"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 21 de abril de 2007

Despertar


(Variaciones VII)


El paseo ha sido largo, y vuelve sudoroso. No ha andado deprisa, sólo lo ha hecho sin parar. Los aromas del campo se parecen a los suyos, a veces no distingue los unos de los otros. Hay un aire común, un efluvio que se reparte en todas las direcciones. Aquel que se esparce invisible y pausado entre la mies que crece también hace reverdecer la piel del hombre. Se huele su propio cuerpo según camina. El sol, aún indeciso, penetra su espalda, sus sobacos, su pecho, su pelvis. Le gusta olerse al agitar sus brazos, mientras tremolan sus cabellos, cuando alza su torso. La atmósfera le anima también a ejercitar respiraciones medidas, hondas, transversales. De vez en cuando traza círculos con el cuello, de izquierda a derecha, y a la inversa. Si advierte un mareo ligero se sobrepone dando saltos. Se sabe hombre de reacciones, más primarias que meditadas, pero que le han dado resultado casi siempre. Si se para un leve instante es para comprobar la perspectiva. Le gusta comparar la visión del paisaje desde ángulos diferentes. Trampea con las distancias y simula las dimensiones. Para él, lo espacial siempre es una sorpresa. A veces cree que el universo es un encaje de espacios irregularmente concéntricos. Lo difícil es sentirse imbricado con claridad en un medio que se debe a otros medios y estos a su vez a otros. Caminar propicia los pensamientos, los tensa y los relaja. Aunque se manifiesten convulsos, imprecisos, marginales, fugaces, obsesivos. Pero siempre aparecen destellos de una luminosidad que puede desembocar en revelaciones. Sólo hay que estar receptivo. Cuando llega al caserío casi anochece, se lo encuentra vacío. Atraviesa las calles como si el lugar entero le perteneciera y abre la cancela de la casa. Despoja al ventanal de la sábana protectora, baja las persianas. Sale al patio y saca a través del brocal del pozo un cordel que sujeta una botella de agua envuelta en un trapo humedecido. Bebe con ganas. Bebe como de niño, purificándose. No quiere saber nada de alcohol ni de cerveza mientras dure estos días de aislamiento. Al fin y al cabo ha venido hasta este lugar a ausentarse de sí mismo, con todas las consecuencias. Se ha sentado de golpe, cree que es un sano cansancio. Mira las intensas rayas rojas que merman en el horizonte, que acaban desapareciendo. Sus ojos se extravían entre la línea que marca la posibilidad. Y sueña. Sueña que sigue recorriendo sendas y que los paisajes se alteran y que los colores se turnan y que las oscuridades y las claridades se combinan con horas diferentes y que las gentes hablan en lenguas que él entiende aunque sean otras lenguas y que nadie le acecha y que entra en hogares y que descubre los mercados y que atraviesa líneas de fuego donde todos han desertado y que es capaz de golpear en una fragua como jamás imaginó que pudiera hacerse. Y sueña que se sumerge, no exento de pánico, en un piélago y que no deja de caer y que todo le parece calmo y que el agua le adorna y que en la precipitación de su caída toca el fondo y que el fondo se abre bajo sus pies y que aparece de nuevo con una edad imprecisa y con un talante optimista en otro territorio donde unos hombres le miran con estupor y una mujer joven le toca los cabellos crecidos y densos y le pregunta que si allí de donde viene todos los hombres tienen el cabello que él tiene y él besa la mano de la mujer y de la mano de ella sale un agua nítida y fresca y no deja de beber y no deja de soñar...


(Imagen de Bill Viola)

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