La fuerza del crepúsculo reside en el don de la preservación del tiempo. Una retirada, que no una rendición. Hay un pacto prefijado por el orden natural de aquellas cosas que huelen a tierra y a luna y a fertilidad y a relevo. Pero un pacto que se renueva cada día. La belleza del atardecer está en esa confianza que nos ha sido conferida desde antiguo. Los juegos de luces mortecinos, el ocultamiento lento del sol en el horizonte, la llegada del ejército de las sombras nos trasladan a la frontera. Ése es el signo en el que realmente vivimos cada uno de los humanos. Los nacimientos son siempre imprecisos, los ascensos son trémulos, los cenit son limitados cuando no ficticios, la depresión es relativa. En contra de lo que nos obligamos a aparentar y a caracterizarnos con una especie de convencimiento, todos aquellos estadios que nos hacen creer que hemos tocado techo son perecederos. Incluso a la corta. Lo único estable es ese estadio fronterizo perpetuo a través del cual apenas se delimitan y se distancian los ciclos de la vida. ¿Por qué temer el crepúsculo entonces? El crepúsculo es siempre más relativo si se contempla desde el mar o desde un tren. Obviamente, también lo es el amanecer, pero éste reviste un carácter sorpresivo: siempre hay que estar más atento a su destellar, siempre nos coge de improviso. Por el contrario, hay algo de inmersión plena de nuestra vida en esa fase del anochecer que nos vincula con la caída de lo diurno. Cuando observamos la puesta de sol con esa fijación obsesiva, posiblemente hipnótica, desde la cubierta de un buque o a través de la ventanilla de un tren es como si nos desplazáramos en su dirección. No hay contemplación distante, sí atracción potente que nos captura y nos traslada. Pero no tememos. Nos habla de las sombras de la noche como si fueran nuestras propias sombras. El crepúsculo se siente condescendiente con los humanos: nos brinda y trata de garantizarnos el resurgimiento al cabo de unas horas. Pero ¿por qué esa atracción irreprimible que nos hace volar tras su estela? Porque a pesar de nuestra existencia fronteriza hay algo que perdemos cada día y algo que nos hace concebir esperanza sobre el siguiente. Ese choque del tránsito ineludible nos llena de melancolía pasajera, pero no hay cesión, no hay capitulación, y sí un umbilical sentido de renovación que nos entrega confiadamente a la noche. Contemplar el crepúsculo es dejarse llevar por el aturdimiento divino de que ese cielo y esa tierra están también en nuestro cerebro, en nuestra aspiración, en nuestra progresión. Hasta donde lleguemos en el ejercicio fronterizo. Mientras, nuestras miradas se cubrirán de percepciones insuficientes, de atrapamientos imposibles, de reflejos de interior y de congojas reprimidas. Visiones desde un tren.
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