Me espantan los movimientos de masa anodina y ordenada. No puedo evitarlo, me transmiten todo lo contrario de lo que pretenden: donde se supone que hay miles de personas no veo sino impersonalidad. Debido a las condiciones coercitivas del antiguo régimen bajo el que crecí, fui ardoroso partidario del salto a la calle como medida de protesta política o social. Claro que entonces los que salíamos éramos poquísimos, pero a pocos que fuéramos nos creíamos multitud. Y el efecto nunca estuvo muy claro si era hacia el exterior o hacia nosotros mismos. Sin negar que la proliferación de aquellos actos tuvo su efecto (no creo que tampoco aquello derribase el régimen, aunque contribuyó a crear un ambiente), pues sí, probablemente hubiera en ello mucho de necesidad de nutrir una mística de la resistencia, vamos. Lo vi entonces necesario y lo doy por bueno, y cuando lo recuerdo no puedo sino enaltecerme de ello. Y qué quieren, soy de los que pienso que los objetivos que pretendíamos eran además nobles y éticos, y eso salvaba (algunos nuevosviejos filósofos no me lo aceptarían) Además lo excepcional dotaba de significado por sí mismo.
Pero hoy acontecen otras cosas. Hoy cierta gente sensata, de orden y de bien, como se autocalifican impúdicamente, que parece que acaban de descubrir las posibilidades de la democracia (también el terrorismo las descubrió hace mucho) quieren que la calle sea permanentemente suya. Pero estos fenómenos no son de ahora, más bien son viejas ocurrencias de la partera llamada Historia. Dos ejemplos de los gordos: la Iglesia hizo suya la calle durante siglos (aún colean sus residuos trasuntados en turismo de la Semana Santa) y el totalitarismo alemán la tomó para ratificar sus impotencias, hasta llevar a la sociedad a la destrucción.
La masa me desasosiega, uno no tiene ya mucho aguante al respecto. Conocí en mi infancia ciudades de la España profunda en que la población se masificaba simplemente como respuesta aturdida a la llamada del espectáculo, y se apuntaba da igual que fuera a las procesiones, a las paradas militares o a los desfiles florales. Podría entonces justificarse este comportamiento como un recurso contra el aburrimiento. Siempre me pareció que la masa ejecutara una especie de desfilar sin uniforme, ¿o acaso la masa no lleva el uniforme pegado a su propia piel?
Ni que decir tiene que ahí están esos otros movimientos de masa normales que me imponen y me desalientan: las escapadas masivas en los puentes vacacionales, la toma de las poblaciones rurales, de las playas o de los rincones más apartados de las sierras. Y hasta en la ficción, cuando ponen alguna película sobre catástrofes en que la gente huye desconcertada y caóticamente por causa de terremotos, inundaciones, invasiones extraterrestres o amenaza terrorista, me cuesta concederles un tanto por ciento de mi morbo particular (prefiero reservarlo para intimidades más elegidas) Lo siento si parezco elitista o raro, pero es que el ruido continuo me aturde, la visión frecuente del movimiento desenfrenado de gentes me obnubila y, en fin, el bosque me impide ver el árbol que uno quiere ver y desea ser.
(Fotograma de Metrópolis, de Fritz Lang)
Formidable lo del árbol que uno quiere ser. Lo difícil es lograr ser bosque sin perder la identidad como árbol, verdad. Saludos, Fackel.
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