Supongo que usted habrá visto los miradores que tenemos repartidos por las colinas, ¿verdad? El anciano vecino del barrio y yo entramos en su casa. Es un piso pequeño, humilde. El puchero sobre una cocina de gas butano, olor a berza, cuarto mal ventilado. Saca una botella de vino recién rellenada en una bodega cercana, echa en dos vasos pequeños, como los de antes. Tal vez son ya antiguos. Le cuento que, en efecto, he visitado algunos puntos especiales de la ciudad, donde la vista se pierde y el pensamiento se vuelve más abierto, como el paisaje. El hombre me toma el argumento. ¿Sabe? Los humanos tendemos a ver la vida como un belvedere, como si al dominar la vista desde una posición general y elevada comprendiéramos mejor el mundo que nos rodea. Pero es un error, porque apenas abarcamos nada, ni hay totalidad ni siquiera la parte pequeña que vemos la registramos adecuadamente ni la disposición más alta nos permite comprender lo concreto. Y además, dice, no vivimos en ninguna terraza permanentemente. Nuestra vida, señor, me dice, es la inferior, cuando no la del inframundo. No me considero un muerto, le respondo con ironía. No se considera, pero usted, como yo, como muchos otros, lo estamos en cierto modo. No por la edad o la salud en sí, sino por lo poco que contamos en esta vida para todos aquellos que prometen salvarnos. Pero yo no creo ya en salvadores ni en funcionarios que nos vayan a arreglar nada, le replico por aproximarme más a su pesimismo. Él insiste. No se trata de creer, se trata de que estamos condenados, y de que lo más a lo que podemos aspirar es a que no nos hundan más. ¿Vive siempre con esa angustia?, me atrevo a inquirir. Antes no era yo así, dice, antes vivía en la ilusión, en el error, en el engaño. ¿No tiene mujer?, pregunto, no sé por qué, acaso por suavizar la amargura del hombre, aunque enseguida me doy cuenta de que puedo contribuir a ahondarla más. Una vez tuve mujer, allá en África, y también hijos. No he vuelto a ver a ninguno. ¿Los perdió? Sí, al volver perdí todo. Y no es que tuviera mucho, pero allí me defendía y aquí ya me pilló mayor para emprender una vida nueva. Además, a la larga no se puede competir con los jóvenes. Perdí todo. También la fe en el género humano, también las ideas a las que me obligaban, que siempre me vinieron grandes. No culpo a nadie. Creo que la vida tiene mucho de moneda que se echa al aire y a veces ni siquiera cae ante nuestros ojos, se pierde por alguna rendija de la vida. ¿Le gusta este vino fresquito? Siéntese, coma conmigo. Sobre el mantel de hule hay una caja de galletas, la retira, limpia las migas esparcidas por el mantel con un trapo. Además de la verdura freiré unos peces, al menos como habitualmente productos frescos. No sé qué decir, me emociona su generosidad. ¿O se trata de que hoy soy para él necesario? Déjeme que vaya poniendo los platos, se me ocurre. Están en aquella alacena, indica distendido, incluso algo eufórico. No podría aplicar el calificativo feliz para personajes del subsuelo como él, como nosotros.
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Hay quienes se inclinan ante el microscopio y quienes lo hacen ante el telescopio. Lo ideal sería saber utilizar ambos artilugios pero seguramente una vida no resulte suficiente tiempo para la mayoría para ejercer ambas actividades con suficiencia.
ResponderEliminarEl tipo de persona que describes me resulta muy familiar y no imaginas hasta qué punto.
El problema, precisamente, es la suficiencia que muestran o mostramos con frecuencia los que son o somos tan insuficientes.
EliminarPor cierto, me imagino que el personaje al ser sabio, aunque anciano frustrado y humilde, ello no le debería impedir sentirse feliz en su reducto, eso si, sin establecer comparaciones. La verdadera realidad personal siempre es interior y el problema es que la sociedad forzosamente se guía por lo más ridículamente formal y el sistema económico desarrolla sus tentáculos a través de comparaciones achatadas igualmente ridículas.
ResponderEliminarTengo dudas de que el sabio se encuentre feliz. El sabio sólo sabe y ya es mucho. Pero saber no garantiza felicidad alguna. Es el error, la mentira, la seducción y la ilusión en el sentido más especular lo que HACE SENTIRSE feliz al personal. Deduce, pues, qué gaitas es eso de la felicidad. Vamos a vivir tiempos de una proyección abstrusa sobre la condición humana. Los conceptos van a quedar por los suelos, los términos dirán lo contrario de aquello por lo que se inventaron, y la gente se matará diciendo que lo hace porque se ama. La proyección política solo es un aviso de lo que nos espera y latirá por debajo. ´Submundo.
Eliminar¡Una mirada distendida de auténtica belleza!
ResponderEliminarPaisajes, belvederes, terrazas desde las alturas...de las profundidades.
EliminarHe de decirlo. Me estás provocando nostalgia de Lisboa con esta serie de excelentes textos. Tendré que poner remedio.
ResponderEliminar¿Saudade? Leo por ahí que Manuel de Melo denominaba a la saudade "el bem que se padece e mal de que se gosta", bien que se padece y mal que se disfruta. Es un destino que nos reclama siempre volver.
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