los demás. Sólo cuando hundía sus dedos en el limo de sus pensamientos percibía algo cercano a ese concepto. Entonces se ponía a contemplar el cielo estrellado.



(Fotografía de Joachim&Malik Verlag, http://joachimmalikverlag.blogspot.com)

miércoles, 7 de julio de 2010

Aforismo de la máscara rara



Añoraba tanto las máscaras que no cabía en ellas. No sé si de gozo o de dimensión o de piel. Vivía rodeado de máscaras. Carátulas indonesias, senufas, mayas, oceánicas, chikasaw, por citar algunas procedencias, se colgaban de los techos altos, de las paredes emergentes, entre torres de libros y de cachivaches o por el suelo. Todas habían llegado a sus manos debido a los innumerables viajes que había efectuado en el pasado o como obsequio de otros navegantes con los que había trabado amistad y venían de vez en cuando a visitarle. Ahora, ya entrado en la edad provecta las tenía a la vista cotidiana. A todas horas. No para recordar las aventuras vividas cuyo ejercicio, por otra parte, era inevitable consecuencia de los ramalazos de la memoria que le hacían suspirar. Miraba las máscaras para observar qué las aproximaba y qué las diferenciaba unas a otras. Era un juego antiguo en el que acababa perdiéndose. Jamás temió contemplar una máscara. Ni siquiera en los rituales en los que participó en poblados y aldeas del mundo, ajenos a la ignorancia del occidental. Ni siquiera en las noches de tormenta. Ni siquiera en medio de las altas fiebres que dañaron su cuerpo. Pero ninguna le llegaba tan profundamente como aquélla de cartón piedra que encontró en un basurero. Seguramente no estaba pensada para ningún ceremonial, ni para competir en una galería de arte, ni siquiera para decorar estancia alguna. Tal vez era la obra de un esquizofrénico, y esta idea peculiar le excitaba la imaginación. Siempre había oído que los que padecen esa cruz de ser dos o más, sin poder elegir con claridad quiénes quieren ser, son extremadamente creativos. Él mira la careta informe, desigual, de apariencia chapucera y se admira. No sabe si colgarla de la pared o dejar que se consagre como una divinidad doméstica. Ahí, entre los cacharros que recuerdan la tierra y las manos de los hombres. Santificando sus días de mortal rebelde.

domingo, 4 de julio de 2010

Habla mi fauno


Acabas de caer rendido y te miro discretamente. Cuando me parece que tu sueño es profundo desciendo del estante y me acerco a comprobar tu respiración. La siento leve y calma, y su vaho apenas humedece mis músculos arqueados, que nunca sé si lo están por su tirantez o por su distensión. Mis facciones son así y no saben ser de otra manera. Tu espiración abandonada me dice que te has sumergido en el olvido del día. Entonces mi rostro se despliega más allá de sí mismo hasta convertirse en cuerpo entero. No temas. Sé moverme por las habitaciones sin hacer ruido y jamás podrías oírme. Tampoco temas asustarte por el hecho de que despertaras de improviso. En ese caso improbable sólo verías mi cara de arcilla como un adorno más de la casa. Me alejo de ti, aunque tú, no sé por qué, supones erróneamente que penetro en la intimidad que te acoge al otro lado de tu conciencia. Nada más distante de mi pretensión que escudriñar tus pasiones o dirigir tus sueños. Estoy aquí para velar por tu descanso y apostar para que la nueva jornada te sea favorable. Te engañaría si te ocultara que tampoco soy tan inocente ni tan altruista. Alguien que te aprecia me rescató de una arruinada ciudad del desierto que está al otro lado del mar. Al principio no me hallaba en el nuevo espacio. La sequedad del lugar de mi origen y la aspereza de este destino inesperado no son del mismo rango, aunque se asemejan. Así que permanecí expectante. No tengo especial interés por los días. Mis días pertenecen a culturas antiguas y el sentido de mi existencia se extravió cuando éstas desaparecieron. Pero hay algo en tu casa que me coloca nuevamente en un territorio cálido que no me desaloja del todo. La mayoría de los objetos que andan colocados o tirados por huecos y escalones me son desconocidos. Muchos de ellos incluso ridículos. Y no obstante, hay algo que me empuja a poseer tu paraíso de los libros y a moverme entre esos seres inmóviles. Aprovecho tu sueño para dirigirme abiertamente a ellos. Para que tú no me malinterpretes y para que ellos se sientan libres en el momento de dialogar conmigo. Es de esa manera por la que me voy enterando de sus vidas pasadas y de cómo cada cual preserva un trocito de recuerdo que es parte de ti. Tal vez no te des cuenta del afecto que cada objeto siente por su propietario. Y de la orfandad que padecen cuando no los tocas y cuando no los acaricias y cuando no dejas que reviva en ti el episodio que les vincula como alguna suerte de fidelidad que el azar puso en sus manos. Y que les hace únicos. Puede que ahora entiendas mi misión. Y de qué manera me siento útil tras siglos de sepultura bajo la arena tórrida del silencio.

sábado, 3 de julio de 2010

Mi fauno protector


Colgado de una estantería, mi fauno bondadoso sonríe. Ya sé que cuando un fauno sonríe está abriendo un abanico de muecas, gestos y guiños. Todo un repertorio de lenguaje no oral, pero al fin y al cabo lenguaje sumamente expresivo. Con ese idioma polifacético dibuja un contorno sorprendente de intenciones. Pero ¿quién conoce las intenciones verdaderas de un fauno? Su fama es sospechosa y no me cabe duda de que equívoca, si bien la realidad es poco conocida. Este ser está sobrecargado de estereotipos y los artistas lo han utilizado con aviesos propósitos. Mi fauno de la biblioteca doméstica es amable y discreto. No es exactamente un guardián ni acecha a pastorcillas que se dejan sorprender a propósito para que les relate una historia. Mi fauno sabe leer, pero prefiere relatar con su voz. Entonces es cuando se impone al gesto. Mi fauno sabe también esperar. Esto no significa que no mude su rostro a lo largo del día. A veces creo incluso que es como mi reflejo. Burlón con mis cuitas y favorable con mis estímulos adopta un aire que acaso ve mejor que nadie cuanto se esboza en mi alma. Mi fauno sabe interpretarme mejor que el espejo, y verme las tripas sin necesidad de que me exhiba acomplejadamente. Pero su reino es el de la noche, cuando los sueños se apoderan de los moradores de la casa. Entonces el fauno se erige en intérprete sereno pero cuidadoso de los otros moradores: los libros y los objetos. Pone orden en sus disputas, los entretiene si se sienten desanimados, permite sus juegos rebeldes, los deja hacer si los afectos prenden entre las estanterías más recónditas. Pero no se limita a las cosas y a los papeles. Cuando me despierto, por mi salida del sueño sé que el fauno ha estado hurgando en mis deseos más acuciantes y revolviendo mis ensoñaciones más traviesas. En ese momento hago que me incomodo y me dirijo hacia su rostro. Sus músculos distendidos me desarman. No sólo no va a estar dispuesto a sufrir regañina alguna sino que además me quita la determinación de encararme con él. Algo tiene el fauno que aligera mis ansiedades y rebaja mi agresividad. No consigo saber cuál es el secreto de mi fauno protector.