"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 30 de abril de 2007

Té y otros cafés



No soy de la cultura del té, como se dice ahora. Aunque hay mucha más gente que nunca en España que toma té, yo no tomo ahora té. Recuerdo haber tomado té allá por los finales de los sesenta, cuando conspirábamos, o a nosotros nos parecía que ejercitábamos tal pose. Un té, dos tés, tres tés, suena a trabalenguas, todos los tés que dieran de sí las reuniones disimuladas y expectantes en las cafeterías al uso de aquella época, como si de estudiantes ordinarios se tratase. Me lo inculcó mi amigo R., siempre con tanta clase, él que era hijo de ingeniero.

Después le di a la cultura del café, como se dice ahora. Primera hora de la tarde en casa de A., ya repuesto, es un decir, de sus diez años en el penal del Dueso por proscrito. A. era cafetero como era fumador como era fervoroso conversador como era hacendoso vengador: por necesidad compulsiva de buscar placeres, entiéndanse espitas y compensaciones entre rejas, primero, y por tomarse la revancha, después. Su mujer M. preparaba cafetera tras cafetera, es decir que entre A., M. y yo no caían tazas de café, sino cafeteras enteras. A. se cargaba de café muy cargado, densidad de aroma, densidad de rabias, densidad de búsquedas, densidad de frustraciones, porque después de la tertulia (obsérvese que A. en lugar de siesta hacía tertulia) reparaba coches y tenía que tirarse en el foso y magullarse y pringarse de aceites y breas y mirar las tripas de los utilitarios del momento. En aquellas primeras horas de la tarde supe más de la historia sufriente que en mis años académicos de la mal interpretada. Hoy sigo descubriendo que la Historia es no una vieja ramera, sino una pobre huérfana. La sociedad sigue sin querer reconocerla.


Mientras, acontecía también aquello de la cultura de los vinos, como se dice otro sí ahora, pero tenía horas diferentes. De lo que se deduce que las culturas son tiempos más que espacios, aunque requieran su espacialidad y sus compañías. Y estaba poseída de actitudes distintas. El vino no servía para conspirar ni para intercambiar pareceres ni para escuchar teorías, sólo para compadrear y elevar la euforia inmediata y desenfadada. Pero esto del vino aquí no encaja. No encaja porque no me imagino bebiendo vino en estas vajillas de Suetin. Aunque no olvido aquellos ribeiros bebidos a sorbos en tazones de barro que cierta taberna cutre deparaba acompañada de orellas. ¿O era al revés? Y todo este devaneo, ¿para qué? Para revelar un descubrimiento que nunca es tardío si es sorprendente. Nicolai Suetin, integrante de aquellas deslumbrantes vanguardias soviéticas, suprematista para ser más preciso, se apoderó de la forma convencional del plato y la taza para crear otro planeta. ¿Colisión formal? ¿Dominio del dibujo geométrico sobre la forma tradicional? Una belleza, ¿verdad? Y casi un siglo después, ¿se pretenden las creaciones de ahora pasar por modernidades? Anda ya. Esto es arte en el tiempo y en el espacio; lo demás sólo es copia trasnochada.


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