Han llovido muchos ríos de tinta para el calígrafo desde su primer adiestramiento. Muchos borrones, muchas líneas torcidas, muchos márgenes sin respetar, muchas redacciones abandonadas. Como si no hubiera pasado el tiempo, el reencuentro entre el texto y la mano tiene sus intermediarios testigo. La mesa, una luz centrada, el cuaderno, un tintero, el palillero, el plumín, tal vez un papel secante. El escribiente no ha perdido el pulso, ni el estilo, ni la manera de tomar la pluma. Acaso ejercitaciones testimoniales. Se siente vibrar en su imagen recordatoria. Quedan lejanas aquellas prácticas, y ahora las añora, las redivive. Nuevas técnicas han variado los soportes y, por lo tanto, los usos, y él se ha adaptado a unos y adoptado otros. Pero el perpetuo aprendiz desea volver a la caligrafía. A la disciplina de la mente y de la mano, a la estética de la letra y a la erótica de su vínculo antiguo con ella, a la recreación de lo conocido y al descubrimiento de otros alfabetos. ¿O tal vez busca la expresión de otra manera? Muchas veces se pregunta hasta qué punto el medio ha condicionado su búsqueda expresiva. El calígrafo se ha sentido huérfano de su propia caligrafía al atravesar el amplio desierto de otras derivaciones. La máquina, la exigencia del mercado que le contrataba, su búsqueda caótica del orden de las cosas y un concepto absolutista de la modernidad le despistaron hace tiempo. Hoy navega entre dos aguas. Bulle entre la transformación de un escribiente pegaso y la antigua llamada de la sangre de tinta que le reidentifique. ¿Qué piensa el calígrafo mientras traza, eleva, desciende, dibuja los signos? ¿En qué lógos deambula? ¿Qué meditación le absorbe? ¿Qué fijación le hace estar reconcentrado y ausente de lo accesorio? ¿Qué memoria intenta alterar la firmeza de su mano que es la de su voluntad que es la de su indagación? El calígrafo se siente zen en el territorio de la recuperación. Sabe que no está desposeído de su primitiva sabiduría, aunque al recordar sus primeros balbuceos se sonroje y aquellos le parezcan tibios e inseguros. Jamás ha dejado de hablar con las letras, que es otra manera de hablar con las palabras. Más metafísica, tal vez. Las palabras pretenden expresiones ajustadas, pero las letras sueldan las palabras, las dotan de carnosidad, de lenguaje interior antes de que éste exclame. Las palabras, más allá del estereotipo, se edifican en la arquitectura de las letras. La caligrafía, ese gran continente de las palabras, zarandea la vida del escribiente y le extrae de sus olvidos. Su piel sigue regenerando células y pigmentos en cada movimiento, aunque se la vea más rugosa. Lo importante es que no ceda al abandono. Que no se rinda a las novísimas herramientas. Que no deseche su fértil territorio, que, como tierra de labor, puede ser cultivado y recolectado una y otra vez por sus dedos. Aunque ahora le pese algo más su espalda corvada sobre el pupitre.
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